miércoles, 19 de febrero de 2020

Los amores de Laura


¿Cuánto tiempo más me vas a tener así? Que venís y no, que hoy tampoco pudiste, que se te hizo tarde. Que te cayó de improviso ese amigo del sur del que nunca me hablaste. -¿Qué querías que hiciera, que lo echara?- Y te cambió los planes.
¿Y yo qué? Acaso te importa un poco lo que me pasa. Si no me preguntaste nada la última vez que nos vimos y te la pasaste callado mirando de lejos a cualquier minita con más ganas que a mí. Justo la noche que me había puesto ese corpiño piel que me marca las lolas y creí te gustaba. Si ya casi ni hablamos. Si incluso estaba decidida a escaparme con vos después a tu casa como habíamos quedado, y nada. Si hasta tus amigos pegaron más onda con mis amigas que vos conmigo esa noche. Y eso que nos conocemos hace más de un año y recién ahora nos decidimos a esto.
¿Por qué no me vas a decir que lo nuestro es algo más que esto? Porque amor no es. Calentura ni llega, sino un fuego apagado con canciones gastadas en un campamento. -¡A los campings me dijo mi psicóloga que fuera! ¿Sabés como levantás?- Y yo en cambio me la paso en boliches caretas sanando mis penas en el frío mezquino de un vaso de alcohol.
¿Cuántos mensajes más tengo que mandarte para que te des cuenta que nos sos un chape? Que me interesás. O mejor dicho que me interesabas.
Ahora no. Ya no. Por suerte me di cuenta a tiempo. ¡Qué tonta, no! Que apagó tu sonrisa una nube de polvo en mis ojos de acaso. Que ni siquiera los viste. Que no quisiste mirar. Porque no te hubiera echado de mi corazón asustado mientras no lo sabía. Que no me querías, que lo hiciste sin ganas. Porque no fuiste capaz de invitarme a tu casa, y paraste tu auto en diagonal canchera con cara de vamos. ¿Con cara de qué? Como si hiciera falta la pregunta. Como si no te hubieras dado cuenta que mi boca cereza se quedó temblando de tibio a tu lado soñando tu amor. Porque ni siquiera tuviste el valor de invitarme a tu casa. Porque ni siquiera estoy muy segura de que tengas una casa donde decís la tenés.
¿Y quién sabe por qué mierda te escribo esta carta? Si vi más veces tus fotos del facebook que no estabas conmigo que mi cara al espejo por miedo al fracaso. Que fracasé otra vez. En enviarte esta carta sin saber por qué lo hago. Si le gusto a tanto boludo sin gustarte a vos. Si es con Lau con quien estás hablando, ¡tarado!, en la sombra ebria de mí andar hormigo por volverte a ver.

martes, 18 de febrero de 2020

Boca de lobos

Hablaba solo. Así lo encontró su padre, sentado en el furgón del camión de mudanza, mirando con ojos sin retorno la casa donde vivían, como si nunca más la fuera a ver. La casa, que en realidad era un departamento en planta baja sobre la calle Gurruchaga, se borró de su memoria por completo por un tiempo, al menos hasta hoy.
Pero a la distancia todo se ve distinto.
Nunca más estaría su abuela Roxana asomada a la ventana charlando con cuanta vecina pasaba por allí, alargando las tardes en la primavera callada del ‘79.
Ni Mariela arrancándole los pelos a cuanto “negro”, como decía ella, pasaba por la puerta corriendo a su hermano, Ricardo, con el afán de obligarlo a seguir jugando a las escondidas. Un juego -que por contar siempre él- había dejado de divertirlo y por eso escapaba.
Los “negros”, como decía su hermana mayor eran el Indio y Víctor; y como eran más grandes que él, se sentía en la obligación de defenderlo como podía: con uñas y dientes, subida a un banquito, desde lo alto, en la ventana de su casa.
Eran dos chicos de los conventillos de Palermo viejo cruzando Honduras, que paraban en la feria de Nicaragua vestidos con ropa deshilachada y calzados con zapatillas que de Flecha le quedaban sólo la suelas: gastadas, confeccionadas con retazos de distintas telas: lisas, floreadas, de jean y con cordones de diferentes colores.
No podían alcanzarlo a Ricardo, si no por supuesto le hubieran pegado. Por “cheto”, por tener las zapatillas sanas y limpias -ni siquiera mejor que las de ellos, marca Pampero-, pero nuevas, motivo más que suficiente para envidiarlo y castigarlo de ser posible.
Ricardito tenía experiencia en eso de correr y esquivar sopapos. Además contaba con la ayuda incondicional de su única hermana, y no era poco.
Pero no miraba la casa, si no la ventana, por última vez. Buscaba algo. En esas visiones que el viento deshilacha y sopla basuras en los ojos que impiden mirar con claridad, que molestan; porque ya nadie estaba allí, excepto la mancha de sangre en la persiana otra vez baja, que todavía creía ver. Queriendo confundir recuerdos con quien sabe qué en la esquina de un rosal lleno de espinas.
“Andá para la cabina del conductor, Ricarditoo! No te lo quiero volver a repetir”.
Y ahí nomás, su padre le voló un mamporro. No le dio tiempo a moverse y la cachetada sonó como un látigo en la mejilla de Ricardo, como tantas otras veces.
Creyó reconocer su ira desde entonces, la siguió viendo florecida en el ayer: marchita, olvidada, pero viva.
Pero no lloró. Nunca lo hacía. Ricardo no sabía llorar.
Mordió los dientes, como siempre, refunfuñando y se fue para adelante, a la cabina del conductor, sin chistar.
El camión con sus pertenencias –junto con ellos- estaba en marcha. Había un coche de policía apostado en la esquina. Como muchos en esos años conocía la calma que anticipa la tormenta, aunque sólo fuera un niño. Ricardito notó que su papá se puso más nervioso que de costumbre, y ya era mucho.

“Arrancá, Ulises, arrancá. Arrancá, que se nos hace tarde. Y ese auto de policía que está ahí, parado atrás… ¿Lo vés? ¡No mirés, pelotudo! No me gusta nada”.
Por fin, el camión partió a destino. Además una orden de su papá era una orden, para cualquiera que escuchara ese tono de voz. Mientras la calle Gurruchaga se terminaba sin dejar huella y doblaba por Warnes sin que nadie los siguiera. Llevando consigo bajo el brazo las primeras horas amargas de su vida.
Con el correr de los minutos, las lágrimas del espejo interior de Ricardo se fueron secando con un pañuelo de seda azul color cielo que heredó de su abuelo materno al que prácticamente no conoció y disfrutó del viaje. La bronca se le fue yendo de a poco y descubrió el placer de observar todo desde la ventanilla. El sol se reflejó en sus ojos y en los cristales, en ese puente de sueños que oscila entre la oscura sombra y el reflejo de su vida. Al lado del asiento del chofer se sentía importante, acompañado, contenido, aunque sea por un rato.
Su padre no habló en todo el trayecto. Hasta que, fastidioso porque Ricky no dejaba de leer uno por uno todos los carteles con el nombre de los negocios que veía en voz alta, le gritó:
“Callate”.
Pero fue sólo un grito, esta vez no hubo violencia.
El flete dobló por Campichuelo y cruzó la Avenida Díaz Vélez por una calle que a las pocas cuadras se corta por la vías del tren Sarmiento, escondida entre los parques Centenario y Rivadavia (o Lezica), empedrada, repleta de arces y paraísos, al costado del Hospital Durand.
“Llegamos”, dijo Ricardito, con el corazón que se le salía del pecho.
“Llegamos”, repitió su padre.
Cuando Ricardo entró a la casa de Eleodoro Lobos en Caballito se encontró con dos puertas con cerrojo pero sin llaves abiertas de par en par, un patio cerrado con vidrios y un cielo color azul como su pañuelo de seda, que al verlo, le permitió sonreír por un instante y una escalera que lo conducía, luego de pasar por una pieza ubicada en un entre piso, a un jardín repleto de pájaros y de flores: había zorzales, colibríes, botones de oro, cabecitas negras, mirlos y una calandria mora que no paraba de cantar. Las flores eran muchas y distintas, pero sólo reconoció los claveles.
Había un macetero de cemento que cubría todo el frente y alegraba su vista, con plantas que trepaban sobre las paredes de la terraza recostadas sobre el verdín que le dan los años y la humedad a las casas viejas. Y un montón de pelotas de fútbol que se ve se le colgaban a los chicos del barrio que jugaban en la vereda, y Ricardo empezó a patearlas a todas, y vio entonces como se formaban figuras sobre la pared de la terraza a orillas de la vida.
Cuando un baño de agua fría lo volvió a la realidad de un baldazo, al grito de su padre:
“Bajaá Ricardoo” ¿Qué carajo estás haciendo ahí arriba? No ves que no hay nada. Vení a ayudar a tu mamá y a tu hermana a desembalar las cosas, que yo estoy con el señor de la mudanza entrando los muebles y no doy a basto. ¿Qué querés, que lo hagan tus abuelos? ¡Bajaá Ricardoo! No te lo quiero pedir ni decir más”.
Ricky bajo de inmediato. Quería contarle a su papá que en esa terraza de sueños iban a poder tener el criadero de perros que por falta de espacio no tuvieron en el departamento de Palermo. Y que en el lavadero podían poner los pájaros que aunque no fueran silvestres –como él los había visto- podían ser canarios de colores: verdes, marrones, rojos, azules, amarillos y por qué no, también de canto clásico. Ricardo tenía el oído adiestrado por la práctica para reconocer cuándo un canario roller cantaba bien y cuándo no, aunque su canto estuviese perdido en una pajarera con más de cien pájaros cantando a la vez. Su padre lo ponía a escucharlos cantar y cuando Ricardito decía “ese”, ese y no otro era el que compraban, se lo llevaban y efectivamente era bueno.
Pero no lo escuchó.
Quería contarle que él había visto en la terraza las plantas, las flores y los pájaros, al menos por un instante. Que faltaban los perros, pero que los podían traer. Que lo imaginó así y que esta vez, aquel deseo de su papá, que también fue el de él por un largo tiempo, podía convertirse en realidad.
Pero no lo escuchó.
Lo único que quería su padre era que ayudara a su mamá y a su hermana a desembalar los canastos y a ordenar las cosas. Y a sus abuelos a terminar de instalarse. Y eso fue lo que hizo.
Al otro día, una vez terminados de mudarse, Ricardo encaró a su papá en la cocina, con la voz tomada por la emoción de la mudanza, por tener una casa vieja pero nueva y una pila de sueños, y comenzó a hacerle una por una las preguntas que le quedaron pendientes del día anterior.
“¿Papá, vamos a tener el criadero de perros chihuahuas o de cocker spanish inglés que tanto querías? ¿Cuándo vamos a algún criadero a ver perros? ¿Este fin de semana? ¿Viste algún aviso? ¿Y a ver pájaros? ¿Cuándo vamos a la feria de Domínico o a la de Pompeya?”.
Pero su Papá no le contestó.
Su padre todavía tenía muy presente el recuerdo triste de la mañana anterior al día de la mudanza. El momento preciso en que asesinaron a Alberto, un amigo suyo de la infancia hasta pasada la adolescencia, que vivía también en Palermo en la otra cuadra, sobre la mano izquierda de la calle Gurruchaga, apenas cruzando Soler. En la casa de paredón y enredadera, de pasillo largo al costado, de cuellos rotos de botellas en las paredes del frente apuntando hacia arriba, como una especie de fortaleza, que la defendiera de un ataque que inevitablemente iba a suceder en estos días, para que no saltaran adentro de la casa, al menos tan fácilmente. La puerta estaba cerrada bajo siete llaves que nunca más se abrieron, nunca más. Al menos hasta hoy, ante los ojos húmedos sin lágrimas de Ricardo.
Pero su papá ya no lo frecuentaba a Alberto, apenas lo saludaba con cariño cada tanto cuando se lo cruzaba por la calle de casualidad. Ya no era aquel muchacho con el que iban a pasear a Costanera norte o a las playas de Saint Tropez en Olivos, o al Ancla, ni compartían el gusto por los cuchillos y las armas, ni por pelearse a las trompadas con cualquier infeliz que los mirara mal. Apenas sabía que estaba metido en algún partido de izquierda, que admiraba al Che Guevara, que quería irse a Cuba y que pensaba hacerlo en estos días de silencio cómplice y de ojos que no querían mirar lo que pasó en el barrio aquella noche que se volvió mañana de cristales rotos.
Más allá, el ya no tan joven idealista, ni siquiera alcanzó a beber un puto sorbo de la taza de café que sostenía, por si acaso esta vez con su mano derecha durante el desayuno. Tampoco alcanzó a saltar el paredón con vidrios para que no entraran otros, ni le permitieran salir a él cuando empezaran los disparos. Porque lo venían a buscar después de tantos días y noches en la sombra. Lo hicieron caer en su propia trampa cuando se desplomó sobre la vereda con sangre y sudor café que destiñeron su remera color roja para siempre, sin hasta, ni victoria. Como si el castigo se repitiera eternamente a cuanto zurdo se le ocurriera asomar la cabeza, para que el mensaje llegara a destino junto a otros cadáveres aún tibios por la orden de matar a balazos a cualquiera que saliera de esa casa.
Muerte y destino desayunaron la infusión amarga de aquella mañana. La imagen oscura del horror envenenó las ventanas de las casas de los vecinos, de los que vieron y de los que no y de los que no quisieron mirar. Algunos no creyeron, otros aludieron haber salido temprano y que por eso no vieron nada, que se lo contaron, que escucharon el rumor, pero que no sabían bien por qué ocurrió ni cómo, los que lo vieron no querían contarlo, y la mayoría comentaba en voz baja que se lo había buscado, que por algo sería y que por supuesto, algo habría hecho para merecer un final así.
Ricardito sintió la impotencia y la rabia de un chico de 10 años, la estocada final de los primeros miedos conscientes, un miedo sin fronteras, estomacal, profundo, de intestino bajo hasta los retorcijones, de ganas de vomitar, capaz de presentir la sombra de las botas bajo el hilo de luz que deja la ranura de la puerta en el suelo y alarma.
Pero eran canas, no milicos, y el papá de Ricardo decía que con esos negros de mierda no se podía hablar porque no entran en razones, porque son burros, porque cumplen órdenes pelotudas que le dan otros pelotudos más pelotudos que ellos. Porque son como los pibes de los conventillos, están cagados desde que nacieron, viven asustados, porque no tuvieron educación y por eso tiran, a quemarropa y mucho más si su sangre es roja, como hicieron con el pobre de Alberto.
Y Ricardito pensó: “si fueron capaces de hacer lo que hicieron, si planearon esa emboscada en una noche de lobos y cordero que se transformó en mañana sin sol para que muchos lo vieran y hoy lo puedan contar, si vallaron la calle con cintas de peligro como si se tratara de un caso de emergencia, si alertaron a los vecinos para que no se asomaran”. Si algunos como el padre de Ricky sabían unos días antes lo que iba a pasar y no hicieron nada, porque se los contó el vigilante de la esquina.
Mario hablaba mucho con él, decía que no quería a los canas, pero bien amigo que era de ese, y de los milicos ni les cuento, no era amigo, pero los admiraba profundamente. Acaso se callaron la boca y no fueron capaces de avisarle, acaso lo creyeron culpable de quién sabe qué cosa, acaso felicitaron a los policías por el éxito de la operación que se convirtió en cacería cobarde de varios dogos argentinos persiguiendo a un jabalí. “Muerto el perro se acabó la rabia”, decían algunos, en la mañana callada a tiros de un viernes de noviembre de 1979.
Y cuando Ricardo caminaba por la calle junto a su papá, sabía perfectamente por qué su padre evitaba pasar cerca de la policía apostada en las esquinas y más si veía con ellos a un patrullero, por qué temía que le preguntaran por Alberto, incluso después que éste murió. Ya lo habían hecho y prefería no pasar de nuevo por esa experiencia traumática, tenía miedo que le preguntaran qué relación tenía en ese momento con él, qué más sabía que no les hubiera contado.
“Muerto el perro se acabó la rabia”, decían algunos. Algunos otros decían que lo vendió.
Son muchos por Palermo los que no querían recordar el día de ayer, y no despiertan y duermen, y hacen tiempo esperando que esta pesadilla termine. Porque aunque Alberto hubiera hecho lo que hubiera hecho, había nacido allí, era nacido y criado en el barrio, y los que lo vieron nacer y se dijeron alguna vez sus amigos le dieron vuelta la espalda para no mirar cuando lo cagaban a tiros.
El gobierno militar estaba más fuerte que nunca y la dictadura se hacía sentir también en los barrios más acomodados de la Ciudad de Buenos Aires en una noche mañana más larga que las otras y la policía ayudaba si se lo pedían como en este caso. De todos modos, los ojos de Alberto se destacan en las sombras de largas noches sin sueño y de tristes soledades, llevando murmullos de vida y olores de primavera al recuerdo infantil de Ricardo.
Pero la familia de Ricardito se mudó a Caballito a una casa vieja pero nueva, repleta de plantas y de flores, de pájaros y de perros; y ese oscuro recuerdo de la niñez quién sabe por qué estéril razón con la distancia se hizo nostalgia y decidió volver. El hecho ni siquiera salió en las noticias, como tantos otros acontecimientos de entonces que no vieron la luz. En el barrio nuevo aquel suceso infame no había pasado, al menos no de ese modo, excepto en la cabeza de su padre y en la de Ricardo.
“¿Papá, vamos a tener el criadero de perros chihuahuas o de cocker spanish inglés que tanto querías? ¿Cuándo vamos a ver perros? ¿Este fin de semana? ¿Viste algún aviso? ¿Y a ver pájaros? ¿Cuándo vamos a la feria de Domínico o a la de Pompeya?
“Paraá, Ricardo, son muchas preguntas. No insistas. No vamos a tener un criadero de perros, ni de pájaros. Vamos a tener un perro de pelea, uno solo nomás. Vamos a traer un Bull Terrier, para que nos defienda. Te va a gustar, vas a ver. Me dijeron que hay uno en Monte Grande, pero hay que ir a buscarlo, encima nos lo regalan. Pesa 30 kilos y está pasado de estándar, pero no importa. Es blanco y tiene un parche negro en el ojo izquierdo parecido al de un pirata. Se llama Gitano. Me dijeron que tiene más de 30 peleas en el lomo y que ganó las 30, que tiene más o menos 6 años -es un poco viejo-, pero en este caso no importa. Él nos va a cuidar. Además, no quiero que salgas a la calle sin mi consentimiento, salvo para ir al colegio. Tengo miedo que te cruces con la policía y que te hagan algunas preguntas. Y vos como sos el más chico de la familia y un poco demasiado charlatán vas a tener que tener cuidado y callarte la boca, porque estos canas de mierda se aprovechan de ese tipo de cosas y no podemos correr riesgos. Por lo demás creo que está todo controlado. La abuela ya no sale por el accidente que tuvo en la cadera y tu abuelo, como no está nunca, es casi imposible que relacionen que vive acá con nosotros. Por ese lado estamos bien. Tu hermana se la pasa atrás de la pollera de tu mamá y tu mamá sería incapaz de traicionarme, así que no creo que traigan problemas, además ellas están bien adiestradas en eso de callarse la boca y no van a hablar, porque no les conviene. ¿Pero vos, Ricardo?, ¡con eso de querer jugar siempre a la pelota y encima en la calle!, ¡qué manía, la tuya! Si acá tenés terraza, por qué no jugás arriba con todas esas pelotas que encontraste y te dejás de joder”.
A la semana, el padre de Ricardo lo despierta en una mañana de esas en las que el sol entra por la ventana como una perla de luna que naufragó en la noche y se quedó despierta, y muy temprano, muy temprano le dice:
“¿Vamos a Monte Grande a buscar el Bull Terrier a lo de don Murias?”
Ya en Monte Grande, en el fondo de la casa hacían apuestas, comían empanadas y tomaban vino, y alguna que otra cervecita. Se reían y gritaban, algunos se peleaban a punta de cuchillo cuando uno de sus gallos perdía, Porque eso hacía don Murias en el fondo de su casa, organizaba riñas de gallos por plata y a veces los muchachos se mamaban y se pasaban de rosca y se armaba flor de quilombo. “Ahí está el Bull Terrier del que tanto les hablé, Mario. Como ustedes ya saben se llama Gitano. Está un poco gordo porque se la pasa encerrado en esa jaula, y si lo suelto me puede matar a alguna gallina o lo que es peor, a algunos de los gallos, que son los que me dan de comer en este momento. Es que actualmente los gallos son mi principal entrada de guita. Además está un poco viejo y ya no pelea. Antes hacíamos peleas de perros acá en el fondo, -si usted sabe, Mario-, -si yo le conté-. Pero con esto de los milicos hay que hacerlo por izquierda, de queruza, sabe, y encima ahora éstos canas de mierda también se cebaron con esto de la dictadura y no dejan vivir. Se meten en todo: te preguntan a dónde vas, de dónde venís, a qué te dedicas, -como si no supieran-, si hacés reuniones en tu casa. ¿Qué carajo les importa? ¡Si acá no hacemos política! Todo el tiempo te hacen sentir observado. Igual siempre a alguno coimeás, pero es más difícil. Y esto de la riña de gallos pasa más desapercibido que el tema de los perros. Los muchachos traen a los gallos en cajas de madera, con el pico atado para que no griten y listo.
El Gitano y Ricardito se volvieron inseparables y nunca más se sintieron solos. Se acompañaban el uno con el otro. Al lado del Gitano, Ricardo se sentía importante, a salvo, contenido; como sabiendo que esta vez, a diferencia de las otras, su amistad con un perro sería posible y que no iba a ser sólo por un rato. Fue el único perro con el cual su padre lo dejó jugar. Porque a los aproximadamente 20 perros que se pasearon por el departamento de Palermo nadie los podía tocar, excepto su papá, y estaba terminantemente prohibido jugar con ellos. A ver si les pasaba algo que les impidiera presentase en alguna exposición de perros en la que los esperaba un seguro primer premio que nunca llegó. Porque nunca los presentaban, porque para la mirada perfecta de su padre jamás hubieran ganado.
Y si acaso fuera verdad que ese perro había peleado 30 veces, que estaban en presencia de un sanguinario y que iban a convivir a partir de entonces con un asesino, no parecía. El Gitano con Ricardo era totalmente dócil, cariñoso, amigo, compañero. Parecían dos chicos despertando de largas noches sin sueño y de tristes soledades, llevando por fin consigo murmullos de vida y olores de primavera.
Cuando Ricardito lo sacaba a la puerta, se quedaban sentados los dos en el umbral de la calle mirando pasar la vida con ojos sin retorno, esperanzados.
Un día su papá le dijo: “Ricardo, andá a buscar al Gitano que está en la terraza y nos vamos los tres al Parque Centenario. Me comentaron que allí se juntan un montón de perreros que llevan perros de distintas razas de las que nos gustan a nosotros, bravos, con carácter ¿viste? No como esos perros maricones que siempre vemos en la Federación Sinológica, a la que ¡por favor, no insistas, porque no vamos a ir más! ¿Entendiste, no? No más caniches, ni cocker, ni chihuahuas, ni todos esos perros de mierda que compran las minas o los putos que nunca me gustaron. Lo que pasaba es que un departamento como el de Palermo, si no tenés esos perritos chiquitos, no los podés tener. Pero acá tenemos terraza y patio y dos parques grandes cerca y encima en uno de ellos se juntan estos tipos… Me dijeron que llevan Dobermans, Dogos argentinos, algún que otro Schnauzer gigante, Bull Mastiff también. Me contaron que andan con una raza nueva alemana que se llama Rotweiler, que entraron al país ahora desde que se abrió la importación, los vi en la enciclopedia esa que me compró tu mamá, pero como nunca los vi en vivo y en directo, de verdad, ¡viste!, los quiero conocer y dicen que son muy bravos. Además me dijeron que llevan una raza americana nueva también, que no está reconocida oficialmente por ninguna asociación de perros: algo así como Pit Bull o American Pit Bull.¡Va a estar buenísimo! ¡Vas a ver! Ricardo, andá a buscar al Gitano que está en la terraza y nos vamos los tres al Parque Centenario. No te olvides de ponerle el collar de púas, pero esta vez poneseló para afuera, por si alguno de estos perros se hace el malo y lo quiere morder”.
Ricardo como siempre obedeció y le puso el collar con las púas hacia afuera como los cuellos rotos de botellas en las paredes del frente apuntando hacia arriba de la casa de Alberto, como una especie de fortaleza, que lo defendiera de un ataque que inevitablemente iba a suceder.
El perro con Ricardito era totalmente dócil, pero su padre no se confiaba y menos de los demás. Caminaron hacia el parque los tres por la calle Eleodoro Lobos hasta cruzar la avenida Díaz Vélez. Llevándolo…
El parque era hermoso, repleto de pájaros y de flores: había zorzales, colibríes, botones de oro, cabecitas negras, mirlos y una calandria mora que no paraba de cantar. Las flores eran muchas y distintas, pero sólo reconoció los claveles.
Ricardito lo recordaba de cuando pasaron por allí el día de la mudanza. Tenía una pileta sin agua, vacía, que en algún momento iba a hacer un lago artificial, pero estaba en refacciones. Ricardo se prometió volver cuando las obras estuvieran terminadas.
Su padre ni bien llegaron se puso a hablar con todos los perreros del lugar, o mejor dicho, con todos los que le hablaron. E inmediatamente empezó a contar anécdotas. En eso Mario empezó a calentar la garganta repitiendo las historias fantásticas que le contó el forro de Murias, como si fueran reales, como si él las hubiera vivido, cuando la charla se le fue de las manos y a Ricardito el Gitano por esa puta costumbre de obedecerlo siempre, aunque sus órdenes no tuvieran razón.
Se acercó un perro y empezó a olfatearlo, el Gitano lo miró a Ricardo igual que como lo miró el día que se conocieron, con ojos sin retorno, como pidiendo ayuda. Parecía llorar.
El otro perro era un Gran Danés, prepotente, altanero, ¡bastante boludo el pobre! y le empezó a olfatear la cara. Y a nadie que le pagaron alguna vez le gusta que le toquen la cara.
El Gitano empezó a fastidiarse.
Ricardito notó que su perro se puso más nervioso que de costumbre y nunca lo había visto así.
Era inevitable, iba a reaccionar como cualquiera que alguna vez lo golpearon y mucho. La espera se demoraba más de lo previsto para cualquiera que lo observara, pero no para él. Tenía la paciencia de un profesional y la lealtad hacia el amo educada a garrotes, porque esperaba la orden como cuando lo hacían pelear en el fondo mugriento de la casa de don Murias. Se tomaba unos segundos para reaccionar, porque no se pelea en caliente. Esperaba la orden de alguien que había peleado y se sabía ganador, pero ya no lo quería hacer y lloraba por eso..
Ricardo lo miró a su padre y por primera vez lo vio como realmente era. Se salía de sí, ni siquiera había un puto policía en el parque, ni una esquina oscura que lo regulara, ni estábamos en casa. Tampoco estaba su papá Enrique, el abuelo de Ricardo, que cuando lo miraba con la indiferencia y el desprecio que lo hacía era peor que cualquier trompada.
“Soltalo, Ricardo!, ¡soltalo! No ves que está llorando”.
Y Ricardo lo soltó. Y fue ahí, en ese preciso instante, cuando aparecieron sus dotes de peleador callejero. El Gitano sin tomar envión pegó un salto mortal y giró en el aire, como un trompo. Mientras giraba en el aire abrió su boca y dejó caer su mandíbula de 30 kilos de peso, que estranguló el cuello del Gran Danés. Fueron 3 o 4 segundos, no más, cuando el Danés se desplomó sobre la vereda con sangre y sudor café que destiñeron su manto rojo para siempre, su pelaje color ladrillo sobre el suelo del parque sin plantas y con flores, pero sólo reconoció los claveles. Sin hasta, ni victoria. Como si el castigo se repitiera por igual para ganadores y perdedores o para hombres y perros.
El papá de Ricardo enloqueció. Tomó al Gitano en sus brazos y se fueron corriendo sin hacerse cargo de lo que había sucedido ese día, en el parque.
El Gitano estaba bañado en sangre, salpicado, impertérrito. Ya nunca más pudo mirarlo a los ojos a Ricardito de la misma manera. Sabía lo que había vuelto a hacer y que esta vez sí iba a ser condenado por eso. Su padre creía que el perro estaba lastimado, porque no alcanzó a ver la pelea en primera fila como la vio su hijo al borde de otro cielo rosado que anticipa la tormenta.
Corrieron las tres cuadras hasta la casa sin mirar atrás. En el apuro Ricardo perdió el collar de púas que lo defendía del peligro. Su padre abrió las dos puertas con cerrojo pero sin llaves de la entrada de la casa de par en par, a los gritos:
“Elviraaa, pelotuda, vení para acá! ¿No te das cuenta que el perro está lastimado? ¡Ayudame!” Y Elvira lo ayudó.
El Gitano no tenía nada.
Ricardo sabía perfectamente que el Gran Danés no le había hecho nada, pero no pudo decírselo. No lo escuchó.
Gritaba como un loco:
““El perro no tiene nada”. ¡Era verdad, sabía pelear!”. No como Alberto.
A las horas, esa pelotuda, como él decía, tuvo que ir a abrir la puerta cuando tocaron el timbre, porque él no tuvo huevos y se encerró en la pieza de la que no tendría que haber salido al menos ese día.
“Vení, Ricardo, ¡no hagas ruido! Llevá al Gitano arriba, a la terraza y escondelo en el lavadero y ponele el bozal. Si es necesario encerralo con llave, ¡por favor te pido!”.
Ricardo, como siempre, le hizo caso. Se quedaron los dos abrazados sentados en cuclillas en el piso, debajo de la pileta de lavar en el lavadero, pero ya nunca más su perro pudo mirarlo a Ricardito de la misma manera. Estaba salpicado de sangre ante sus ojos y lo sabía, aunque en este caso todos fueran culpables.
Y Ricky volvió a sentir la misma impotencia y la rabia de un chico de 10 años, la estocada final de los primeros miedos conscientes, un miedo sin fronteras, estomacal, profundo, de intestino bajo hasta los retorcijones, de ganas de vomitar, capaz de presentir la sombra de las botas bajo el hilo de luz que deja la ranura de la puerta en el suelo y alarma.
“Buenas tardes, señora, soy el Sargento Cuevas. Recibimos una denuncia por un perro muerto hace un par de horas en el Parque Centenario. Aparentemente lo mató un Bull terrier y todo indica que se trata del perro blanco que anda siempre con su hijo y su marido. Su hijo es menor, así que tenemos que llevarnos detenido a su marido. Cuando me llegó la denuncia en su contra me quería matar, porque se trababa de Mario. La orden viene de arriba y esta vez no lo podemos salvar. El dueño del Gran Danés es un milico. Y a pesar de que su esposo colaboró con la fuerza para que atrapáramos a Alberto, no se olvide que él estaba implicado en el atentado con el coche bomba al Hospital Militar. Que era él quien manejaba el vehículo. Aparentemente lo hizo por amistad y porque decía que Alberto no iba a tener huevos, y que no militaba en ningún partido de izquierda, ni en montoneros, ni es un guerrillero. Qué lo hizo porque quiso ayudar al único amigo que tuvo y que lo comprendió. El certificado que usted presentó de insanía, puede ser que lo ayude nuevamente. ¡Llamelo por favor! Y haga desaparecer al perro. ¡Hagaló! “Muerto el perro se acabó la rabia”, dicen. De lo contrario, puede pasarle lo mismo que le pasó a su amigo Alberto.

miércoles, 12 de febrero de 2020

Senegal

¡Él no era alegre! Ni siquiera demasiado demostrativo. Era un senegalés de unos veintidós años, no más, de sonrisa blanca y tímida y ojos color negro, que miraban para abajo cuando se le apareció de nuevo la señora Basilia, y le compró todos los relojes que llevaba en la valija, y como le pareció insuficiente el dinero que le cobraba, le pidió que fuera a buscar más. Y Handré salió corriendo hasta el quiosco de flores donde escondía la mercadería por si de improviso caía la brigada y le levantaba el puesto (aunque estas cosas se avisan), y le vendió la mercadería de tres valijas, no de una. ¡De tres!
Poco más que la abrazó, se persignó y se arrodilló ante ella, y como si se tratara de un ángel salvador venido del cielo le besó las manos. Basilia le pidió que por favor no lo hiciera, que no sea loco, que estaban en la calle, que los estaban mirando, que no hacía falta, que ella no tenía nada que ver. Que la mandó su patrona a comprarle los relojes. Que quería ayudarlo.
Handré ahora sí la abrazó agradecido, y sin contar el dinero lo guardó en la riñonera y se fue de raje a rendirle cuentas a su jefe Lourenco, contento y cantando en perfecto francés, cuando de pronto se le escapó un: “Olé, olé. Olé, olé. Todos los negros tomamos café” y se echaron a reír los otros vendedores ambulantes de cuanta cosa se les ocurra ocupando las veredas de Av. Pueyrredón y Av. Corrientes, en la zona del Once.
Handré era alto y flaco, tenía físico de deportista y, de haber tenido chances, hasta podría haber sido modelo. Pero no. Tampoco tenía un oficio del cual jactarse, aunque sabía algo de plomería, un poco de electricidad y algo de albañilería, pero nada más (se las rebuscaba, como quien dice). La suerte, en cambio, lo trajo a la Argentina por un aviso de una ONG que buscaba jóvenes emprendedores con ganas de trabajar en ventas en el país, y una vez en Buenos Aires, después de un curso de español de casi tres meses que le dieron, se topó con Lourenco.
Lourenco era paraguayo, pero nacido en Brasil, manejaba la venta ambulante, y como buen negociador arreglaba con la brigada y con migraciones, y había inventado esa especie de ONG medio turbia, que traía senegaleses al país. Encima lo trataba divino al bueno de Handré y más ahora que no paraba de vender relojes.
Pero un día Basilia dejó de aparecer, y en su lugar, en cambio, se le vino al humo una rubia despampanante, de unos cuarenta y siete años y ojos muy celestes y el pelo planchado, con calzas fucsia. Que estaba apurada porque se tenía que ir corriendo a su clase de pilates y le pidió los relojes. Los mismos que le compraba la señora Basilia. Iba a dar una fiesta en su casa, el sábado a la noche, aprovechando que sus hijos no estaban y que su marido, Francisco, se la pasaba trabajando y no se daba cuenta. Y a los relojes los quería como souvenirs. “Iba a enviar a mi empleada”, le dijo, “Pero esta vez preferí venir yo, personalmente, para conocerte”.
Lo raro es que le habló todo el tiempo en francés. Y eso un poco a Handrè le gustaba y la trató como a una reina. “¿Su nombre es?”, le preguntó. -Mi nombre es Andrea-.
Pero parece que Andrea después se enojó y lo mandó a llamar por su empleada Basilia porque los relojes no andaban y fue un horror cómo se pusieron entonces los invitados de la fiesta. Y así no pensaba comprárselos más. Handré se presentó de inmediato en su casa de Recoleta, con la mirada baja, como se mira naturalmente al que es blanco y le paga, y casi sin levantar la cabeza, se animó a decirle que los relojes andaban. Que Lourenco los entraba vía Paraguay, pero que los importaba directo de China y Sri Lanka. Que eran de los mismos fabricantes que confeccionan para las mejores marcas.
Ella de inmediato le dijo que no se preocupara y que la ayudara, en cambio, a hacer unos ejercicios con las piernas. Después le fue sacando la camisa violeta porque hacía calor, y terminaron en la cama, después de una fiesta. “¿Qué? ¿No te gusta, Handré? ¿Te pasa algo? Es la canción de tu país, Senegal, la que puse. No sabés cómo la bailaba en mi adolescencia”.
Pero las tardes pasaron. Y cuando se cansó de él se lo pasó de manos a su amiguita nueva, bastante más joven que ella, y que también se la pasaba sola la gran parte del tiempo. Tal vez porque no podía tener hijos o porque su marido Augusto se la pasaba siempre con el esposo de Andrea, trabajando para un político que iba a ser presidente. El marido de Adriana le manejaba la campaña y el de Andrea la custodia. Y pensó que Handré le podría hacer compañía.
De Adriana, en cambio, Handré se enarmoró y en lugar de cogerle la concha, le cogía la oreja. Pero con el tiempo, también lo descartó. Un poco porque se estaba enamorando también y otro poco porque tenía miedo que el custodio que le había puesto su esposo, dejara de mirar para otro lado o se diera cuenta. Handré en los dos casos entraba a las casas, siempre con la excusa de hacer algún arreglo de plomería o de lo que sea y después Basilia iba al puesto a comprarle relojes. Y cuando visitaba a las mujeres se los devolvían.
Pero las dos lo dejaron, y ya sin ese dinero extra, lo que rendía el puesto no alcanzaba para pagar la pensión, enviarles dinero a su novia y a su hija a Senegal, y entender de a poco que estaba cada vez más lejos de traerlas. Encima tenía tantos relojes que no tenía donde meterlos, porque no los vendía. Así que hizo un arregló extraño con el Tiburón, traicionando a Lourenco, el mismo peruano que le alquilaba la pieza. Que le ofreció venderlos los fines de semana en un puesto en la feria de Castañares, en el Bajo Flores, bajo techo y aceptó. Un poco con miedo y otro poco porque necesitaba la guita.
Y lo peor que podía pasar, pasó. Unos días más tarde atardeció de golpe como en un derrumbe. De modo que su cuerpo parecía chocarse contra un grito de: “Ahí vienen, ahí vienen. Levantemos”. Handré parecía dormido y tardó en hacer caso. Las palabras que pronunciaron sus compañeros de esquina las escuchó más tarde como si vinieran de lejos. Y ya no pudo hacer nada cuando se vio rodeado por tres de la brigada. El sol del ocaso desoló la acera de Pueyrredón y Corrientes como un día de lluvia en domingo, la vereda desierta de ventas y su mar de gente que seguía paseando cada vez más lejos, más lejos. Y ya no pudo hacer nada cuando se vio rodeado por los tres de la brigada a los costados, después que vino Basilia a traerle las tres valijas con relojes y la plata que le adeudaba Adriana (justo en ese momento), y cuando quiso ponerlos en el quiosco de flores donde habitualmente los guardaba, no tuvo tiempo ni nada. Y la historia una vez más le volvía cambiada.
“No puede ser”, decía, “Lourenco no me dijo nada”. Además en el puesto de flores tenía toda la mercadería, también la que guardaba debajo de la cama de la pieza, porque ya no tenía pieza ni nada y el dinero que juntaba lo traía encima, con el riesgo que eso significa. Si hasta el Tiburón le dijo que ya no lo necesitaba, que lo apretaron para que lo hiciera, que se fuera a otro lado, que no volviera por Once, ni por la pensión por un tiempo, y que por favor no preguntara nada más. “No sé, andate a Constitución, a Solano, a la Av. Avellaneda. A Liniers, o a la Salada. Qué sé yo”, le dijo. “Donde quieras, que no sea Once. Con esa facha vas a conseguir laburo enseguida. Vendiendo ropa en un shopping por ejemplo, algo más legal. En el de Haedo están pidiendo gente y en el de Catán también. Acá no te quiero más. Disculpame, Handré, pero no te puedo explicar. ¡Perdoname! Ya vas a entender”.
Los policías bajaron del móvil: bolsas grandes y precintos y le decomisaron toda la mercadería. Tampoco le dieron tiempo a descartar el dinero, ni aceptaron una coima como arreglo. La orden de levantarlo era estricta. Y tuvo que llevárselo con él a la comisaría, con el riesgo que eso significa. Sabiendo que se lo iban a sacar. Era senegalés, y la documentación precaria que le consiguió Lourenco quién sabe si se encontraba al día.
“Qué se yo, cuando vendes en la calle, estas cosas pasan”, le decía menos nervioso un compañero de celda. “Pero me sacaron toda la plata”, decía.
El pensaba que Lourenco se enteró o le contó el Tiburón que tenía más relojes de los que podía vender y que los estaba ofreciendo en un puesto en la feria de Bajo Flores, los fines de semana. “Pero no”, le decía el mismo compañero de celda. “En la venta ambulante son todos amigos. ¿Seguro fue por otra cosa?”.
En eso apareció un abogado que lo sacó de la cárcel por pedido de Lourenco, diciéndole que ahora iba a trabajar en un reparto con una camioneta, que eso de estar en la calle no corría más, y que la plata que le sacaron y la mercadería no la devolvían. Y también apareció una rubia parecida a Andrea buscando al comisario. Handré la miró, con la mirada baja como miraba habitualmente al que es blanco y le paga, para que ella no lo viera. En eso se le acercó y le dijo: “¡Handré! Hablame en francés mejor para no levantar sospecha. Es todo lo que te conseguí: 500 dólares. ¿Tenías más? El resto no sé”.
“¿Qué te decía esa mujer, Handré?”, le preguntó el abogado. –Nada-. “¿Qué raro? Es la mujer del comisario, ¿sabías? ¿Por qué se pondría a hablar con vos? -No sé. Se dio cuenta que era senegalés y quería practicar el francés, supongo-.
“¿Qué te decía ese muchacho?”, le hizo la misma pregunta el comisario a Andrea. –Nada-, y obtuvo lo mismo por respuesta. “Te dije mil veces que no quiero que hables con los detenidos, que cada vez que se te ocurre venir a buscarme al trabajo armás algún lío y me alborotàs la seccional. Al final con estos negros tenés que andar con pie de plomo. No los podés tocar. Decí que ahora cuando gane Mauricio se van a meter en el culo este versito de los derechos humanos. Los detenés por vender mercadería en forma ilegal en la vía pública y te cae: migraciones, la embajada de su país, alguna asociación en defensa de no sé qué cosa y se los lleva. Y poco más que tenés que pedirle disculpas. Igual la idea era que saltara más su jefe y se lo llevara de la zona que otra cosa. Queríamos pegarle un buen susto. Si lo hubiéramos podido tener detenido unos días, se lo dejaba a Sánchez y no sabés cómo lo hacía bailar. “Sene Sene Sene Sene Senegal. Sene Sene Sene Sene Senegal”, como dice esa canción brasilera que tanto te gusta. Me tienen podrido estos senegaleses vendiendo en el Once. Encima hasta parece que se hicieran los lindos. Con esas camisas y esos jeans ajustados y esos relojes de fantasía. La gente y los comerciantes nos piden a gritos que los saquemos y después les compran. Y cuando lo hacés haciendo cumplir la ley. ¡Zas! Te aparecen éstos bogas. Yo te quiero mucho, Andreíta. Pero sabés que no me gusta que me vengas a buscar a la seccional y menos sin avisarme. Cada vez que venís me revolucionás la tropa. Encima con esas calzas que te ponés fucsia, se te marca todo el culo. ¡Tapate, mi amor! Me hacés el favor. Mejor te cubro yo con mi saco. ¡No te des vuelta que te están mirando todos! ¡Sabés como son de babosos los poli! Y los reclusos ni te digo”.
De repente, en la mañana húmeda, pasó su brazo derecho por arriba de sus hombros. Aún podía escucharse la respiración de cuando recibió el llamado en su oficina de que un senegalés de unos veintidós años estaba frecuentándola. Le soltó el pelo para que cayera como flecha, rubio y planchado por la espalda. El golpeteo de un cenicero en un espejo que no estaba bien sujetado a la pared, se oyó. En vez de bajarle más el saco, prefirió levantárselo, para que los canas babosos que estaban amontonados en la puerta de la comisaría la vieran mejor de atrás y se calentaran un poco. Con carpa milica comenzó a apretarle el cuello con la mano cada vez más fuerte. “Me estás lastimando, Fran”, le dijo. Francisco le levantó el saco una vez más para que le vieran el culo mientras acercaba su boca a la oreja de Andrea, y su boca de ahogada ingresaba al auto apretándole el cuello con la cabeza baja para que se lo vieran de nuevo. “No quiero que hagas más esas cosas, Andreíta“. -Queé-, casi ahogada lo dijo. “De presentarle morochos de Senegal a Adriana. A lo mejor vos no lo entendés, porque sos mujer y son otros los códigos. Estos son favores que nos hacemos entre los hombres. Más en la política”. -Ah sí-, exclamó con más aire. “Sí. Sabés que pasa Andrea. No quiero que piensen que Augusto es cornudo”.

jueves, 6 de febrero de 2020

Curas sanadores

Y fue a mediados del 2012 cuando se produjo el juicio y condena a un abusador al que todos tenían como un santo. Entonces Hernán estaba en el banquillo y cuando se abrió la puerta y lo vio, después de aproximadamente veinte años, sintió el mismo escalofrío por la espalda que lo marcó cuando tenía doce años.
Hernán iba a un colegio de curas, pupilo, en Almagro. Y todos sus compañeros admiraban locamente al padre Claudio. Pasaban todo el día con él, escuchaban sus consejos, leían los evangelios y la biblia y hablaban de la doctrina social de la Iglesia, de los problemas para consolidar la democracia y de tanta injusticia que había que subsanar por esos años. Era seguidor de la teología de la liberación y tenía un espíritu político muy solidario, incluso hasta había caído preso en las protestas en la dictadura y protegido a varios peronistas exiliados. Era un ejemplo para todos. Si muchos querían tenerlo de profesor en el secundario y seguir aprendiendo todo sobre la doctrina de la Iglesia dedicada a los pobres, una opción de izquierda entre tanto facho.
Entonces el brillo de la sala iluminó la transpiración de la frente de Hernán y comenzó con el relato.
El cura Claudio me enseñó a leer literatura, poesía. Cantábamos canciones de protesta, íbamos a los campamentos, hacíamos fogones y traficábamos por las noches todos esos libros poco santos. Después de repetir las oraciones volvíamos todos juntos a los cuartos.
Un día sentí que tocaba la puerta. Le había pedido que me cubriera para salir de la escuela a una marcha en defensa de la educación pública y por un alumno al que le habían pegado y estaba internado. Y el padre Claudio solía cubrirte en esas cosas. El problema era lo que te pedía a cambio. Pero yo nunca creí del todo que así fuera.
Yo estaba recostado y él se sentó en mi cama. Le pidió a los otros chicos que se fueran y se puso hablar cómo en un confesionario. De lo difícil que era para él la vocación. Pero que había que ser fuerte. Que el Señor lo estaba mirando. Que yo era un poco chico para él. Pero que no tenía que preocuparme tanto. Que para eso estaban los adultos. Que él recién con la docencia encontró su lugar en el mundo y que yo con el tiempo iba a encontrar el mío. Que no me pusiera nervioso. Que tenía que estar calmado, recostado. Que es con la fe cómo se producen los milagros. Me explicó cómo aparece el deseo a mi edad y no podemos contenerlo. Y que con toda esa rabia contenida tenía que hacer algo. Es muy feo tener sensaciones nuevas y no saber lo que nos pasa. Que él me podía ayudar. Que excitarse a veces no es pecado. Pero tenía que ser célibe. Que él también había tenido doce años.
Fuerza hijo, me dijo. Que luchara por la educación pública, que era el último sueño de igualdad que nos quedaba. Que el podía ser mi guía espiritual si lo dejaba. Y que fuera a marchar, que él me cubría. Pero primero debía darle algo a cambio. Lo repetía mientras su mano corría por mi pierna, hasta encontrar al fin lo que venía buscando.
Le pedí que no lo hiciera. Luego mis padres me sacaron de la escuela y mis compañeros nunca me perdonaron que lo hubiera denunciado.
Cada vez había más marchas porque la represión a los estudiantes en las calles seguía, encima el chico al que le pegaron y estaba internado, murió. Si hasta incluso acamparon por días los docentes junto con los estudiantes y partidos de izquierda, y se solidarizaron artistas y cantantes de protesta por el caso.
Hernán se sentía cada vez más comprometido en su lucha y más libre en manifestar sus postulados. Por la paz, por la democracia, por la educación pública. Para que en este país de una vez por todas gobiernen los de abajo. Y para cubrirlo el padre Claudio le pedía cada vez un poco más. Y eran más frecuentes las visitas a su cuarto.
El juicio duró unos veinte años. Y se fueron sumando a la causa los compañeros de colegio que también habían sido abusados y que con el tiempo cambiaron su alegato, y eso ayudó a su condena. Aunque en la Argentina la condena por abuso es de sólo catorce años, y por buena conducta se reduce a la mitad y hasta algún año antes salen, si son vigilados. Pero Hernán igual festejó. Al igual que las organizaciones que defienden los derechos de los niños y el colectivo de mujeres que estaban en la sala y aplaudieron, que uno de los mil casos de abuso sexual a menores que hay y llegan a juicio, haya sido condenado.
El padre Claudio jamás se defendió y su defensa se basó en los testigos que lo conocían del barrio al que se había mudado. Que decían verlo pasear al perro, que era un viejo bueno, que iba a la iglesia y al almacén como cualquiera. Que de ninguna manera podía ser un abusador. Que ni siquiera sabían que era cura. Que no hacía nada raro. Que el pobre no tuvo hijos, pero que lo había deseado.
De pronto, habló. Cuando lo llevaban esposado. Y el silencio de misa se rompió y empezó a gritar: “Ustedes me condenan a mí, en lugar de condenar a la sociedad. Ustedes no entienden porque no son católicos. Esos chicos están solos. Algo tenía que hacer con tanta rebeldía como la que tenía Hernán. Ustedes no tuvieron los padres que tuve yo. A mí me obligaron. Si no me metía de cura la dictadura me mataba. Él quería ir a las marchas y yo lo salvé de algo peor. Lo sané. ¿Imagínense si se hacía comunista o algo? ¿O por qué creen ustedes que yo me excluí en el celibato?”.