domingo, 9 de diciembre de 2012

Bocacalle


BESOS BRUJOS EN LA NOCHE cafiola de Pavón y Salta,
en el barrio porteño de Constitución.
Travestismo de otoño que invita a mirar.
El sol de la República Dominicana no calentó sus calles.
Las calentaron los tipos, algunas fulanas, la esquina y el bar.
El semáforo en rojo.
Las almas en pena, pecando.
El vino, la pizza, la cerveza, el truco y escapar.
Escapar por un rato sabiendo por qué, sin mirar atrás.
Y su corazón perdido en una noche de luna llena intranquila, palpitando.
De lobos aullando, corrida de toros sin ornamenta, de gatos en celo en gira nocturna.
Aglomeración de autos que dan vueltas, que vienen y van.
Tranzas y más tranzas.
Y las chicas que preguntan:
-¿Vamos…?
Un pañuelo rojo se agita desde un hotel y el va, sumiso, como haciendo caso, deslumbrado por una morocha inquietante, como tanteando la noche.
-¿Estuviste con una dominicana alguna vez?-
-No, no estuve.
-Si quieres me voy contigo, papi.
-(,,,)
-¿Y…?
-(,,,)
-¿Vamos…?
Repetía su memoria al recordar: borracho, disperso, enloquecido, como queriendo olvidar lo sucedido y no.
-“Hola, mi amor…
¡Me quede con ganas! Llevame.”
-Dejame ver…, te digo después. Veo…
-¿Qué tenés que ver?
-“Dale, mi amor, llevame.
-(...)
-¡Que malo que sos!”
Y otra vez escuchaba:
 -“¿Vamos? ¿Vaamos…?
(No era siempre la misma voz)

Y a dónde iba a ir. Si lo único que quería era quedarse acurrucado haciéndose el dormido con los ojos abiertos y escuchar la noche de estrellas maquillada para la ocasión cayendo a sus pies, de rodillas a la altura de la cintura.
De serenata, de tango que por meloso se volvió bolero: cursi, arrastrado, más solo que acompañado sin poder dormir.
Cuando, de pronto, escuchó una voz masculina entre tantas voces femeninas que le dijo:
-¿Qué mirás, sos puto vos?
-(…)
- Sali de acá, chongo, pajero. Venoso... Olivá, tomate el palo, guachón.
(Le gritó otra voz no tan masculina)
-Enfermo, andate de acá.
.(…)
-No te das cuenta que si seguís jodiendo te vamo afanar.
¡Gatooo!
-(…)
-Vo no tené nada que hacer acá, rajaá.
-(…)
-Careta, te vamo a hacer cagar, rajaá, te digo.
-(…)
-¿Qué sos sordo? ¿Querés que te corte?
-(…)
-¿Sos sordo vos?
(Ya eran varios los que le gritaban y el clima se empezaba a poner espeso)
Algunos pibitos y algún que otro travesti y como en grupo somos todos guapos,  le decían:
 -“Quedate piola, gil”.
“Logi, dame veinte pesos para una mortadela y un pan y te dejo ir”- lo apuró el único fulano que se le acercó y no porque ofreciera alguna resistencia, sino por esas cosas del destino mientras los demás festejaban la osadía.
Y el boludo se los dio.
Se sintió acorralado, como si les debiera algo, por culpa por estar ahí, como teniendo que pagar peaje en una zona roja que cobra tarifa por mirar y él estaba mirando.
Tenía miedo, estaba temblando, transpirado, inquieto, porque se sabía sapo de otro pozo y se la iban a dar, o al menos eso sintió en ese momento, pero no se fue.
-¿Para qué mierda me metí acá?-, decía.
¿Para qué mierda?-
Fue ahí cuando se le acercó un cartonero  (o eso parecía) que ni siquiera se tomó el trabajo de mirarlo, porque no levantaba la vista del piso ni un instante y a los gritos le pidió merca, lo mangueó claramente: “Dame merca, dame merca, boludo”
Porque acá venís a coger o a comprar merca y vos no tenés cara de venir a coger.
-¿No tené…nooo?
-¡La puta madre! ¡A mí me tocan todos los boludos! Porque no tenés pinta de careta, vo. ¡Uuuhh… que ganas de estar papeado!
-Willy, si querés comprar yo te digo donde. Porque no me vas a decir que vos también sos puto. Por 100 p. nos dan un papel para los dos y lo tomamos juntos.
¿Te pa?
No le contestó, volvió a sentir miedo, sacó de su bolsillo 100 pesos y se los dio y siguió de largo sin escucharlo. Sin siquiera darse vuelta para mirar atrás, por miedo a que lo siguiera y mucho menos aclararle que no se llamaba Willy.
-Tené cuidado. Andá mejor en tu auto por acá, no estés caminando solo, lo aconsejo una traviesa de mirada dulce. Escondiendo sus zapatos de mujer en un talle de hombre y su amor no correspondido en un bolso de mano donde guardaba los preservativos y su corazón.
La elección tampoco era muy difícil, de los que estaban y las que estaban por allí fue la única que lo defendió y lo trató con dulzura y aparentemente no manifestaba ningún interés mezquino y ninguna propuesta comercial que prostituyera el vínculo.
Lo vio tan extraño, tan guachín, como pollito mojado entre tanto guacho: asustado, ajeno, tan distinto, que le dio por cuidarlo.
Pero igual, el pobre no le creyó, y esta vez sí se lanzó a la huida y empezó a correr y mientras más corría…, una voz conocida soplaba su oído cada vez más fuerte: aturdido, susurrando, como tulipán soplado por el viento que en la noche fría vencida al vivir le decía una y otra vez:
-¡Vos te estás portando mal!
¡Vos te estás portando mal! (con dedito y todo)
-Yo,  ¿por qué?, contestaba. ¿En qué me estoy portando mal?
-¡Porque no me trajiste un regalo!, le dijo una travesti.
-¿Y por qué te tenía que traerte un regalo yo? Si no te conozco.
-Sí que nos conocemos. Vos no te acordás, pero nosotros fuimos novios hace un tiempo. Yo te dejé hace unos años y venís a buscarme. ¿No te acordás…?
(El siguió sin contestar)
-Y especialmente porque yo lo deseo y en esta zona mi deseo es ley, porque este es mi reino. Mucho lo deseo, le dijo con la voz cada vez más suave: susurrando, como tulipán soplado por el viento en la noche fría vencida al vivir.
Por eso accedió.
-¿Y qué regalo querés vos…?-, le preguntó, siguiéndole ahora sí la corriente en un río de peces gordos que se comen los chicos por inexpertos en un lago azul, porque no saben jugar un juego que se juega sólo por las noches y en las bocacalles.
Le contestó:
-Una cadenita de oro, quiero…
-¿De oro?
-Oro 18, por favor- 
Parecía una mujer de tan joven. Quizás lo era. Quizás lo era.

Un pañuelo rojo se agita desde un hotel y el va, sumiso, como haciendo caso, deslumbrado por una morocha inquietante, como tanteando la noche.
Se llamaba…
-¿Cómo te llamás?
(A ella sí le pregunto, a diferencia de las otras)
-Micaela, ¿y vos?
-Yo me llamo Gustavo.

Tenía el pelo largo, lacio, morocho, los ojos aindiados, cintura de avispa dispuesta a volar y las alas atadas como detenidas en el aire a medio caer. Era joven, muy joven, parecía una mujer. Quizás lo era. Quizás lo era. Salía al toro por las noches noche, esperando que un torero perdido ensartara su paño color rojo en la arena caliente de una vez y para siempre, y la rescatara de la calle al son del bolero que toda mujerzuela quería escuchar, una vez que con lágrimas en los ojos y el alma en sus manos le confesara sus miedos:
-“Tengo miedo, torero. Tengo miedo cuando se abre tu capote. Tengo miedo, torero. De que el borde de la tarde, el temido grito flote. Pero cuando torero jugueteabas con la muerte yo me olvido de mi miedo. Y en ti creo torero…”-
-¡Tengo miedo!, decía ¡Y seguro es que vos (y no otro), venís a rescatarme!

Tenía el pelo largo, lacio, morocho, los ojos aindiados, cintura de avispa dispuesta a volar y las alas atadas como detenidas en el aire a medio caer. Era joven, muy joven, parecía una mujer. Quizás lo era. Quizás lo era. Salía al toro por las noches noche, esperando a un torero perdido para compartir el miedo al amor por el resto de sus vidas,  que huyo de una corrida embriagado por la atmósfera prostibular de un barrio liberado por la policía y por algunos cómplices cuando cae la noche, que la deseara como un loco y le quitara sus miedos, aunque sea por el tiempo que durara la calentura y le pagara tan solo para que ella no le hiciera preguntas.
Si total ya sabía todo lo que hay que saber sobre el amor: “que nace, crece, te hace sufrir y se va”, porque hizo el CBC de Sociología y leyó a Roland Barthes y sus fragmentos de un discurso amoroso (o se lo contó un compañero que le tiraba onda o quien sabe qué) y después no siguió y el sexo hace las veces de remedio al abandono y calma el dolor, aunque sea por un rato por pequeño que este sea. Si la primavera dura un segundo o a lo sumo dos y por las noches los días se pasan más rápido acompañados.

-¡Qué lástima que no encontraste tu placer!-, le dijo.
-Que no te vas esta noche conmigo-
Porque me llamo Brisa, no Micaela. Y como mi nombre verdadero, tendrás que descubrir otras cosas, pero eso siempre y cuando vos quieras.
-“Me podés encontrar por acá, por las noches, más o menos a esta hora, en la bocacalle”

Pero no le alcanzaba, quería algo más, que le dijeran que lo amaban y que lo amaran realmente, aunque esa noche parecía que nada le hubiera alcanzado y no había propuesta por tentadora que fuera que pudiera convencerlo o a lo mejor no la entendió.
Ni siquiera notó la diferencia que no fuera mujer, porque tal vez no la había. No la había.
Y rechazó su beso travesti sin garantías ni culpa ni prejuicio que le quitara el maquillaje y su perfume minutos después.
El amor mentido que lo aliviara, aunque más sea por esa noche. Si la que hasta ayer era su mujer tampoco lo amaba y lo miraba con desprecio, de reojo, a la distancia, como rechazándolo, como cachetada en la cara sin haber puesto siquiera la otra mejilla. Si la que hasta ayer era su mujer no lo quería ver más y le pedía el divorcio y le gritaba que se fuera, de todas las maneras posibles. Y él aunque más fuera con las ganas por un momento se fue.
Si los dos querían lo mismo: arañar la metonimia de una gesta de ruidos que los confundiera: “en esta noche, en este mundo” y no mucho más (¿o cuanto tiempo creen que dura el sexo cuando reemplaza al amor?), que les impidiera escuchar su corazón latiendo al oído, despacio, al menos una vez un poco más fuerte.
Porque ella sabía perfectamente que él no era el amor de su vida y ella tampoco su ex  y lo único que deseaba esa noche era brindar con champagne sin burbujas por un amor furtivo, de torero extraviado por sus besos brujos y por sus fracasos, como si nada hubiera pasado, porque el amor es eterno mientras dura el amor y se prolonga su eco en espejos quebrados.
¿Y cuánto tiempo más?, ¿Cuánto tiempo?
Si el amor es el recuerdo que a menudo repite la ilusión de amar.

Me atrevo a contarlo ahora porque pasó mucho tiempo y porque Gustavito jamás se va a enterar que lo hice. Porque aunque nos haya contado a mí y a otros amigos, en una noche de alcohol esta historia a medias, inconclusa –supongo-, como si nada, en suspenso, a la que escuchamos de un tirón como si fuera del todo cierta, sin interrumpirlo ni hacerle preguntas, como si nos hubiera dicho reamente la verdad de lo que pasó. Y en todo caso, ¿a quién le importa?
Todos sabemos que nunca podrá olvidarse de ella, porque la brisa de otoño lo llevó a buscarla otras noches y no la encontró.
Y todavía guarda la cadenita de oro 18 que le compró en la calle Libertad.
Si el amor es el recuerdo que a menudo repite la ilusión de amar.
Y él, por descuido o por temor perdió la ilusión, una noche de tantas, en alguna bocacalle.


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