lunes, 17 de septiembre de 2012

Carlos en la tumba



En tu rincón semejas
un niño que naciera
sin pies para la tierra,
sin ojos para el mar
y como las bestias
entre la noche ciega
sin día y sin crepúsculo
se cansan de esperar.

Victor Heredia


CARLOS EN LA TUMBA. Desespero.
Lo busco. No lo miro ni lo veo.
En los escombros del olvido,
en el desangrar de un vahido,
en el entierro.

Lo quiero.
Y no sé si se lo dije algún día.

Carlos en la tumba. De qué sirve.
Si no hablamos.
Tanto le dolía la vida que el cáncer se la quitó.
Anticipadamente.
Cobardemente le sacó la sangre a puñaladas
en un corralón con luz  y frente a mis ojos.

Por las noches un león lo perseguía
y de día lo mataba un tren sin frenos.
Sucedió varias veces.
Fue en sus sueños o en los míos.
Da lo mismo.

De chico se abrazaba a la pierna de su madre
mientras su padre lo negaba
antes que el gallo cantara tres veces.

Carlos en la tumba. Convulsiono.
Ya no sufre, ni pelea,
ni grita, ni golpea.
Ya no puede lastimarse ni lastimar.

Ni siquiera tiene que preocuparse
por ser feliz. Ni normal.
Que no fue.

Nunca nos conforman nuestros padres
y mucho menos nuestros hijos.
Pero podríamos haber sido más compañeros.
Excepto el ajedrez en la mesa hasta mis diez.
Que ya no está.

Sin embargo…
Alguna flor corrida por el viento queda.
Algunas nubes sopladas por Graciela.
Un perro ladra en una jaula,
atrapado, sin poder salir.
Esperando…
Solo.

Sufre.

Lloró por nosotros
al igual que su esposa,
a la que necesitó más
de lo que quiso
y fue mucho.

Su sombra nos saluda por la calle
con un clavel en la mano.
Camina, se diluye y corre.
Después se aleja y se pierde
para siempre.

Por desgracia…
Un pájaro de canto clásico se muere.
Un caballo de salto.
Tierra y cenizas. Humo.
Llanto.

Y una sonrisa flota
entre pétalos sin agua.
Se queda sin aire.
Se desangra, conmigo.
Y duerme una vez más.

¿Si hicimos lo mejor que pudimos?
Por qué nos sentimos culpables.

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