domingo, 23 de diciembre de 2012

Te amo


“Tú solo, solo tú, sabes el modo.
De reducir el Universo a un beso”

“Copa con alas”, José Martí


TE AMO perdidamente
hasta que te encuentro
en un beso,
una caricia,
un abrazo,
una mirada.
Un recuerdo.

Te amo y por suerte,
este amor vuelve
“prolongado en mil ecos”.

domingo, 9 de diciembre de 2012

Bocacalle


BESOS BRUJOS EN LA NOCHE cafiola de Pavón y Salta,
en el barrio porteño de Constitución.
Travestismo de otoño que invita a mirar.
El sol de la República Dominicana no calentó sus calles.
Las calentaron los tipos, algunas fulanas, la esquina y el bar.
El semáforo en rojo.
Las almas en pena, pecando.
El vino, la pizza, la cerveza, el truco y escapar.
Escapar por un rato sabiendo por qué, sin mirar atrás.
Y su corazón perdido en una noche de luna llena intranquila, palpitando.
De lobos aullando, corrida de toros sin ornamenta, de gatos en celo en gira nocturna.
Aglomeración de autos que dan vueltas, que vienen y van.
Tranzas y más tranzas.
Y las chicas que preguntan:
-¿Vamos…?
Un pañuelo rojo se agita desde un hotel y el va, sumiso, como haciendo caso, deslumbrado por una morocha inquietante, como tanteando la noche.
-¿Estuviste con una dominicana alguna vez?-
-No, no estuve.
-Si quieres me voy contigo, papi.
-(,,,)
-¿Y…?
-(,,,)
-¿Vamos…?
Repetía su memoria al recordar: borracho, disperso, enloquecido, como queriendo olvidar lo sucedido y no.
-“Hola, mi amor…
¡Me quede con ganas! Llevame.”
-Dejame ver…, te digo después. Veo…
-¿Qué tenés que ver?
-“Dale, mi amor, llevame.
-(...)
-¡Que malo que sos!”
Y otra vez escuchaba:
 -“¿Vamos? ¿Vaamos…?
(No era siempre la misma voz)

Y a dónde iba a ir. Si lo único que quería era quedarse acurrucado haciéndose el dormido con los ojos abiertos y escuchar la noche de estrellas maquillada para la ocasión cayendo a sus pies, de rodillas a la altura de la cintura.
De serenata, de tango que por meloso se volvió bolero: cursi, arrastrado, más solo que acompañado sin poder dormir.
Cuando, de pronto, escuchó una voz masculina entre tantas voces femeninas que le dijo:
-¿Qué mirás, sos puto vos?
-(…)
- Sali de acá, chongo, pajero. Venoso... Olivá, tomate el palo, guachón.
(Le gritó otra voz no tan masculina)
-Enfermo, andate de acá.
.(…)
-No te das cuenta que si seguís jodiendo te vamo afanar.
¡Gatooo!
-(…)
-Vo no tené nada que hacer acá, rajaá.
-(…)
-Careta, te vamo a hacer cagar, rajaá, te digo.
-(…)
-¿Qué sos sordo? ¿Querés que te corte?
-(…)
-¿Sos sordo vos?
(Ya eran varios los que le gritaban y el clima se empezaba a poner espeso)
Algunos pibitos y algún que otro travesti y como en grupo somos todos guapos,  le decían:
 -“Quedate piola, gil”.
“Logi, dame veinte pesos para una mortadela y un pan y te dejo ir”- lo apuró el único fulano que se le acercó y no porque ofreciera alguna resistencia, sino por esas cosas del destino mientras los demás festejaban la osadía.
Y el boludo se los dio.
Se sintió acorralado, como si les debiera algo, por culpa por estar ahí, como teniendo que pagar peaje en una zona roja que cobra tarifa por mirar y él estaba mirando.
Tenía miedo, estaba temblando, transpirado, inquieto, porque se sabía sapo de otro pozo y se la iban a dar, o al menos eso sintió en ese momento, pero no se fue.
-¿Para qué mierda me metí acá?-, decía.
¿Para qué mierda?-
Fue ahí cuando se le acercó un cartonero  (o eso parecía) que ni siquiera se tomó el trabajo de mirarlo, porque no levantaba la vista del piso ni un instante y a los gritos le pidió merca, lo mangueó claramente: “Dame merca, dame merca, boludo”
Porque acá venís a coger o a comprar merca y vos no tenés cara de venir a coger.
-¿No tené…nooo?
-¡La puta madre! ¡A mí me tocan todos los boludos! Porque no tenés pinta de careta, vo. ¡Uuuhh… que ganas de estar papeado!
-Willy, si querés comprar yo te digo donde. Porque no me vas a decir que vos también sos puto. Por 100 p. nos dan un papel para los dos y lo tomamos juntos.
¿Te pa?
No le contestó, volvió a sentir miedo, sacó de su bolsillo 100 pesos y se los dio y siguió de largo sin escucharlo. Sin siquiera darse vuelta para mirar atrás, por miedo a que lo siguiera y mucho menos aclararle que no se llamaba Willy.
-Tené cuidado. Andá mejor en tu auto por acá, no estés caminando solo, lo aconsejo una traviesa de mirada dulce. Escondiendo sus zapatos de mujer en un talle de hombre y su amor no correspondido en un bolso de mano donde guardaba los preservativos y su corazón.
La elección tampoco era muy difícil, de los que estaban y las que estaban por allí fue la única que lo defendió y lo trató con dulzura y aparentemente no manifestaba ningún interés mezquino y ninguna propuesta comercial que prostituyera el vínculo.
Lo vio tan extraño, tan guachín, como pollito mojado entre tanto guacho: asustado, ajeno, tan distinto, que le dio por cuidarlo.
Pero igual, el pobre no le creyó, y esta vez sí se lanzó a la huida y empezó a correr y mientras más corría…, una voz conocida soplaba su oído cada vez más fuerte: aturdido, susurrando, como tulipán soplado por el viento que en la noche fría vencida al vivir le decía una y otra vez:
-¡Vos te estás portando mal!
¡Vos te estás portando mal! (con dedito y todo)
-Yo,  ¿por qué?, contestaba. ¿En qué me estoy portando mal?
-¡Porque no me trajiste un regalo!, le dijo una travesti.
-¿Y por qué te tenía que traerte un regalo yo? Si no te conozco.
-Sí que nos conocemos. Vos no te acordás, pero nosotros fuimos novios hace un tiempo. Yo te dejé hace unos años y venís a buscarme. ¿No te acordás…?
(El siguió sin contestar)
-Y especialmente porque yo lo deseo y en esta zona mi deseo es ley, porque este es mi reino. Mucho lo deseo, le dijo con la voz cada vez más suave: susurrando, como tulipán soplado por el viento en la noche fría vencida al vivir.
Por eso accedió.
-¿Y qué regalo querés vos…?-, le preguntó, siguiéndole ahora sí la corriente en un río de peces gordos que se comen los chicos por inexpertos en un lago azul, porque no saben jugar un juego que se juega sólo por las noches y en las bocacalles.
Le contestó:
-Una cadenita de oro, quiero…
-¿De oro?
-Oro 18, por favor- 
Parecía una mujer de tan joven. Quizás lo era. Quizás lo era.

Un pañuelo rojo se agita desde un hotel y el va, sumiso, como haciendo caso, deslumbrado por una morocha inquietante, como tanteando la noche.
Se llamaba…
-¿Cómo te llamás?
(A ella sí le pregunto, a diferencia de las otras)
-Micaela, ¿y vos?
-Yo me llamo Gustavo.

Tenía el pelo largo, lacio, morocho, los ojos aindiados, cintura de avispa dispuesta a volar y las alas atadas como detenidas en el aire a medio caer. Era joven, muy joven, parecía una mujer. Quizás lo era. Quizás lo era. Salía al toro por las noches noche, esperando que un torero perdido ensartara su paño color rojo en la arena caliente de una vez y para siempre, y la rescatara de la calle al son del bolero que toda mujerzuela quería escuchar, una vez que con lágrimas en los ojos y el alma en sus manos le confesara sus miedos:
-“Tengo miedo, torero. Tengo miedo cuando se abre tu capote. Tengo miedo, torero. De que el borde de la tarde, el temido grito flote. Pero cuando torero jugueteabas con la muerte yo me olvido de mi miedo. Y en ti creo torero…”-
-¡Tengo miedo!, decía ¡Y seguro es que vos (y no otro), venís a rescatarme!

Tenía el pelo largo, lacio, morocho, los ojos aindiados, cintura de avispa dispuesta a volar y las alas atadas como detenidas en el aire a medio caer. Era joven, muy joven, parecía una mujer. Quizás lo era. Quizás lo era. Salía al toro por las noches noche, esperando a un torero perdido para compartir el miedo al amor por el resto de sus vidas,  que huyo de una corrida embriagado por la atmósfera prostibular de un barrio liberado por la policía y por algunos cómplices cuando cae la noche, que la deseara como un loco y le quitara sus miedos, aunque sea por el tiempo que durara la calentura y le pagara tan solo para que ella no le hiciera preguntas.
Si total ya sabía todo lo que hay que saber sobre el amor: “que nace, crece, te hace sufrir y se va”, porque hizo el CBC de Sociología y leyó a Roland Barthes y sus fragmentos de un discurso amoroso (o se lo contó un compañero que le tiraba onda o quien sabe qué) y después no siguió y el sexo hace las veces de remedio al abandono y calma el dolor, aunque sea por un rato por pequeño que este sea. Si la primavera dura un segundo o a lo sumo dos y por las noches los días se pasan más rápido acompañados.

-¡Qué lástima que no encontraste tu placer!-, le dijo.
-Que no te vas esta noche conmigo-
Porque me llamo Brisa, no Micaela. Y como mi nombre verdadero, tendrás que descubrir otras cosas, pero eso siempre y cuando vos quieras.
-“Me podés encontrar por acá, por las noches, más o menos a esta hora, en la bocacalle”

Pero no le alcanzaba, quería algo más, que le dijeran que lo amaban y que lo amaran realmente, aunque esa noche parecía que nada le hubiera alcanzado y no había propuesta por tentadora que fuera que pudiera convencerlo o a lo mejor no la entendió.
Ni siquiera notó la diferencia que no fuera mujer, porque tal vez no la había. No la había.
Y rechazó su beso travesti sin garantías ni culpa ni prejuicio que le quitara el maquillaje y su perfume minutos después.
El amor mentido que lo aliviara, aunque más sea por esa noche. Si la que hasta ayer era su mujer tampoco lo amaba y lo miraba con desprecio, de reojo, a la distancia, como rechazándolo, como cachetada en la cara sin haber puesto siquiera la otra mejilla. Si la que hasta ayer era su mujer no lo quería ver más y le pedía el divorcio y le gritaba que se fuera, de todas las maneras posibles. Y él aunque más fuera con las ganas por un momento se fue.
Si los dos querían lo mismo: arañar la metonimia de una gesta de ruidos que los confundiera: “en esta noche, en este mundo” y no mucho más (¿o cuanto tiempo creen que dura el sexo cuando reemplaza al amor?), que les impidiera escuchar su corazón latiendo al oído, despacio, al menos una vez un poco más fuerte.
Porque ella sabía perfectamente que él no era el amor de su vida y ella tampoco su ex  y lo único que deseaba esa noche era brindar con champagne sin burbujas por un amor furtivo, de torero extraviado por sus besos brujos y por sus fracasos, como si nada hubiera pasado, porque el amor es eterno mientras dura el amor y se prolonga su eco en espejos quebrados.
¿Y cuánto tiempo más?, ¿Cuánto tiempo?
Si el amor es el recuerdo que a menudo repite la ilusión de amar.

Me atrevo a contarlo ahora porque pasó mucho tiempo y porque Gustavito jamás se va a enterar que lo hice. Porque aunque nos haya contado a mí y a otros amigos, en una noche de alcohol esta historia a medias, inconclusa –supongo-, como si nada, en suspenso, a la que escuchamos de un tirón como si fuera del todo cierta, sin interrumpirlo ni hacerle preguntas, como si nos hubiera dicho reamente la verdad de lo que pasó. Y en todo caso, ¿a quién le importa?
Todos sabemos que nunca podrá olvidarse de ella, porque la brisa de otoño lo llevó a buscarla otras noches y no la encontró.
Y todavía guarda la cadenita de oro 18 que le compró en la calle Libertad.
Si el amor es el recuerdo que a menudo repite la ilusión de amar.
Y él, por descuido o por temor perdió la ilusión, una noche de tantas, en alguna bocacalle.


viernes, 7 de diciembre de 2012

Bánfield


BANFIELD ES UNA ESQUINA, una historia de tantas. De amor y de engaño, de horror tal vez. Desolada, triste, perdida. Que me cuesta contar. Porque hay historias que uno lleva mordidas en la garganta y las lleva durante mucho tiempo, hasta que un día siente que las debe escribir, aunque al hacerlo traicione el relato prestado de los retazos de vida de muchos conocidos, aunque les cambie los nombres.

Bánfield es una esquina, el olor de los tilos de la calle San Martín, las flores de virgen en los jardines, las ventanas abiertas… y las hojas caídas ¿Y qué más?
Un perro.
(Se llamaba Homero)
Un hombre.
(Le decían Coco)
Una mujer
(Se llamaba Mabel)
Un hijo…
(Su hijo y el de ella)
Y algunos vecinos como nosotros, que hubiéramos querido que no sucediera.
La loma de Zamora encorvada hacia el oeste sobre la calle Santa Fe, la curva de Uriarte hacia el cementerio, el Camino Negro más negro que de costumbre…
¿Y qué más? ¿Qué más? -que no me acuerdo-.

Espero me disculpen por contarlo y mucho más por contarlo así, pero necesito hacerlo.
El grito de gol del Florencio Sola, casi siempre atravesado en la garganta y esta vez campeón. El ruido de las bocinas flameando banderas verdes y blancas hacia Bánfield Este, festejando por fin la victoria contenida del “Gran taladro del sur”, como lo llama mi suegra.
Pero la alegría duro poco y nada, demasiado poco para mi gusto y el de todos.
Del otro lado de Pavón, la muerte de un hijo se estaba llorando, fanático de Bánfield también, al igual que su padre. De la barra brava –decían-, que murió de un paro cardíaco después de verlo campeón la noche del festejo: tranquilo, dormido, custodiando, en el dormitorio de su casa, a la vuelta de la de su padre, mientras descansaba con su hija por última vez.
Voy a decir una barbaridad: “Pero al menos lo vio campeón”, al equipo de fútbol de Bánfield me refiero. Porque aunque les parezca mentira para él era muy importante.
Saben que no se sacó el gorro de lana con los colores del club durante todo el campeonato y eso que hacía calor, “por cábala”, decía.
–Que se yo-.
¿Y qué más? ¿Qué más? -que no me acuerdo-.

No fue la única muerte.
Por desgracia hubo otra después y otra más.
En la luz de la calle que no quiso prender esa noche. No quiso. No hubo manera.
Prendieron los patios, las cocinas, las mañanas, las sillas en la vereda, algunas ventanas y algún que otro farol.
Pero la luz de la calle no quiso prender esa noche. No quiso. No hubo manera.
Algunos llamaron a la empresa de luz y nada.
Algunos llamaron a la suerte y nada.
Algunos llamaron a la policía y nada.
…Nada.
Hasta que el silbido del tren retumbó en lo de Coco, como un tango bajo de paredón y después al sur, por el viento este que arrastra la muerte y el dolor en remolinos.
Fue ahí cuando escuchamos otro grito, pero esta vez no fue de gol, ni de campeón, ni de festejo, ni nada parecido.
Corrí hasta su casa, asustado, temblando de miedo, nervioso, traspirando, como sabiendo lo que iba a encontrar.
-Lo miré de frente, pero no pudo mirarme a los ojos-.
Todos sabíamos lo que iba a hacer. Su mujer y su hijo se fueron de la vida antes que él y planeaba venganza. Su esposa Mabel falleció hace unos meses y cuando Coco empezaba a reponerse de su muerte, pasó lo de su hijo y ya no tuvo forma de soportar el dolor.
Nadie iba a culparlo si lo hacía y hubiéramos ocultado la evidencia de haber querido, pero no quisimos.
Estaba contra la pared, plasmado, con un cuchillo en la mano manchado de sangre. Esperando…
–Que se yo-.
¿Y qué más? ¿Qué más? -que no me acuerdo-.

No les conté que Homero se quedó en la esquina, sin irse del barrio. Homero era un perro que vivía en la otra cuadra. Se ve que a él también le gustaban los árboles de tilo de la calle San Martín, como a todos nosotros y por eso se quedó. Era amigo de Coco, muy amigo de Coco, como todos nosotros.
Se quedó esperando a su dueña que se mudó a la capital hace un tiempo y lo dejó abandonado, y nunca más volvió a buscarlo, confiada que entre todos nos íbamos a cuidar los unos con los otros, pero se equivocó o simplemente no le importó.
Antonio que vivía en frente intentó adoptar a Homero, pero este no quiso, incluso fue su único hijo el que le puso el nombre, porque en realidad no sabíamos como se llamaba.
El muchacho de la garita, también quiso adoptarlo, pero tampoco aceptó. Prefirió ser de todos y de ninguno. Se hizo amigo de Coco, muy amigo de Coco, como todos nosotros también.
Sin embargo, todos nos creíamos un poco sus dueños, porque él nos lo hacía sentir así.
A todos nos acompañaba, nos buscaba, nos movía la cola, nos hacía compañía, nos defendía de cualquier peligro. Nos visitaba un rato y se iba. No pedía comida ni tenía sed, quizás era por eso que todos le daban un poco de agua y comida por que lo querían.
Mi mujer y yo lo curamos un día después de una pelea de la que salió mal herido y es probable que por eso nos recuerde con cariño.
Pero esa noche no pudimos salvarlo.

Yo no corrí esa noche hasta la casa de Coco, como dije hace un rato –les mentí-, porque de verdad me hubiera gustado haberlo hecho, pero no lo hice. No estábamos. Estábamos de vacaciones en Torres, Brasil. Ni siquiera escuché el grito desgarrador que se oyó desde su casa, ni lo vi esa noche, ni siquiera a Bánfield salir campeón, pero puedo imaginarlo.
–Que se yo-.
¿Y qué más? ¿Qué más? -que no me acuerdo-.

No me acuerdo porque me lo contaron y tuve que armar la historia a través de diferentes relatos: uno más triste y menos creíble que el otro.

Dijeron y se siguen diciendo tantas cosas de Homero:
que se trenzó en una pelea despareja con tres lobos,
que se fue detrás de una perra,
que se estancó en el lodo,
que cruzó la calle sin mirar y lo mató un auto,
que lo metieron en una camioneta
y lo tiraron por Camino Negro,
que lo metieron en una bolsa,
que lo envenenaron,
que lo vieron por Témperley,
que lo vieron por Lanús.
Antonio creyó oír el grito por todos lados y se mandó solo a buscarlo: desesperado, pero no lo encontró.
Por la estación de Escalada primero, por la cancha de Talleres, por Llavallol, por Adrogué, por Burzaco después. Desconsolado, sin mayor suerte.
Dicen o dijeron:
 –ya no me acuerdo porque me lo contaron y el relato del relato siempre es menos verosímil y un tanto trastocado-,
que lo vino a buscar la dueña anterior y que se lo llevó a la capital,
que se fue de vacaciones a Torres, Brasil, con nosotros y que le gustó tanto la playa que nunca más volvió,
que todavía está festejando en las tribunas de la cancha el campeonato de Bánfield,
que defendió al hijo de Coco de un paro al corazón y que perdió,
que lo defendió a Coco en su pelea contra la muerte y la de su esposa y que perdió a medias,
que se puso adelante para salvarle la vida y que lo mataron.
“Dicen…”,
-porque yo no lo vi y lo cuento porque me lo contaron-, sino tampoco podría hacerlo, ni decírselo a alguien y quedaría como tantas otras cosas que quedan ahí, doliendo, clavadas para siempre en una sucesión sin herencia ni relatos a los que poder abrazar.
Porque en las esquinas de Bánfield, los amigos se heredan y también los cuentos y el dolor después y convivimos con eso, como tantos, como otros.
–Que se yo-.
¿Y qué más? ¿Qué más? -que no me acuerdo-.

Beba que es una vecina del barrio de toda la vida, por ejemplo, dice extrañar la calle Cabrera donde vivía de chica, a pocas cuadras de acá, y no deja de decirlo a quien esté dispuesto a escucharla ni bien puede y ni siquiera se anima a volver y eso que solo queda a un par de cuadras, y prefiere extrañar y contar, antes que hacerlo y volver, y cambia un poco la historia cada vez que la cuenta para no aburrirnos, y todos la escuchamos, aunque nos canse el relato y sepamos de memoria el final.
Y a ellos –me refiero a Homero y sus amigos-, los extrañan la calle Aráoz, justo donde se cruza con la calle San Martín, la esquina -mejor dicho-. La esquina que fue su corazón y su abandono el de todos. Una perla, una cicatriz en el lomo de una vida sin collar que los ahogó a los dos (o a los tres o a los cuatro y a no sé cuantos más…).
–Que se yo-.
¿Y qué más? ¿Qué más? -que no me acuerdo-.

Bánfield es una esquina, una historia de tantas, la memoria de algunos como yo
y el silencio de muchos por temor que el recuerdo los ahogue en llanto y los haga extrañar… Un cementerio doblando por Uriarte con más de una flor.
Un farol… Una luz de la calle que no quiso prender esa noche. No quiso. No hubo manera.
Bánfield es una esquina, en la que Homero, el hijo de Coco y su mujer antes, ya no están.
¿Y qué más? ¿Qué más? -que no me acuerdo-.

Nadie iba a culpar a Coco si lo hacía y hubiéramos ocultado la evidencia de haber querido, pero no quisimos.
Estaba contra la pared, plasmado, con un cuchillo en la mano manchado de sangre. Esperando…
Esperando que otra vez su hijo de vuelta la esquina de la calle San Martín doblando por Aráoz con olor a tilo, con el gorro de lana puesto -aunque hiciera calor-, con los colores de Bánfield soñando que esta vez sí, iban a ser campeones y lo viniera a visitar como todos los días, como tantas veces. Aunque sólo el recuerdo ahora lo mantenga vivo o algo así.
Porque la pared de su casa que da a la calle no lo sostiene cada mañana, lo sostiene el recuerdo.
¿Y qué más? ¿Qué más? -que no me acuerdo-.

Después… Coco levantó el cuerpo de su esposa y el de su hijo y se puso espalda con espalda con Homero, porque era un perro acostumbrado a pelearle a la vida y que sabía perfectamente lo que era perder, pero además era su amigo y no quiso abandonarlo en ese preciso momento. Y salió disparado en dirección a la calle.
-Lo cuento como me lo contaron porque yo no estuve allí-, lamentablemente y me duele también por eso.

Todos nos quedamos atónitos mirándolo como un fantasma y lo seguimos haciendo: todos tocamos su sangre, todos retiramos el cuchillo de su mano, con cuidado y con miedo, todos nos declaramos un poco culpables. Porque todos sabemos fehacientemente que entregó su vida a quién sabe qué. Porque si se van los que más queremos y no los seguimos, no estaría bien.

(Todos seguimos atónitos mirándolo cada mañana como si fuera un fantasma)


Coco fue hasta la esquina, miró para un lado y para otro, hizo de cuenta que se olvidaba algo y volvió….solo, en el amanecer de cada mañana y cada mañana, asustado por lo que había hecho. Entro a su casa, tomó la bordeadora, salió a la calle y cortó el pasto por enésima vez.

lunes, 19 de noviembre de 2012

Nubes grises


COMO SI PASARA LA VIDA deslizando una venganza planeada al nacer. Como nubes grises marcadas de gestos hostiles, desprecios y contratiempos nublando a diario el colorido paisaje de una estación de tren.
Fue cuando ella me cantó al oído.
Fue el sol, el buen tiempo, el calor…el frío… que arrugó su cara de niña. Porque cada quién está solo y ella estaba sola luchando… por la vida, sin saber por qué y no reconoce a nadie en el regreso a su casa con destino a Glew. Y yo tampoco. Yo tampoco la reconocí ese día o nunca más la volví a ver.
Aún así, todavía escucho su voz en los vagones de los trenes que salen por las tardes desde Constitución: disfónica, rasgada, triste, con el tiempo cada vez más parecida  a la de Gaby Moreno en el video que tanto le gustaba ver, por momentos temblorosa por el cansancio, por el qué dirán, por la paga, por si la limosna será suficiente, por si alcanzara acaso para llevar un plato de comida a su casa para ella y para su abuela en un día de tantos repetidos a diario.
Fue cuando ella me cantó al oído.
A mí y a tantos otros, que también cansados, hacíamos el camino de regreso de nuestra rutina laboral con una canción…
Prepotente, suave, tierna. Invasiva, tímida, inconclusa, que nadie le había pedido, pero que cantaba igual aunque no quisiéramos y que algunos disfrutábamos cuando teníamos la suerte de encontrarnos con ella. A la gorra como los artistas callejeros, a voluntad como los diarios que te venden en los andenes por una pocas monedas cuando deberían regalarlos, escamoteando las leyes donde la ley se confunde. A merced de la compasión de una mano solidaria que lave las culpas de muchos de nosotros.
Dulce al oído en el contrapunto con Arjona:

“Fuiste tú,
de más está decir que sobra
decir tantas cosas,
o aprendes a querer la espina
o no aceptes rosas.
Jamás te dije una mentira o te inventé un chantaje,
las nubes grises también forman parte de paisaje.
Y no me veas así,
si hubo un culpable aquí…
Fuiste tú”.

“-Muchas gracias por haberme escuchado.
-Espero les haya gustado la canción.
-Para los que puedan colaborar les paso la gorra. Está un poco sucia, pero no se preocupen, las manos de muchos de ustedes también.
-Mi nombre es Charo.
-Tengo 11 años.
-Mañana cumplo 24”.


Lo decía segura, con la voz menos temblorosa que antes. Como habiéndose sacado un peso de encima aunque sea por un rato, pero igual de rasgada. Como sabiendo que la vida pasaría más rápido cantando la misma canción en los vagones de un tren: en voz baja, al oído, susurrando. Como flores que se abren con el sol, aunque lo tapen las nubes, cuando la infancia interrumpida de una niña por el rouge de su boca se desola mujer

domingo, 18 de noviembre de 2012

Encuentro


Me hubiera pasado horas mirándole la boca.
Me hubiera quedado en esa mirada durante toda mi vida.

Desencuentro


Seguramente dice mucho más de nosotros
lo que callamos durante mucho tiempo.
Yo te quería y me callé. Hasta que no pude ocultarlo más
y lo dije. Se notaba demasiado.
Y en ese no decir y esperar me hice fuerte.
Y entre otras cosas… ya no tiemblo.
Mi cuerpo se re-encontró en el tuyo
y  fue el mejor regalo que me hicieron en toda mi vida.

Eso sentí la primera vez que estuvimos juntos.


La descubrí y me enamoré como un chico. Yo estaba casado. Ella no. Nos conocimos en el trabajo. Era dueña de una belleza enfurecida, ni alma ni diamante y de todas mis miradas. Su sonrisa, una emboscada; pero su ceño fruncido y su gesto de enojo fueron para mí mi sur. Sus ojos un enigma, bellos, penetrantes, llenos de preguntas.
Pedían ayuda.
Nos acompañábamos a la hora de la siesta.
-Se lo dije:
-Y ella pareció no oírme.
-¡Es que no se lo dije esa tarde! Se lo dije en un bar en San Telmo la noche previa a su cumpleaños número veinticinco. Le pregunte que hacíamos con eso que nos pasaba y ella dijo… nada.
Nada, dijo, como resignada, como caminando por enésima vez su calle melancolía, en el número siete, recién mudada a Boedo.  Pero no “me”  dijo. Dijo. Y en ese dijo dejo caer la llave de su puerta entreabierta, apenas entornada adelante mío. Para que yo lo notara, por descuido, por lo visto segura de lo que iba a suceder porque era su única llave.
Dijo algunas otras cosas esa noche en el bar, pero no muchas, algunas cosas más de forma que de fondo por lo que no le dí mayor importancia, “que se sentía conmocionada y que estábamos inmersos en un berenjenal”.
-Pero no la escuché. Al menos no del todo.
-No estoy seguro que la frase sea literal y mucho menos que significaba berenjenal en ese momento si estábamos juntos-
-Pensé:”Esto que pasa lo tengo que arreglar, pero necesito un poco de tiempo. Nada más que eso. Tengo la cabeza partida en dos y el alma en sus brazos y en esas condiciones hago lo mejor que puedo”.
- Se lo dije.
Y nos besamos… como si en ese beso pusiéramos en juego el resto de nuestras vidas, en el suave rayo de luna que alumbra por los cuerpos una vez cada tanto. Nos besamos en un beso largo, prolongado, que hasta el día de hoy perdura, ni tan fresco ni tan joven, como aquel, porque yo ya no era un chico.
-Y ella me creyó.
-Pero yo no. Porque por lo general no me creo las cosas que digo.
-Acaso dudé. De mí. No de lo que iba a pasar.
Porque por lo general no me creo las cosas que digo, pero si las que hago.
Es que cuando me aíslo te estoy cuidando. Pero hay fantasmas y hay prisa.
Y en éstas condiciones hago lo mejor que puedo.
El destino quiso que hoy estemos juntos y no dentro de dos años (como ella creía) ¡Y está muy bien! Pero para que nazca algo nuevo tiene que morir algo viejo (las dos eran incompatibles).  Irremediablemente.
Y vos por miedo o por amor decidiste ir al velatorio conmigo. Como yo decidí hacer el amor con vos incondicionalmente.

-Si vos querés, yo quiero.
-Si querés llorar, quiero.
-Si querés reir., quiero.
-Si querés esperar. Yo quiero.
-Y si querés amar, por supuesto que quiero.

La suerte está de nuestro lado, pero te pide que elijas.
 -“Yo no tengo suerte”, decías.
-Pero no te escuché.
De todos modos estoy haciendo trampa porque yo ya te elegí. Y pienso insistir.
-“Y yo sí tengo suerte”, murmuré.
-Esta vez sí.
Porque el amor no pasa. Te atraviesa. Te desbasta. Te envuelve. Te ilusiona.
Ya no hay fantasmas ni hay prisa y si los hay: ¿qué?

Nos acompañábamos a la hora de la siesta.
Nos besamos… como si en ese beso pusiéramos en juego el resto de nuestras vidas, en el suave rayo de sol que alumbra los cuerpos una vez cada tanto. Nos besamos en un beso largo, prolongado, que hasta el día de hoy perdura, ni tan fresco ni tan joven, como aquel, porque yo ya no era un chico.
Por segunda vez o tercera, o cuarta o quinta vez.
En el departamento de Boedo donde ella vivía. Subiendo al séptimo piso. Calle Colombres. Ella se sacó la camisa y yo también, cuando la vida se desbrocha un botón y después otro frente a tus ojos y te muestra la manzana prohibida que adivina la intención. Fuimos del dormitorio por el pasillo a la cama. Desnudos, no tan despacio. Entonces el sol de la tarde entraba por la ventana de su cuarto, clandestino. Dos cuerpos temblorosos se encontraron por primera vez de aquel modo. Y un amor retenido, agazapado, esperando.

El de ella era tímido, el mío seguro.
El de ella apurado, el mío quería ir despacio.
El de ella algo esquivo (como detenido), el mío incansable. De ojos abiertos.
El de ella titilante y de ojos bien cerrados.
No había tenido novios (o eso le escuché repetir alguna vez). Tal vez lo fantaseé, como tantas otras cosas imaginando este encuentro.
Su amor era simple y complicado, complejo tal vez.
El mío rebelde., de gritos callados.
Los dos tenían cicatrices que no habían cerrado.

Sería mentira decir que ese día empezó todo. O decir que fue el día de su cumpleaños una semana atrás. O seis meses antes.  O cuando tomábamos el colectivo después del trabajo. O cuando caminamos por Av. Entre Ríos buscando zapatos. O tantas otras veces con cualquier excusa. O cuando simplemente caminábamos.
"Se trata de un tiempo más sutil que se escurre a las medidas. Nos amamos hace una vida. Hace un momento. Nos amamos sin certeza del principio, por eso no sabemos si este amor terminará alguna vez”, decía ella.
Ella era virgen y no.
Yo no era virgen y sí.
Ella temblaba, yo no. Ya no.
Dejé de temblar al hacer el amor  (a veces al dormir) gracias a su compañía.
Dejé de maltratar mi cuerpo. De descuidarlo.
Ella me pasó una receta con algunas indicaciones -quizás por eso- que yo guardo en un cajón:
 “Te amo y en ese te incluyo tu cuerpo. Sos tú cuerpo. Sos en tú cuerpo. Por eso amo tú cuerpo. Por eso desespero cuando te dejás doliendo. Por eso desespero ante el abandono. Rompamos con la lógica del cuidarse es quererse. Para quererte estoy yo, pero no dejarías que te cuide todo el tiempo, ni pretendería hacerlo. Hay algo más allá de lo automático del organismo que te reclama, te convoca. No te vayas”.
Lo decía casi como súplica, como pidiendo ayuda, reclamándome que me ayudara, que confiara en mí, que todo iba a salir bien en la vida a pesar de…
Siempre tuve tendencia al aislamiento. Pero sus caricias fueron la llave, las mismas que dejó caer aquella vez. Siempre expresé con el cuerpo las voces que callan. Puede parecer que estoy y no. Los movimientos  y las palabras son las mismas y no. Porque yo no estoy ahí, al menos no del todo, pero siento. Lo que siento si está ahí. Y están real que tengo que irme cada tanto para soportarlo, porque no puedo; pero vuelvo, siempre vuelvo. Porque yo estoy donde están mis sentimientos.
Dejé de dejarme querer para querer como nunca antes había querido.
Dejé mis miedos de lado y los de ella.
Dejé a mi ex.
Y estaba dispuesto a dejarla a ella también planeando el desencuentro.
-Me miró con lágrimas en los ojos y con el mismo amor y paciencia de siempre me contó la historia de un muchacho que estaba decidido a dejar a su amada. Había pensado como decírselo una y otra vez, lo planeó, lo practicó frente al espejo y se lo iba a decir.
Cuando se encuentra con ella el silencio lo salva y en lugar de dejarla –el amor lo traiciona- y le dice que la ama.
A lo que ella le contestó con más lágrimas en los ojos:
-“Yo también”.

sábado, 20 de octubre de 2012

La esquina es mi corazón


-¡HAY QUE MATAR A LA CHANCHA!
-¡Hay que matar a la chancha!, decía en voz alta.
A los gritos, una y mil veces si era necesario, desde la esquina de Serrano y Paraguay, tirado en el piso, acolchado con una frazada a cuadros que le regalaron unos gringos para cubrirse del frío. Porque por Palermo actualmente pasean muchos gringos y muchos de ellos son franceses. Por eso le pusieron “Cochon”, de sobrenombre, claro, por lo de la chancha, supongo. Y así lo llamamos en el barrio todos ahora.
Los turistas franceses juraron que el vagabundo hablaba francés a la perfección y que no tuvo inconvenientes para hacerse entender, que conversaron fervorosamente largo rato y desde entonces le quedo el apodo
¡Mirá la frazada que me regalaron! ¡Miraá…, decía!
(Nadie lo miraba, pasaban de largo, apurados, como si no estuviera)

No había vacío en su vida porque no había gesto posible que acaso lo llenara. No lo había.
Hablaba noches enteras hasta la madrugada y como a todos nos sobran las palabras, hablamos, incluso cuando estamos solos, incluso cuando debemos callar, pero él no molestaba a nadie y no tenía porque callarse. ¿Qué otra cosa iba a hacer?
Tenía cierta dulzura en los ojos y una oscura melancolía francesa en la mirada que me atrajo, pero no me acerqué. Al menos no en ese momento.
Lo miraba de lejos las veces que pasaba por allí, hasta que un pacto de esquina se rompió de golpe y entonces lo hice. Tanta curiosidad me causaba el linyera que un día me dispuse a conversar con él y cuando repitió su tan famoso:
-¡Hay que matar a la chancha!
-¡Hay que matar a la chancha!, le pregunté:
-¿Y por qué hay que matar a la chancha?
(Se quedó pensando unos minutos, como si no esperara que alguien le hiciera la pregunta)
-¿Cómo por qué?
-¡No te das cuenta!
(Se quedó pensando unos minutos más para hacer tiempo esta vez)
-¡Un problema menos!
-¡Un problema menos!, repitió a los gritos y se echó a reír a carcajadas, como si tampoco él se creyera lo que acababa de decir.
No me convenció su respuesta, ni su risa, ni su mirada cómplice, ni nada y preferí seguir adelante con mis preguntas, aunque supuse que lo incomodaba:
-¿Y hasta cuando te vas a quedar acá? ¡Así!, gritando digo.
-(…)
-¿Hasta cuando?
-¿Cómo hasta cuándo? Hasta que cambie el semáforo.
-¿Éste semáforo?
-Sí, éste semáforo. ¿Cuál otro va a ser?
-Yo pensé que lo que te interesaba era matar a la chancha, no el semáforo.
-¿A la chancha…? ¿A qué chancha? Noo. ¿Porque pensaste eso?
-(…)
-Lo de la chancha es una excusa. Lo digo para llamar la atención, nada más.
-A mí no me importa la chancha. A mí me importa la esquina.
-¿Y por qué la esquina, no era el semáforo?
-¿Qué? ¡No te das cuenta!
- No, no me doy cuenta.
-¿En serio me decís? ¡No te das cuenta!
-No.
-Porque la esquina es mi corazón y si no fuera por el semáforo nadie se detendría a escucharme.

martes, 2 de octubre de 2012

Boca de lobos




HABLABA SOLO. Así lo encontró su padre, sentado en el furgón del camión de mudanza, mirando con ojos sin retorno la casa donde vivían, como si nunca más la fuera a ver. La casa, que en realidad era un departamento en planta baja sobre la calle Gurruchaga, se borró de su memoria por completo por un tiempo, al menos hasta hoy.
Pero a la distancia todo se ve distinto.
Nunca más estaría su abuela Roxana asomada a la ventana charlando con cuanta vecina pasaba por allí, alargando las tardes en la primavera callada del ‘79.
Ni Mariela arrancándole los pelos a cuanto “negro”, como decía ella, pasaba por la puerta corriendo a su hermano, Ricardo, con el afán de obligarlo a seguir jugando a las escondidas. Un juego -que por contar siempre él- había dejado de divertirlo y por eso escapaba.
Los “negros”, como decía su hermana mayor eran el Indio y Víctor; y como eran más grandes que él, se sentía en la obligación de defenderlo como podía: con uñas y dientes, subida a un banquito, desde lo alto, en la ventana de su casa. 
Eran dos chicos de los conventillos de Palermo viejo cruzando Honduras, que paraban en la feria de Nicaragua vestidos con ropa deshilachada y calzados con zapatillas que de Flecha le quedaban sólo la suelas: gastadas, confeccionadas con retazos de distintas telas: lisas, floreadas, de jean y con cordones de diferentes colores.
No podían alcanzarlo a Ricardo, si no por supuesto le hubieran pegado. Por “cheto”, por tener las zapatillas sanas y limpias -ni siquiera mejor que las de ellos, marca Pampero-, pero nuevas, motivo más que suficiente para envidiarlo y castigarlo de ser posible.
Ricardito tenía experiencia en eso de correr y esquivar sopapos. Además contaba con la ayuda incondicional de su única hermana, y no era poco.

HABLABA SOLO. Así lo encontró su padre, sentado en el furgón del camión de mudanza, mirando con ojos sin retorno la casa donde vivían.
Pero no miraba la casa, si no la ventana, por última vez. Buscaba algo. En esas visiones que el viento deshilacha y sopla basuras en los ojos que impiden mirar con claridad, que molestan; porque ya nadie estaba allí, excepto la mancha de sangre en la persiana otra vez baja, que todavía creía ver. Queriendo confundir recuerdos con quien sabe qué en la esquina de un rosal lleno de espinas.

-¡Andá para la cabina del conductor!, ¡Ricarditoo!
-No te lo quiero volver a repetir-

Y ahí nomás, su padre le voló un mamporro. No le dio tiempo a moverse y la cachetada sonó como un látigo en la mejilla de Ricardo, como tantas otras veces.
Creyó reconocer su ira desde entonces, la siguió viendo florecida en el ayer: marchita, olvidada, pero viva.
Pero no lloró. Nunca lo hacía. Ricardo no sabía llorar.
Mordió los dientes, como siempre, refunfuñando y se fue para adelante, a la cabina del conductor, sin chistar.
El camión con sus pertenencias –junto con ellos- estaba en marcha. Había un coche de policía apostado en la esquina. Como muchos en esos años conocía la calma que anticipa la tormenta, aunque sólo fuera un niño. Ricardito notó que su papá se puso más nervioso que de costumbre, y ya era mucho.

-Arrancá, Ulises, arrancá.
-Arrancá, que se nos hace tarde. Y ese auto de policía que está ahí, parado atrás…¿Lo vés?.
-¡No mirés, pelotudo! No me gusta nada-

Por fin, el camión partió a destino. Además una orden de su papá era una orden, para cualquiera que escuchara ese tono de voz. Mientras la calle Gurruchaga se terminaba sin dejar huella y doblaba por Warnes sin que nadie los siguiera. Llevando consigo bajo el brazo las primeras horas amargas de su vida.
Con el correr de los minutos, las lágrimas del espejo interior de Ricardo se fueron secando con un pañuelo de seda azul color cielo que heredó de su abuelo materno al que prácticamente no conoció y disfrutó del viaje. La bronca se le fue yendo de a poco y descubrió el placer de observar todo desde la ventanilla. El sol se  reflejó en sus ojos y en los cristales, en ese puente de sueños que oscila entre la oscura sombra y el reflejo de su vida. Al lado del asiento del chofer se sentía importante, acompañado, contenido, aunque sea por un rato.
Su padre no habló en todo el trayecto. Hasta qué, fastidioso porque Ricky no dejaba de leer uno por uno todos los carteles con el nombre de los negocios que veía en voz alta, le gritó:

-¡Callate!
Pero fue sólo un grito, esta vez.
(Por suerte, no hubo violencia)

El flete dobló por Campichuelo y cruzó la Avenida Díaz Vélez por una calle que a las pocas cuadras se corta por la vías del tren Sarmiento, escondida entre los parques Centenario y Rivadavia (o Lezica), empedrada, repleta de arces y paraísos, al costado del Hospital Durand.

-¡Llegamos!, dijo Ricardito, con el corazón que se le salía del pecho.
-¡Llegamos!, repitió su padre.

Cuando Ricardo entró a la casa de Eleodoro Lobos en Caballito se encontró con dos puertas con cerrojo pero sin llaves abiertas de par en par, un patio cerrado con vidrios y un cielo color azul como su pañuelo de seda, que al verlo, le permitió sonreír por un instante y una escalera que lo conducía, luego de pasar por una pieza ubicada en un entre piso, a un jardín repleto de pájaros y de flores: había zorzales, colibríes, botones de oro, cabecitas negras, mirlos y una calandria mora que no paraba de cantar. Las flores eran muchas y distintas, pero sólo reconoció los claveles.
Había un macetero de cemento que cubría todo el frente y alegraba su vista, con plantas que trepaban sobre las paredes de la terraza  recostadas sobre el verdín que le dan los años y la humedad a las casas viejas.
Pero si la vivienda estuvo desocupada durante mucho tiempo y es por eso que se la dieron a su abuelo paterno por un alquiler insignificante, ¿quién regaba las plantas y las flores y le daba de comer a esos pájaros? ¿Quién guardaba todas esas pelotas de fútbol allá arriba? ¿Quién?
Fue entonces cuando descubrió a una señora en el balcón de la vivienda de al lado observándolo con ojos inteligentes, desconfiados, sin decir palabra. Para meterse luego, hacia el interior de la casa color marrón de dos plantas con terraza donde ella vivía, ni bien lo vio.
Su balcón del primer piso estaba pegado a su azotea, lo miraba de costado, como lo miró, por unos segundos, su nueva vecina en esa mañana de cristal. A la primera luz de un nuevo día.
Rickyto, como lo llamaba su abuela, corría de un lado al otro, contento, traspirado en el asfalto resbaladizo ya caliente por el sol, contra el mediodía, casi tarde.
Jugaba al fútbol con las tres pelotas que encontró al mismo tiempo, no le bastaba una, las hacía rebotar contra la pared, sin cesar. Era un especialista en eso. Lo hacía una y otra vez, gambeteando telas de araña, saltando de alegría en su partido imaginario sin estadio, ni gente, pero de pelotas nuevas y encontradas dispuestas a hacerlo feliz. Su mirada y sus pies volvieron a iluminarse y murmuró… “donde se oculta el silencio, en la voz de los follajes de una enredadera, el jugar con los recuerdos, con la tristeza profunda, en las noches estrelladas, en las alas de los vientos de la luz de la mañana, y vio entonces como se formaban figuras sobre la pared de la terraza a orillas de la vida, vagamente…”
Cuando un  baño de agua fría lo volvió a la realidad de un baldazo, al grito de su padre:

-¡Bajaa Ricardoo!
-¿Qué carajo estás haciendo ahí arriba?
-No ves que no hay nada-
(Su papá no había visto lo que vio él, por eso el enojo)

-Vení ayudar a tu mamá y a tu hermana a desembalar las cosas, que yo estoy con el señor de la mudanza entrando los muebles y no doy a basto.
-¿Qué querés que lo hagan tus abuelos?
-¡Bajaa Ricardoo!
-No te lo quiero pedir ni decir más-

Ricky bajo de inmediato. Quería contarle a su papá que en esa terraza de sueños iban a poder tener el criadero de perros que por falta de espacio no tuvieron en el departamento de Palermo. Y que en el lavadero podían poner los pájaros que aunque no fueran  silvestres –como él los había visto- podían ser canarios de colores: verdes, marrones, rojos, azules, amarillos y  por que no, también de canto clásico. Ricardo tenía el oído adiestrado por la práctica para reconocer cuando un canario roller cantaba bien y cuando no, aunque su canto estuviese perdido en una pajarera con más de cien pájaros cantando a la vez. Su padre lo ponía a escucharlos cantar y cuando Ricardito decía ese, ese y no otro era el que compraban, se lo llevaban y efectivamente era bueno.
Pero no lo escuchó.
Quería contarle que él había visto en la terraza las plantas, las flores y los pájaros, al menos por un instante. Que faltaban los perros, pero que los podían traer. Que lo imaginó así y que está vez, aquel deseo de su papá, que también fue el de él por un largo tiempo, podía convertirse en realidad.
Pero no lo escuchó.
Lo único que quería, su padre, era que ayudara a su mamá y a su hermana a desembalar los canastos y a ordenar las cosas. Y a sus abuelos a terminar de instalarse.
Y eso fue lo que hizo.

Al otro día, una vez terminados de mudarse, ya más tranquilos, Ricardo encaró a su papá en la cocina, con la voz tomada por la emoción de la mudanza, por tener una casa vieja pero nueva y una pila de sueños, y comenzó a hacerle una por una las preguntas que le quedaron pendientes del día anterior.

-¿Papá., vamos a tener el criadero de perros chihuahuas o de cocker spanish inglés que tanto querías?
-¿Cuándo vamos a algún criadero a ver perros? ¿Este fin de semana?
-¿Viste algún aviso?
-¿Y a ver pájaros?
-¿Cuándo vamos a la feria de Domínico o a la de Pompeya?

La familia se la pasaba yendo a ver perros los fines de semana a cuanto criadero había en alguna localidad del Gran Buenos Aires. Iban todos, menos sus abuelos paternos Enrique y Roxana que vivían con ellos o al revés. Su papá Mario, su mamá Elvira, su hermana Mariela y por supuesto, Ricardo. A ninguno les gustaba ir -y mucho menos todos los fines de semana- salvo a su papá. Pero con el tiempo y por costumbre su capricho se volvió obligación para todos, que buscaban, en cada nueva lechigada que nacía de cada raza de perros que se le antojaba a su padre ese día ir a ver, al futuro campeón.
Por qué cada fin de semana iban a ver a un perro distinto de una raza distinta, irremediablemente. Después de revisarlos de pies a cabeza y no siempre convencido de lo que hacía, su padre los compraba. Uno compraba. Al menos uno por vez. Para encerrarlo luego en una jaula que hacía las veces de cucha y casi siempre de prisión, ante los ojos de Ricardo. Encerrado por el delito de ser bello, de cumplir con el estándar desde cachorro -quien sabe por cuanto tiempo- que imponía el Kennel Club o la Federación Cinológica Argentina de perros y de tener chances ciertas de ser campeón en alguna exposición.
En la oscura sombra de su vida, los diferentes perros que por desgracia conocieron el departamento de la calle Gurruchaga en Palermo salían pocas veces, para ir al veterinario o para practicar su pasada triunfal por la alfombra roja de la pasarela imaginaria de alguna exposición canina. Salían poco porque de lo contrario les podía pasar algo malo y después como iban a hacer para llevarlos al concurso si estaban lastimados, donde una medalla de honor los estaba esperando, irremediablemente.
Pero nada de eso pasaba. Su padre nunca presentó un perro en un certamen y los campeones que creía tener cuando los traía de cachorros con el tiempo se volvían imperfectos, fuera de estándar, feos y el ya no los quería  y los vendía o los cambiaba o los regalaba con tal de no verlos más y era en esos casos cuando ofendido decía:

-¡Llevateló!, ¡Llevatelö!, ¡la puta madre!, al perro de mierda este.
-Llevateló!, Elvira, sácalo de mi vista.
-Por favoor., te pido.
-¡Hija de puta!, no escuchás lo que digo.
-Llevateloó.
-No te das cuenta que no lo quiero ver-
-¿Y qué hago?, le preguntaba su mujer.
-Vendelo o regalalo, hace lo que quieras, ¿qué me preguntás?, pero que acá no esté más. No lo quiero ver.

Una orden de su papá era una orden, para cualquiera que escuchara ese tono de voz, y más para su madre que se suponía ya cansada de sus maltratos o tal vez no.
Con los pájaros sacárselos de encima cuando ya no los quería resultaba más fácil, lo resolvía sin remordimientos: se los regalaba a alguien o simplemente los dejaba morir.

Ricardo insistía:
-¿Papá., vamos a tener el criadero de perros chihuahuas o de cocker spanish inglés que tanto querías?
-¿Cuándo vamos a ver perros? ¿Este fin de semana?
-¿Viste algún aviso?
-¿Y a ver pájaros?
-¿Cuándo vamos a la feria de Domínico o a la de Pompeya?
-Paraá, Ricardo, son muchas preguntas.
-No vamos a tener un criadero ni de perros ni de pájaros

Su padre todavía tenía muy presente el recuerdo triste de la mañana anterior al día de la mudanza. El momento preciso en que asesinaron a Alberto, un amigo suyo de la infancia hasta pasada la adolescencia, que vivía también en Palermo en la otra cuadra, sobre la mano izquierda de la calle Gurruchaga, apenas cruzando Soler. En la casa de paredón y enredadera, de pasillo largo al costado, de cuellos rotos de botellas en las paredes del frente apuntando hacia arriba, como una especie de fortaleza, que la defendiera de un ataque que inevitablemente iba a suceder en estos días, para que no saltaran adentro de la casa, al menos tan fácilmente. La puerta estaba cerrada bajo siete llaves que nunca más se abrieron, nunca más. Al menos hasta hoy, ante los ojos húmedos sin lágrimas de Ricardo.
Pero su papá ya no lo frecuentaba a Alberto, apenas lo saludaba con cariño cada tanto cuando se lo cruzaba por la calle de casualidad. Ya no era aquel muchacho con el que iban a pasear a Costanera norte o a las playas de Saint Tropez en Olivos, o al Ancla, ni compartían el gusto por los cuchillos y las armas, ni por pelearse a las trompadas con cualquier infeliz que los mirara mal. Apenas sabía que estaba metido en algún partido de izquierda, que admiraba al Che Guevara, que quería irse a Cuba y que pensaba hacerlo en estos días de silencio cómplice y de ojos que no querían mirar lo que pasó en el barrio aquella noche que se volvió mañana de cristales rotos.

“Anoche escuché varias explosiones. Pu tum pe tem,. Pu tum pa tam.
Tiros de escopeta y de revólveres.    Pu tum pe tem,. Pu tum pa tam.
Carros acelerados, frenos, gritos.
Eco de botas en la calle.
Toques de puerta. Quejas. Por Dioses.
Platos rotos.
Estaban dando la telenovela.
Por eso nadie miró pa' fuera. 
Bo bo bo bo bo bo bo bo, bo bo ro bo bo.
                                                Bo bo bo bo bo bo bo bo, bo bo ro bo bo.

¿A dónde van los desaparecidos?
Busca en el agua y en los matorrales.
¿Y por qué es que se desaparecen?
Porque no todos somos iguales.
¿Y cuándo vuelve el desaparecido?
Cada vez que los trae el pensamiento.
¿Cómo se le habla al desaparecido?
Con la emoción apretando por dentro.
Bo bo bo bo bo bo bo bo, bo bo ro bo bo.
                                                              Bo bo bo bo bo bo bo bo, bo bo ro bo bo”.

(Cantó Rubén Blades y tantos otros después, pero a Alberto no lo desaparecieron, lo mataron a quema ropa aquella noche que se volvió mañana de cristales rotos en alguna telenovela)

Más allá, el ya no tan joven idealista, ni siquiera alcanzó a beber un puto sorbo de la taza de café que sostenía, por si acaso esta vez con su mano derecha durante el desayuno. Tampoco alcanzó a saltar el paredón con vidrios para que no entraran otros, ni le permitieran salir a él cuando empezaran los disparos. Porque lo venían a buscar después de tantos días y noches en la sombra. Lo hicieron caer en su propia trampa cuando se desplomó sobre la vereda con sangre y sudor café que destiñeron su remera color roja para siempre, sin hasta, ni victoria. Como si el castigo se repitiera eternamente a cuanto zurdo se le ocurriera asomar la cabeza, para que el mensaje llegara a destino junto a otros cadáveres aún tibios por la orden de matar a balazos a cualquiera que saliera de esa casa.
Muerte y destino desayunaron la infusión amarga de aquella mañana. La imagen oscura del horror envenenó las ventanas de las casas de los vecinos, de los que vieron y de los que no y de los que no quisieron mirar. Algunos no creyeron, otros aludieron haber salido temprano y que por eso no vieron nada, que se lo contaron, que escucharon el rumor, pero que no sabían bien por qué ocurrió ni como, los que lo vieron no querían contarlo, y la mayoría comentaba en voz baja que se lo había buscado, que por algo sería y que por supuesto, algo habría hecho para merecer un final así.
Ricardito sintió la impotencia y la rabia de un chico de 10 años, la estocada final de los primeros miedos conscientes, un miedo sin fronteras, estomacal, profundo, de intestino bajo hasta los retorcijones, de ganas de vomitar, capaz de presentir la sombra de las botas bajo el hilo de luz que deja la ranura de la puerta en el suelo y alarma.
Pero eran canas, no milicos, y el papá de Ricardo decía que con esos negros de mierda no se podía hablar porque no entran en razones, porque son burros, porque cumplen órdenes pelotudas que le dan otros pelotudos más pelotudos que ellos. Porque son como los pibes de los conventillos, están cagados desde que nacieron, viven asustados, porque no tuvieron educación y por eso tiran, a quema ropa y mucho más si su sangre es roja, como hicieron con el pobre de Alberto.
Y Ricardito pensó: “si fueron capaces de hacer lo que hicieron, si planearon esa emboscada en una noche de lobos y cordero que se transformó en mañana sin sol para que muchos lo vieran y hoy lo puedan contar, si vallaron la calle con cintas de peligro como si se tratara de un caso de emergencia, si alertaron a los vecinos para que no se asomaran”. Si a algunos como el padre de Ricky sabían unos días antes lo que iba a pasar  y no hizo nada, porque se lo contó el vigilante de la esquina.
Mario hablaba mucho con él, decía que no quería a los canas, pero bien amigo que era de ese, y de los milicos ni les cuento, no era amigo, pero los admiraba profundamente. Acaso se callaron la boca y no fueron capaces de avisarle, acaso lo creyeron culpable de quien sabe que cosa, acaso felicitaron a los policías por el éxito de la operación que se convirtió en cacería cobarde de varios dogos argentinos persiguiendo a un jabalí. “Muerto el perro se acabó la rabia”, decían algunos, en la mañana callada a tiros de un viernes de noviembre de 1979.
Y cuando Ricardo caminaba por la calle junto a su papá, sabía perfectamente por qué su padre evitaba pasar cerca de la policía apostada en las esquinas y más si veía con ellos a un patrullero, por qué temía que le pregunten por Alberto, incluso después que éste murió. Ya lo habían hecho y prefería no pasar de nuevo por esa experiencia traumática, tenía miedo que le preguntaran que relación tenía en ese momento con él, qué más sabía que no les hubiera contado.
“Muerto el perro se acabó la rabia”, decían algunos. Algunos otros decían que lo vendió.
Son muchos por Palermo los que no querían recordar el día de ayer, y no despiertan y duermen, y hacen tiempo esperando que esta pesadilla termine. Porque aunque Alberto hubiera hecho lo que habría hecho, había nacido allí, era nacido y criado en el barrio, y los que lo vieron nacer y se dijeron alguna vez sus amigos le dieron vuelta la espalda para no mirar cuando lo cagaban a tiros.
El gobierno militar estaba más fuerte que nunca y la dictadura se hacía sentir también en los barrios más acomodados de la Ciudad de Buenos Aires en una noche mañana más larga que las otras y la policía ayudaba si se lo pedían como en este caso. De todos modos,  los ojos de Alberto se destacan en las sombras de largas noches sin sueño y de tristes soledades, llevando murmullos de vida y olores de primavera al recuerdo infantil de Ricardo.

Pero la familia de Ricardito se mudó a Caballito a una casa vieja pero nueva, repleta de plantas y de flores, de pájaros y de perros; y ese oscuro recuerdo de la niñez quién sabe porque estéril razón con la distancia se hizo nostalgia y decidió volver. El hecho ni siquiera salió en las noticias, como tantos otros acontecimientos de entonces que no vieron la luz. En el barrio nuevo aquel suceso infame no había pasado,  al menos no de ese modo, excepto en la cabeza de su padre y en la de Ricardo.

-¿Papá., vamos a tener el criadero de perros chihuahuas o de cocker spanish inglés que tanto querías?
-¿Cuándo vamos a ver perros? ¿Este fin de semana?
-¿Viste algún aviso?
-¿Y a ver pájaros?
-¿Cuándo vamos a la feria de Domínico o a la de Pompeya?
-Paraá, Ricardo, son muchas preguntas.
-No insistas.
-No vamos a tener un criadero de perros, ni de pájaros. Vamos a tener un perro de pelea, uno solo nomás. Vamos a traer un Bull Terrier, para que nos defienda. Te va a gustar, vas a ver.
-Me dijeron que hay uno en Monte Grande, pero hay que ir a buscarlo, encima nos lo regalan. Pesa 30 kilos y está pasado de estándar, pero no importa. Es blanco y tiene un parche negro en el ojo izquierdo parecido al de un pirata. Se llama Gitano. Me dijeron que tiene más de 30 peleas en el lomo y que ganó las 30, que tiene más o menos 6 años, -es un poco viejo-, pero en este caso no importa. El nos va a cuidar.
Además, no quiero que salgas a la calle sin mi consentimiento, salvo para ir al colegio. Tengo miedo que te cruces con la policía y que te hagan algunas preguntas. Y vos como sos el más chico de la familia y un poco demasiado charlatán vas a tener que tener cuidado y callarte la boca, porque estos canas de mierda se aprovechan de ese tipo de cosas y no podemos correr riesgos.
Por lo demás creo que está todo controlado. La abuela ya no sale por el accidente que tuvo en la cadera y tu abuelo como no está nunca es casi imposible que relacionen que vive acá con nosotros. Por ese lado estamos bien. Tu hermana se la pasa atrás de la pollera de tu mamá y tu mamá sería incapaz de traicionarme, así que no creo que traigan problemas, además ellas están bien adiestradas en eso de callarse la boca y no van a hablar, porque no les conviene. ¿Pero vos, Ricardo?, ¡con eso de querer jugar siempre a la pelota y encima en la calle!, ¡qué manía, la tuya! Si acá tenés terraza, porque no jugás arriba con todas esas pelotas que encontraste y te dejás de joder.

Ricardo volvió a su cama sin desayunar, a su cama que dejó de ser marinera para convertirse en un sofá que tenía otra cama escondida que salía de abajo, al lado de la de su hermana, ubicada en el comedor. La casa tenía tres ambientes habitables: en la pieza principal dormían sus abuelos, en el otro cuarto su papá y su mamá, y en el comedor: su hermana mayor y él.

Ricardito estaba en la cama, mirando el techo, recitando para adentro estrofas sin páginas en el silencio que crece con los años. Pero no pensaba, hablaba solo.
Todavía tenía muy presente el recuerdo triste de la mañana anterior al día de la mudanza. El momento preciso en que asesinaron a Alberto, un amigo de su padre de la  infancia hasta pasada la adolescencia, que vivía también en Palermo en la otra cuadra, sobre la mano izquierda de la calle Gurruchaga, apenas cruzando Soler. En la casa de paredón y enredadera, de pasillo largo al costado, de cuellos rotos de botellas en las paredes del frente apuntando hacia arriba, como una especie de fortaleza, que la defendiera de un ataque que inevitablemente iba a suceder en estos días, para que no saltaran adentro de la casa, al menos tan fácilmente. La puerta estaba cerrada bajo siete llaves que nunca más se abrieron, nunca más. Al menos hasta hoy, ante los ojos húmedos sin lágrimas de Ricardo.
Su padre contaba siempre que Alberto peleaba muy bien y que le salvó el pellejo, como decía él, varias veces y que le estaba muy agradecido por eso.
Pero ya no lo frecuentaba. Apenas sabía que…

El padre de Ricky y él salieron a la puerta de calle cuando se escuchó el tiró al pichón, porque alguien apretó el gatillo y la bala calló el grito sin voz en aquella noche que se volvió mañana de cristales rotos, desde la sombra cómplice de su último vuelo, que intentó hacerlo en vano con las alas atadas “a contra pelo, a contra sol, a contra luz y a contra vida”, aleteando el sueño trunco de un mundo mejor a la cubana, aunque sólo fuera un sueño, un mal sueño acaso para muchos y una pesadilla para él. Porque no logró su cometido, porque no llegó a tiempo, ni siquiera la desgraciada vida le dio la chance de pasear su cara en pancartas en los sucesivos actos del Partido Comunista cuando la democracia del ´83 los encontró a todos desarmados hasta que los mismos compañeros de militancia del partido cambiaran su rostro por el de otro en las pancartas por otras pancartas con la cara de una nueva víctima. Aún más joven, hasta la victoria que nunca llegó. Nació para morir con las ideas puestas, que por lo visto también se matan, cuando alguien muere así.

A la semana, el padre de Ricardo lo despierta en una mañana de esas en las que el sol entra por la ventana como una perla de luna que naufragó en la noche y se quedó despierta, y muy temprano, muy temprano le dice:

-¿Vamos a Monte Grande a buscar el Bull Terrier?
-Sí, papá, claro, le contestó Ricardito todavía dormido. También dormido se desperezó de un salto que con el correr de los meses se convirtió en mortal.
-¡Me cambio y vamos!

Fueron juntos como tantas veces a ver perros, pero esta vez solamente ellos dos. Caminaron desde su casa hasta la Avenida Rivadavia (unas cuatro cuadras), Rickyto hablaba mucho y se lo notaba ansioso, más que de costumbre, pero todavía faltaba mucho trayecto por recorrer y mucho por hablar. Tomaron el subte a Plaza Constitución y luego el tren a la estación de Monte Grande y de ahí a las afueras en colectivo.
Llegaron a la casa de los Murias: tenía rejas, un jardín en la parte de adelante un tanto descuidado, dos sillas de mimbre, una parrilla para hacer asado que por el estado de abandono se notaba que no la usaban demasiado, unas pocas chapas y unas tablas de machimbre de pino tiradas en el pasto recién cortado, algunas gallinas, una palangana de lata oxidada con agua estancada y muchos mosquitos, demasiados mosquitos.

-Don Murias, grita su padre mientras aplaude con las manos cada vez más fuerte.
- ¡Gitano!, grita Ricardo, ¡Gitanooo!
- Que dice, Mario, ¿cómo está?
- ¿Vino con su hijo?
- Si, es el más chico, se llama Ricardo.
- Saludá, Ricardo.
- Como le va don Murias y el Gitano, lo quiero ver, ¿dónde está?
- Lo tengo en el fondo, vengan.

En el fondo de la casa hacían apuestas, comían empanadas y tomaban vino, y alguna que otra cervecita. Se reían y gritaban, algunos se peleaban a punta de cuchillo cuando uno de sus gallos perdía, Porque eso hacía don Murias en el fondo de su casa, organizaba riñas de gallos por plata y a veces los muchachos se mamaban y se pasaban de rosca y se armaba flor de quilombo. Es ahí cuando don Murias pegaba dos gritos y todo volvía a la normalidad: comían empanadas y tomaban vino, y alguna que otra cervecita. Se reían y gritaban, algunos se peleaban a punta de cuchillo cuando uno de sus gallos perdía.

-Ahí está el Bull Terrier que tanto les hable, Mario.
-Como ustedes ya saben se llama Gitano. Está un poco gordo porque se la pasa encerrado en esa jaula, y si lo suelto me puede matar a alguna gallina o lo que es peor, a algunos de los gallos que son los que me dan de comer en este momento. Es que actualmente los gallos son mi principal entrada de guita. Además está un poco viejo y ya no pelea. Antes hacíamos peleas de perros acá, en el fondo, -si usted sabe, Mario-, -si yo le conté-. Pero con esto de los milicos hay que hacerlo por izquierda, de queruza, sabe y encima, ahora, éstos canas de mierda también se cebaron con esto de la dictadura y no dejan vivir. Se meten en todo: te preguntan a dónde vas, de dónde venís, a qué te dedicas, -como si no supieran-, si hacés reuniones en tu casa. ¿Qué carajo les importa? ¡Si acá no hacemos política! Porque no se van a la casa de ellos a ver como sus mujeres los hacen cornudos. ¡Manga de putos!, todo el tiempo te hacen sentir observado. Igual siempre a alguno coimeas, pero es más difícil. Y esto de la riña de gallos pasa más desapercibido que el tema de los perros. Los muchachos traen a los gallos en cajas de madera, con el pico atado para que no griten y listo.

-¡No sabés Mario, lo calientes que llegan a la pista una vez que los soltás! Y como no van a estar calientes los pobres si se la pasaron atados en una jaula.

-Por lo visto, su hijo está contento con esto de tener un perro. Y como le dije por teléfono, yo no lo puedo tener más y para que esté encerrado todo el día en esa jaula mejor lo regalo. Es todo blanco, salvo la mancha negra que tiene en el ojo izquierdo, pero como para una exposición de perros yo nunca lo quise, no me hice problemas. Además, la pigmentación de la piel y las manchas en la cabeza no son penalizables, por suerte en el Bull Terrier, pero eso en el caso que lo quiera presentar en una exposición.

-¿A usted le gustan las exposiciones de perros, no Mario?
-Antes. Ya no.
-El perro está inscripto, tiene pedigree. Así que por eso no se haga problema. Vengan para adentro que le doy los papeles.

El hijo de Murias sacó al Gitano de la jaula. Recién ahí pudieron verlo. Ricardo se agachó y lo abrazó como si lo conociera de antes, porque soñar con algo a veces es un poco conocerlo también. El perro lo miró con ojos llorosos, como pidiendo ayuda y se hicieron grandes amigos.

-¡Tené cuidado, Ricardo!, le advirtió su padre.
-No ves que no te conoce-

El Gitano y Ricardito se volvieron inseparables y nunca más se sintieron solos. Se acompañaban el uno con el otro. Al lado del Gitano, Ricardo se sentía importante, a salvo, contenido; como sabiendo que esta vez, a diferencia de las otras, su amistad con un perro sería posible y que no iba a ser sólo por un rato. Con la certeza de sentir el viento poderoso del olvido en su cara por primera vez y deseara el reposo y se sacó de los ojos las basuritas que le impedían mirar con claridad en una noche mañana más larga que las otras y respiró profundo.
Fue el único perro con el cual su padre lo dejó jugar. Porque a los aproximadamente 20 perros que se pasearon por el departamento de Palermo nadie los podía tocar, excepto su papá y estaba terminantemente prohibido jugar con ellos. A ver si les pasaba algo que les impidiera presentase en alguna exposición de perros en la que los esperaba un seguro primer premio que nunca llegó. Porque nunca los presentaban, porque para la mirada perfecta de su padre jamás hubieran ganado.
Y si acaso fuera verdad que ese perro había peleado 30 veces, que estaban en presencia de un sanguinario y que iban a convivir a partir de entonces con un asesino, no parecía. El Gitano con Ricardo era totalmente dócil, cariñoso, amigo, compañero. Parecían dos chicos despertando de largas noches sin sueño y de tristes soledades, llevando por fin consigo murmullos de vida y olores de primavera.
Cuando Ricardito lo sacaba a la puerta, se quedaban sentados los dos en el umbral de la calle mirando pasar la vida con ojos sin retorno, esperanzados. Un día de tantos lo encararon varios chicos que decían ser los dueños de las pelotas de fútbol que caían en el balcón de la vieja de al lado y le preguntaron si él las tenía. Se ve que alguno de ellos lo vio jugar en la terraza desde algún balcón más alto y le hicieron la pregunta por pura formalidad cuando conocían perfectamente la respuesta. Le dijeron que se cansaban de tocarle timbre a la señora, pero que está no salía, que nunca los atendía, que es un poco sorda, así que le da lo mismo que la caguen a timbrazos o no, o que incluso le griten, que le tiran piedras en la ventana para hacerla renegar y que creen que es por eso que no les devuelve las pelotas que caen en su balcón cuando ellos las cuelgan. Pero que las pelotas son suyas y deseaban recuperarlas.
En cambio, a Ricardo se las regaló todas como si fueran de ella, como si supiera que Ricardito salía poco a la calle porque su padre no lo dejaba y que jugar a la pelota en la terraza era uno de sus pocos entretenimientos hasta que llegó el Gitano, que le gustaba escuchar los goles que él hacía en su partido imaginario, sin estadio ni gente contra la pared repleta de plantas y de flores que lindaba con su casa.
Rickito, como lo llamaba su abuela, devolvió todas las pelotas menos una porque le gustaba mucho y decidió quedársela.
Su padre cada vez salía menos y él, por el contrario, cada vez más. Los controles eran menos estrictos, el miedo a la policía y a las esquinas de Mario quién sabe. Su papá ya no trabajaba y se la pasaba los días enteros encerrado en la pieza leyendo. Ricardo pasaba más tiempo con el perro que con él.
Un día su papá le dijo:

-Ricardo, andá a buscar al Gitano que está en la terraza y nos vamos los tres al Parque Centenario. Me comentaron que allí se juntan un montón de perreros que llevan perros de distintas razas de las que nos gustan a nosotros, bravos, con carácter, ¡viste!  No como esos perros maricones que siempre vemos en la Federación Sinológica, a la que ¡por favor, no insistas!, porque no vamos a ir más.
-Entendiste, no!
-No más caniches, ni cocker, ni chihuahuas, ni todos esos perros de mierda que compran las minas o los putos que nunca me gustaron. Lo que pasaba es que un departamento como el de Palermo si no tenés esos perritos chiquitos no los podés tener. Pero acá tenemos terraza y patio y dos parques grandes cerca y encima en uno de ellos se juntan estos tipos…Me dijeron que llevan Doberman’s, Dogos argentinos, algún que otro Schnauzer gigante, Bull Mastiff  también, Me contaron que andan con una raza nueva alemana que se llama Rotweiler, que entraron al país ahora desde que se abrió la importación,  los vi en la enciclopedia esa que me compró tu mamá, pero como nunca los vi en vivo y en directo, de verdad, ¡viste!, los quiero conocer y dicen que son muy bravos. Además me dijeron que llevan una raza americana nueva también, que no está reconocida oficialmente por ninguna asociación de perros: algo así como Pit Bull o American Pit Bull.
-¡Va a estar buenísimo! ¡Vas a ver!
-Ricardo, andá a buscar al Gitano que está en la terraza y nos vamos los tres al Parque Centenario. No te olvides de ponerle el collar de púas, pero está vez poneseló para afuera por si alguno de estos perros se hace el malo y lo quiere morder.

Ricardo como siempre obedeció y le puso el collar con las púas hacia fuera como los cuellos rotos de botellas en las paredes del frente apuntando hacia arriba de la casa de Alberto, como una especie de fortaleza, que lo defendiera de un ataque que inevitablemente iba a suceder. Iba a suceder.
El perro con Ricardito era totalmente dócil, pero su padre no se confiaba y menos de los demás. Caminaron hacia el parque los tres por la calle Eleodoro Lobos hasta cruzar la avenida Díaz Vélez. Llevándolo…
El parque era hermoso, repleto de pájaros y de flores: había zorzales, colibríes, botones de oro, cabecitas negras, mirlos y una calandria mora que no paraba de cantar. Las flores eran muchas y distintas, pero sólo reconoció los claveles.
Ricardito lo recordaba de cuando pasaron por allí el día de la mudanza. Tenía una pileta sin agua, vacía, que en algún momento iba a hacer un lago artificial, pero estaba en refacciones. Ricardo se prometió volver cuando las obras estuvieran terminadas.
Su padre ni bien llegaron se puso hablar con todos los perreros del lugar, o mejor dicho, con todos lo que le hablaron,  preguntaba entusiasmado: ¿qué perro es este?, ¿y este otro?, ¿es bravo?, ¿el mío es más bravo?, ¿ningún perro se compara a un Bull terrier? y mucho menos si el Bull Terrier era el de él. E inmediatamente empezó a contar anécdotas, relatos ajenos, historias prestadas, que oyó al pasar, de refilón tal vez, que ni siquiera sabía que eran ciertas. Que le contaron, que dicen, que dijeron, que escuchó por ahí, que sintió el rumor…
Ricardito notó que su papá se puso más nervioso que de costumbre, y ya era mucho. Y tanto entusiasmo no podía terminar bien.
Todos los perreros contaban sus historias o las de sus perros, una menos creíble que la otra, jactándose que su perro había hecho esto y lo de más allá, que habían ganado una y mil peleas y habían vivido para que las contaran sus dueños.
En eso Mario empezó a calentar la garganta repitiendo las historias fantásticas que le contó el forro de don Murias, como si fueran reales, como si él las hubiera vivido, cuando la charla se le fue de las manos y a Ricardito el Gitano por esa puta costumbre de obedecerlo siempre, aunque sus ordenes no tuvieran razón.
Se acercó un perro y empezó a olfatearlo, el Gitano lo miró a Ricardo igual que como lo miró el día que se conocieron, con ojos sin retorno, como pidiendo ayuda. Parecía llorar, suplicando que impidieran lo que el mismo iba a hacer.
El otro perro era un Gran Danés, prepotente, altanero, ¡bastante boludo el pobre! y le empezó a olfatear la cara. Y a nadie que le pagaron alguna vez le gusta que le toquen la cara.
El Gitano empezó a fastidiarse.
Ricardito notó que su perro se puso más nervioso que de costumbre y nunca lo había visto así.
Era inevitable, iba a reaccionar como cualquiera que alguna vez lo golpearon y mucho. La espera se demoraba más de lo previsto para cualquiera que lo observara, pero no para él. Tenía la paciencia de un profesional y la lealtad hacia el amo educada a garrotes, porque esperaba la orden como cuando lo hacían pelear en el fondo mugriento de la casa de don Murias. Esperaba la orden porque así lo educaron, porque era un profesional. Porque se tomaba unos segundos para reaccionar, porque no se pelea en caliente. Esperaba la orden de alguien que había peleado y se sabía ganador, pero ya no lo quería hacer y lloraba por eso.
Era inevitable, iba a reaccionar como cualquiera al que alguna vez le pegaron y mucho, y ya no iba a permitirlo.
Ricardo lo miró a su padre y por primera vez lo vio como realmente era. Se salía de sí, ni siquiera había un puto policía en el parque, ni una esquina oscura que lo regulara, ni estábamos en casa. Tampoco estaba su papá Enrique, el abuelo de Ricardo, que cuando lo miraba con la indiferencia y el desprecio que lo hacía era peor que cualquier trompada.

-¡Soltalo Ricardo!, ¡soltalo! No ves que está llorando.

Y Ricardo lo soltó. Y fue ahí, en ese preciso instante cuando aparecieron sus dotes de peleador callejero. Fueron 3 o 4 segundos, no más. El Gitano sin tomar envión pegó un salto mortal y giró en el aire, como un trompo. Mientras giraba en el aire abrió su boca y dejo caer su mandíbula de 30 kilos de peso que estranguló el cuello del Gran Danés. Fueron 3 o 4 segundos, no más, cuando el Danés se desplomó sobre la vereda con sangre y sudor café que destiñeron su manto rojo para siempre, su pelaje color ladrillo sobre el suelo del parque sin plantas y con flores, pero sólo reconoció los claveles. Sin hasta, ni victoria. Como si el castigo se repitiera por igual para ganadores y perdedores.

El papá de Ricardo enloqueció. Tomó al Gitano en sus brazos y se fueron corriendo sin hacerse cargo de lo que había sucedido ese día, en ese parque. El Gitano estaba bañado en sangre, salpicado, impertérrito. Ya nunca más pudo mirarlo a los ojos a Ricardito de la misma manera. Sabía lo que había vuelto a hacer y que esta vez sí iba a ser condenado por eso. Su padre creía que el perro estaba lastimado, porque no alcanzó a ver la pelea en primera fila como la vio su hijo al borde de otro cielo rosado que anticipa la tormenta.
El Gitano no tenía nada.
Corrieron las tres cuadras hasta la casa sin mirar atrás. En el apuro Ricardo perdió el collar de púas que lo defendía del peligro. Su padre abrió las dos puertas con cerrojo pero sin llaves de la entrada de la casa de par en par a los gritos:

-Elviraaa. ¡Pelotuda!, vení para acá.
-No te das cuenta que el perro está lastimado-
-¡Ayudame!

Elvira no estaba, se había ido con su hija Mariela porque ya los controles en la casa no eran tan estrictos. La que estaba era su mamá, Roxana, pero en estos casos no se metía,  prefería no hacerlo. Era la madre, ¿que otra cosa iba a hacer?, jamás contestaba a los gritos o a las agresiones de su hijo Mario.
Metió el perro en la bañadera y con las dos manos comenzó a bañarlo con jabón blanco. Le pasó DG6 y povidona también, por si acaso, quería sacarle lo antes posible la sangre oscura, salpicada por otros, como mancha indeleble, porque el Gitano no tenía ni un rasguño.
El Gitano no tenía nada.
Ricardo sabía perfectamente que el Gran Danés no le había hecho nada, pero no pudo decírselo. No lo escuchó.
Gritaba como un loco:

-“El perro no tiene nada”. ¡Era verdad, sabía pelear!-

Para eso lo llevó al Parque Centenario, lo llevó para hacerlo pelear. Por eso se animó a salir una mañana de domingo de la pieza en la que estaba encerrado hace meses, porque había menos policías en las esquinas y además le habían pasado el dato de esa maldita reunión de perreros a la que no tenían que haber ido.
Gritaba como un loco:

-“El perro no tiene nada”-
-“El perro no tiene nada”-

Como si fuera algo para festejar lo que pasó en el parque hace un rato. Y a partir de ese día oyó voces oídas…
Contento porque el Gitano había ganado 30 peleas y con esta 31, y encima no le había pasado nada y ni siquiera estaba lastimado, ni siquiera.

-No le pasó nada, gritaba-
(Gritaba como un loco)

- Vení para acá, pelotuda. No te das cuenta, le gritaba a su esposa Elvira ni bien llegó.
-¿A dónde fueron?
-(…)
-Preguntale a Ricardo, vas a ver.
- Contales Ricardo, a tu mamá y a tu hermana.
-Contales lo que pasó.

-“El Gitano peleó en el Parque Centenario su pelea número 31 y la ganó”

-Se dan cuenta. Era verdad que sabía pelear.
-¡Esta vez tengo un campeón!
-¡Te das cuenta, pelotuda, tengo un campeón!

A las horas, esa pelotuda, como él decía, tuvo que ir a abrir la puerta cuando tocaron el timbre, porque él no tuvo huevos y se encerró en la pieza de la que no tendría que haber salido al menos ese día.

-Vení, Ricardo, ¡no hagas ruido! Lleva al Gitano, arriba, a la terraza y escondelo en el lavadero y ponele el bozal. Si es necesario encerralo con llave, ¡por favor te pido!

Ricardo como siempre le hizo caso. Se quedaron los dos abrazados sentados en cuclillas en el piso, debajo de la pileta de lavar en el lavadero, pero ya nunca más su perro pudo mirarlo a Ricardito de la misma manera, estaba salpicado de sangre ante sus ojos y lo sabía, aunque en este caso todos fueran culpables.
Y Ricky volvió a sentir la misma impotencia y la rabia de un chico de 10 años, la estocada final de los primeros miedos conscientes, un miedo sin fronteras, estomacal, profundo, de intestino bajo hasta los retorcijones, de ganas de vomitar, capaz de presentir la sombra de las botas bajo el hilo de luz que deja la ranura de la puerta en el suelo y alarma.

-Buenas tardes, señora, soy el Sargento Cuevas. Recibimos una denuncia por un perro muerto hace un par de horas en el Parque Centenario. Aparentemente lo mató un Bull terrier y todo indica que se trata del perro blanco que anda siempre con su hijo.
-¿Sería tan amable de llamar a su hijo?, ¿o a su marido, si tiene?, porque siempre la veo salir sola o con su hija.
-Mi hijo no está. Fue a jugar a la pelota al parque Rivadavia con unos amigos y lo llevó mi marido. Y al perro no lo tenemos más, lo llevamos a la provincia a la casa de una prima mía hace unos meses. Así que no puede ser lo que usted dice. Seguramente se trata de un error.
(El policía se quedó callado y dejó que la mujer se explayara)

-Se habrán equivocado al indicarle esta dirección.
(El policía se quedó callado y dejó que la mujer se explayara y al percibir que ella no pensaba seguir hablando), dijo:

-Puede ser, porque el denunciante no estaba seguro, pero estaba tan angustiado por la muerte de su perro que decidimos dar como válida la denuncia que hizo en la comisaría. -Pero por ser usted, ¿si quiere, claro?, doy como denegada la denuncia por falta de datos y listo.
-Le dejo mi teléfono. Cualquier cosa que necesite estoy para servirla. Como la veo siempre sola con su hija la más grande.
-¡Cualquier cosa que necesite me avisa!
-Además, en ese parque últimamente cada dos por tres hay bolonqui con los perros de esos perreros. Porque no se dejaran de joder y los llevan con collar y bozal como marca la ley. Así se evitarían estas peleas y estos malos entendidos.
-Disculpe si la moleste. Cualquier cosa que necesite me llama. ¡No se olvide!
-¿Me llama?
- Que tenga, usted, buenas tardes y que vuelvan pronto su hijo y su marido.

A los pocos meses, llegó una carta documento de un juzgado a nombre del Sr. Enrique Balbuena para que se presentara a declarar…Cosa que el abuelo de Ricardo nunca hizo, era experto en ese tipo de metié. Como tantas otras veces, tiraba las cartas que le enviaban y más si se trataban de oficios públicos que enviaba algún juzgado, porque siempre estaba metido en algún quilombo judicial, pero como estaba poco y nada en la casa, nadie se enteraba, porque tiraba las cartas o las rompía. Tampoco nadie le preguntaba nada y si le preguntaban: ¿para qué?, si por lo general no contestaba. Se hacía el ocupado o el apurado y listo.
A los pocos meses, llegó una carta documento de un juzgado a nombre del Sr. Enrique Balbuena para que se presentara a declarar por la muerte de un perro.

-Ricardo, ¿qué sabés vos de la muerte de un perro en el parque Centenario? Es verdad, lo que andan diciendo por ahí, que lo mató el Gitano. ¿Por eso tu papá lo tiene encerrado en el lavadero? ¿Es por eso?
-(…)
-¿Contestame? Porque llegó una carta para que me presente a declarar. ¿Y yo que tengo que ver? Igual no pienso ir. Debe ser porque el alquiler de esta casa figura a mi nombre.
-Pero no era que no pagábamos alquiler, que la casa te la presto tu amigo Numeriani porque estamos con problemas de plata desde que papá no trabaja más.
-¡Bueno!, pero yo le firmo unos recibos.
-(…)
-¿Contestame? Y no me cambiés el tema. ¿Qué sabes vos de la muerte de un perro en el parque Centenario?
-Yo no sabía que lo mató.
-Entonces, es verdad, lo que se comenta por ahí, que fue el Gitano. ¿Por eso tu papá lo tiene encerrado en el lavadero? Y vos como siempre lo cubrís, una vez más sos su cómplice.
-(…)
-¿Y cómo fue?
-Fuimos a un encuentro de perreros. De pronto, un Gran Danés se le acercó al Gitano y empezó a molestarlo. Y papá me dijo que se lo soltara. Yo no sabía que iba a ser para tanto.
-¡Vos no sabías! ¡Vos no sabías!
-(…)
Abrí los ojos, Ricardo. Tu papá es un muchacho con problemas. Vos no te das cuenta porque sos muy chico y además te la pasás el día pegado a él o a ese perro que al final resultó un asesino.
-El Gitano no es un asesino. El no quería.
-¡No quería! ¡No quería!... Tu papá es un muchacho con problemas.
-(…)
-¡Ricardo…! Tu papá está loco.
-¡Vos sos un hijo de puta!
-(…)
- El siempre dice que lo dejaste solo, que lo abandonaste.
-Y que querés que haga con ese desequilibrado, Ricardo, demasiado que vivo con ustedes. A mí porque no me das bola. Porque te llenó la cabeza tu papá. Si no yo pasaría más tiempo con vos. Tu abuela tampoco está bien y ahora encima cada vez camina menos, así que por eso no va a ningún lado y las compras las tengo que hacer yo.
-(…) 
-No viste que dormimos en camas separadas.
-(…)
-Tu mamá me odia. Me necesita, la pobre, pero me odia, y tu hermana cada vez que le digo “Mielita” se enoja.
-(…)
-Así qué… ¿Qué querés que haga?
-¡Vos sos un hijo de puta!
-Puede ser, pero abrí los ojos Ricardo. Tu papá es un muchacho con problemas.
-El no era así, él está así desde que nos mudamos acá. Desde que mató la policía a su amigo Alberto. Parece que a él lo apretaron y cantó ´-al menos eso dicen-. Por eso le tiene miedo a la yuta, por eso tiene miedo a pasar por algunas esquinas y más si un  patrullero está estacionado. Por eso está así –como dicen- un poco paranoico y encima ahora esto que pasó con el Gitano no lo ayuda y ya no quiere salir más. Se la pasa encerrado en la pieza leyendo.
- El no era así, él está así desde que nos mudamos acá, desde que mató la policía a su amigo Alberto.
-¿A quién?
-A su amigo Alberto, el que quería irse a Cuba, que militaba en el PC.
-¿El que se hizo comunista? ¿El que de pendejo se hacía el malo y lo venía a buscar a tu papá para ir a las playitas del río y cada tanto se cagaban a piñas con otros que también se hacían los malos más boludos que ellos?
-(…)
-¿Ese, me decís?
-Sí, ese.
-Nunca fueron grandes amigos. Además tu papá no tiene amigos. ¿Quién lo va a aguantar? Sólo vos que sos el hijo podés aguantarlo. Si apenas lo saludaba. Mirá si va a ser amigo de un comunacho. Si tu papá defiende a los milicos. A los canas le tiene bronca por gronchos, pero no por canas.
-(…)
-¿Quién te metió esas ideas en la cabeza?
-(…)
-Abrí los ojos, Ricardo. Tu papá es un muchacho con problemas. ¿Cuántas veces más querés que te lo diga?
-(…)
-No viste que se la pasa leyendo en la pieza esa enciclopedia de perros que le compró tu mamá y ahora le llenó el lavadero de pájaros para que esté ocupado. Ya no sabe que hacer, la pobre, para tenerlo entretenido y no joda.
Tu papá está loco.
-¡Vos sos un hijo de puta!
-Puede ser, pero abrí los ojos Ricardo, tu papá es un muchacho con problemas. Empezá a estar menos pendiente de él y dejá que tu mamá se haga cargo que para eso se casó. Yo no sé como este tipo se pudo casar y tener dos hijos. Yo ayudo en lo que puedo, pero más de lo que hago no pienso hacer. Demasiado que vivo con ustedes, de lo contrario esta familia se iría a la misma mierda. Encima tu mamá dice que tu papá no le pega. Pero las veces que se encierran en la pieza y se gritan y se gritan durante horas, yo no te puedo asegurar que a tu viejo no se le escapó una mano alguna vez. ¿No me vas a decir que tu papá no es violento?
-(…)
-Si tu papá es un agresivo, siempre lo fue. Igual que ese perro de mierda que trajo. ¿Cuántas veces aparece tu viejo con la mano lastimada?
(Ricardo no contesta)

-¿Cuántas veces, contestame? Y siempre es la izquierda porque es zurdo, contrariado pero es zurdo, porque yo lo mandé a hacer esa reeducación ridícula para que escribiera con la mano derecha porque me dijeron que iba a ser bueno para él, pero cuando pega pega con la izquierda.
-(…)
-¿Me vas a decir que no sabés?
-(…)
-¡Justo vos no sabés!
-(…)
-De todos modos, yo no tendría que estar hablando estas cosas con vos, porque sos muy chico. Yo sólo te quería preguntar qué sabías vos de la muerte de un perro en el parque Centenario y si vos o tu papá tenían algo que ver. Y me doy cuenta que sí.
-(…)
El se lastima a veces y grita porque dice que necesita gritar. A mamá nunca le pegó, el me lo juró y a Mariela menos, si la cuida como si fuera una princesa. A mí alguna vez, pero fue para educarme y yo lo perdono. En cambio a vos no. A vos no…
-Vos sos un hijo de puta-

HABLABA SOLO. Así lo encontró su padre, sentado en el furgón del camión de mudanza, mirando con ojos sin retorno la casa donde vivían.
Pero no miraba la casa, si no la ventana, por última vez. Buscaba algo. En esas visiones que el viento deshilacha y sopla basuras en los ojos que impiden mirar con claridad, que molestan; porque ya nadie estaba allí, excepto la mancha de sangre en la persiana otra vez baja, que todavía creía ver. Queriendo confundir recuerdos con quien sabe qué en la esquina de un rosal lleno de espinas.
Porque ya nadie estaba allí.
Nunca más estaría su abuela Roxana asomada a la ventana charlando con cuanta vecina pasaba por allí, alargando las tardes en la primavera callada del ‘79.
Ni Mariela arrancándole los pelos a cuanto “negro”, como decía ella, pasaba por la puerta corriendo a su hermano.
Aunque, quizás, todavía conserven el mismo sitio en esa ventana plasmada en los recuerdos grises de Ricardo que hoy quieren salir.
Por que hay momentos de los que nadie vuelve, lamentablemente.
Nunca más estaría su papá, Mario, que falleció solo años más tarde, porque ya casi no los reconocía.
Nunca más estaría, su perro Gitano, acompañándolo, ni los pájaros.
Nunca más…

Cuando una madrugada con tormenta, Ricardo, se encontró con dos puertas sin cerrojo pero con llaves cerradas de par en par. Y se despertó sin haber dormido en una noche pálida más larga que las otras, con las manos traspiradas sin sangre y con recuerdos dispuestos a escapar, aunque duela. Aunque el dolor fuera tan grande que le impidiera llorar.
No se apuró, ni hizo ruido, para no despertar a su hermana Mariela que padecía de pesadillas y siempre le fue difícil conciliar el sueño. Por eso no se apuró ni hizo ruido. Y no por otra cosa.
Como muchos en esos años, conocía la calma que anticipa la tormenta, aunque esta vez la tormenta no parara nunca más (por suerte con los años pasó la dictadura). Aunque sólo fuera un niño, Ricardito notó que se puso más nervioso que de costumbre y el no parecía nervioso. Atravesó el patio abierto con vidrios rotos por el temporal porque ya nadie hacía los arreglos en la casa y estaba un tanto abandonada. En una noche que se volvió mañana de cristales rotos otra vez. Atravesó el patio. Silbaba el viento un grito que estremece. Subió la escalera. Como muchos en esos años conocía la calma que anticipa la tormenta, aunque esta vez la tormenta no parara nunca más. Aunque sólo fuera un niño, Ricardito notó que se puso más nervioso que de costumbre  y el no parecía nervioso. Luego de pasar por una pieza ubicada en un entre piso, llegó a la terraza (no se apuró, ni hizo ruido) hasta que ingresó a un jardín repleto de pájaros y de flores: había zorzales, colibríes, botones de oro, cabecitas negras, mirlos y una calandria mora que no paraba de cantar; pero llegó tarde. Silbaba el viento un grito que estremece porque nadie lo escuchó. Las flores eran muchas y distintas, pero sólo reconoció los claveles.
Había un macetero de cemento que cubría todo el frente y alegraba su vista, con plantas que trepaban sobre las paredes de la terraza  recostadas sobre el verdín que le dan los años y la humedad a las casas viejas.
Había un macetero de cemento que cubría todo el frente y allí los enterró.
A uno de los tirantes que sostenía las chapas del techo del lavadero lo venció la tormenta. Había 50 cm de agua y el Gitano con suerte medía 31. El lavadero no tenía rejilla y la puerta estaba cerrada por el viento. La madera que puso su padre para cubrir la ranura de la puerta para que no se escucharan los ruidos desde afuera funcionó. Los pájaros que estaban en las jaulas empotradas contra la pared quedaron paralizados por el susto, por el grito sin voz del Gitano. Un grito que estremece porque nadie lo escuchó. Pero no ladró. Nunca lo hacía. El Gitano no sabía ladrar.
Ricardo sintió el ruido de las tres pelotas rebotando en el techo que la señora de al lado volvió a arrojar a la terraza de su casa esa noche. Por eso se despertó. La señora las tiró porque ya no lo oía jugar más al fútbol en la terraza y quería ayudarlo. Jugaba con tres pelotas al mismo tiempo. No le bastaba una, las hacía rebotar contra la pared, sin cesar. Era un especialista en eso. Lo hacía una y otra vez, gambeteando telas de araña, saltando de alegría en su partido imaginario sin estadio, ni gente, pero de pelotas nuevas y encontradas dispuestas a hacerlo feliz. Entonces, su mirada y sus pies volvieron a iluminarse y murmuró… “donde se oculta el silencio, en la voz de los follajes de una enredadera, el jugar con los recuerdos, con la tristeza profunda, en las noches estrelladas, en las alas de los vientos de la luz de la mañana, y vio entonces como se formaban figuras sobre la pared de la terraza a orillas de la vida, vagamente…”  alejarse para siempre sin decir adiós.
Tal vez lo presintió en una noche pálida, desvelada, de tormenta, más larga que las otras.
Había un macetero de cemento que cubría todo el frente y allí los enterró. Uno por uno, a los 16 canarios muertos y al Gitano. Abrió la puerta del lavadero cuando lo vio. Lo tomó en sus brazos y lo acarició por más de media hora. Se quedaron los dos abrazados sentados en cuclillas en el piso, debajo de la pileta de lavar en el lavadero, pero ya nunca más su perro pudo mirarlo a Ricardito de la misma manera, estaba salpicado de sangre ante sus ojos y lo sabía el pobre, aunque en este caso todos fueran culpables.
Lo rescató del agua como pudo, pero no de su ahogo. A los pájaros también, aunque a decir verdad le importaban mucho menos.
Pero no lloró. Nunca lo hacía. Ricardo no sabía llorar.
Al otro día, sobre los cadáveres todavía tibios dejo caer los claveles que compró con la plata que le daba todas las tardes su abuela Roxana, que le pedía a diario a su marido para dársela a él, para comprar las galletitas dulces que tanto le gustaban y el jugo Royalina para la cena, de sabor naranja de ser posible. Rickyto hace tiempo que venía juntando el dinero por si acaso. Fue a la florería y pidió los claveles rojos más lindos que tuviera la florista y los dejó caer de a uno hasta que la tierra de los maceteros los volviera cenizas, gotas de rocío, fuego en el alma, cementerio, donde sólo basta una línea de sol para broncear sus rostros y sus ojos dormidos.

Pero a Ricardo nunca le gustaron las despedidas, por eso unió esas visiones que el viento deshilacha y sopla basuras en los ojos que impiden mirar con claridad, que molestan; porque ya nadie estaba allí, excepto la mancha de sangre en la persiana otra vez baja, que todavía creía ver. Por eso unió esa mancha de sangre con las otras. Y allí, en esa ventana y en esa calle, bajo la claridad borrosa del alba, aún quedaba una última mirada para contemplar las dos casas: el departamento de Palermo con la casa de Alberto en un “Hasta siempre” de claveles rojos, de paredón y enredadera, de pasillo largo al costado, de cuellos rotos de botellas en las paredes del frente apuntando hacia arriba, como una especie de fortaleza, que la defendiera de un ataque que inevitablemente iba a suceder en esos días, para que no saltaran adentro de la casa, al menos no fácilmente. La puerta estaba cerrada bajo siete llaves que nunca más se abrieron, nunca más. Al menos hasta hoy, ante los ojos húmedos sin lágrimas de Ricardo que decidió volver. Y creyó escuchar la música que salía de los pasillos de la casa:

Aquí se queda la clara,
la entrañable transparencia,
de tu querida presencia
comandante Che Guevara”.

(Cantó Carlos Puebla y tantos otros después, pero Alberto no está presente, lo mataron a quema ropa aquella noche que se volvió mañana de cristales rotos)

Y se sentó a pensar:

“Comandante, en tu querida presencia,
en lo preciso de tu ausencia, en tus militantes.
Hay cadáveres”,
que los policías mataron por orden milica.
En forma asesina y cobarde.
(…)
Papá, en los maceteros de la casa de Lobos.
Hay cadáveres,
(que Ricardo enterró y que vos dejaste morir)

Un grito que estremece en los oídos de algunos, porque nadie los escuchó. Quizás detenidos bajo la oscuridad de un parche que tapa los ojos.

Así las dos casas de Palermo (una era un departamento) quedaron unidas con la de Caballito en la cabeza de Ricardo en una misma imagen.
Tantas veces se preguntó por Alberto y tantas más por la salud de su padre, como si alguien le devolviera la pregunta, aunque los años pasen y no la pudiera contestar.
Tuvo que aprender a vivir llevando bajo el brazo los silencios, los Alberto, los Enrique, los Mario, los Gitano, los Gran Danés, los perros que sufrieron el encierro, los Murias, los gallos de riña, la muerte, los pájaros, la policía, los milicos, el abandono, los cadáveres, los claveles y su complicidad.
Tuvo que acomodarlos bajo el brazo para que no se cayeran, para defenderlos -como lo hacía su hermana mayor con él desde la ventana de su casa cuando lo corrían “los negros”, como ella decía, para obligarlo a contar-, para que callara como le pedía su madre hasta hoy.
El resto sería relato conocido, narrado en primera persona y prefirió evitarlo.

HABLABA SOLO. Así lo encontró su padre, sentado en el furgón del camión de mudanza, mirando con ojos sin retorno la casa donde vivían, como si nunca más la fuera a ver. La casa, que en realidad era un departamento en planta baja sobre la calle Gurruchaga, se borró de su memoria por completo por un tiempo, al menos hasta hoy.
Pero a la distancia todo se ve distinto.
Nunca más estaría su abuela Roxana asomada a la ventana charlando con cuanta vecina pasaba por allí, alargando las tardes en la primavera callada del ‘79.
Ni Mariela arrancándole los pelos a cuanto “negro”, como decía ella, pasaba por la puerta corriendo a su hermano, Ricardo, con el afán de obligarlo a seguir jugando a las escondidas. Un juego -que por contar siempre él- había dejado de divertirlo y por eso escapaba.
Hablaba solo para poder contar lo que estaba pasando en esos años, para que no lo escuchara su padre, ni nadie.