viernes, 16 de octubre de 2015

Toda la voz de América en mi piel. La crónica: un género baldío para un cronista adjetivo Pedro Lemebel. Anexo (o lo que las crónicas nos dejaron hacer) 15 arriesgos sobre la crónica: Sin cadáveres ni alambres que demarquen al género (o el agua barrosa del Mar de Ansenuza) 6ta. La crónica supone un "haber estado ahí"


6ta. La crónica supone un “haber estado ahí”.

La crónica (no) supone un “haber estado ahí. El cronista no debe estar necesariamente en el “lugar de los hechos” lo demuestran Roberto Arlt con “El paisaje en las nubes” y con sus “Aguafuertes”, que una editora llamada Rose Corral en una compilación editorial publicó como crónicas (Mayer, 2009), y fue María Moreno (2002) la que propuso en un comentario sobre Pedro Lemebel que lo que hace el aguafuerte es instalar “un suele pasar en lugar de qué pasó”, a lo que Lemebel le da una vuelta de tuerca más en “un pudo haber pasado”; y por supuesto, José Martí. Por citar dos ejemplos, que Susana Rotker (2005) y anteriormente Julio Ramos (2003) reconocen y destacan al cubano como cronista; y este ensayo a Lemebel, como ya vimos en la Introducción, por recepción editorial y por auto-percepción de sus escritos;  y (“todos decimos: Sí”, como dice la canción).
El escritor Roberto Arlt, sin embargo, hizo casi lo mismo que el poeta/cronista José Martí cuando era corresponsal del diario La Nación en Nueva York: leía noticias y las convertía en crónicas. Así, Martí pudo escribir sobre el terremoto de Charleston, la muerte de Jessie James y la ejecución de los mártires de Chicago sin haber estado allí, como testigo presencial (Baigorria, 2010), donde como ya dijimos, “a diferencia de la noticia, el valor de la crónica descansa en gran medida en su escritura por lo que también en este tipo de textos “todo el resto es literatura” (Benjamín, 1999:117-118).
Por lo demás, siguiendo a Caparrós (2007) la primera persona de una crónica no tiene (necesariamente) que ser gramatical, porque es la situación de una mirada y la construcción de una escena que a lo que aspira no es a otra cosa que a conmover. Por eso la crónica es el género de no ficción donde la escritura pesa más. Así la crónica aprovecha la potencia del texto, arma un clima, (un paisaje, una atmósfera), crea un personaje y piensa una cuestión. Por ende en la crónica no existe esa exigencia de las pruebas, porque se asocia más al ejercicio de una mirada que a una investigación propiamente dicha. Pero no es solo el ejercicio de una mirada, como demuestran aportes como los que le hacen al género Perlongher y en especial, Lemebel, sino que se trata del ejercicio de una mirada, (como posición), como ojo, como oído, como tacto, como piel, (como “abrir el pecho y sacar el alma”, como dice la canción “algo que me alivie un poco más”).

Claudia Victoria Poblete Hlaczik

AL CAER en mis manos el libro Mujeres chilenas detenidas desaparecidas, publicado el 8 de marzo de 1986, el Día Internacional de la Mujer; después de recorrer las caras nubladas de obreras, profesoras, estudiantes, modistas, dueñas de casa, secretarias o empleadas domésticas que abanican con sus rostros el triste hojeo de estas páginas, me detengo sin querer en el último caso que documenta esta bitácora. El retrato párvulo de Claudia Victoria, la niña más joven que cierra aquella ronda de la muerte.
Al mirar su foto y leer su edad de ocho meses al momento de la detención, pienso que es tan pequeña para llamarla detenida desaparecida. Creo que a esa edad nadie tiene un rostro fijo, nadie posee un rostro recordable, porque en esos primeros meses, la vida no ha cicatrizado los rasgos que definen la máscara civil.

                                     en De perlas y cicatrices de Pedro Lemebel.
Ambos participaban en un grupo de cristianos por la liberación. Ambos fueron detenidos con la beba y hasta el día de hoy no se conoce su paradero. Después, las abuelas de la niña dejaron los zapatos en la calle, buscando, preguntando por ellos en Campo de Marte, el Olimpo y Puente Doce. Y siempre les dijeron lo mismo: No se sabe. No aparecen. A joder a otro lado viejas. Por ahí algo supieron de los chicos a través de unos detenidos que los vieron en el Olimpo, aún con vida. Pero de la nena nadie tenía información, se había esfumado en el aire de aquella noche de terror. Ni siquiera el cardenal Gracelli, el sucio monseñor alcahuete de las botas argentinas, supo dar razón en el desaparecimiento de Claudia Victoria, y despidió a las abuelas con una hipócrita bendición en su elegante despacho de la Nunciatura. Por eso la abuela chilena de la niña, se integró a las Abuelas de Plaza de Mayo; solamente ella, porque la abuela argentina sucumbió en la inútil espera. Se suicidó en Buenos Aires, justo a los tres años de ocurrido el hecho (2010:105-107).

Anacondas en el parque

A PESAR DEL RELÁMPAGO modernista que rasga la intimidad de los parques con su halógeno delator, que convierte la clorofila del parque en oleaje de plush rasurado por el afeite municipal. Metros y metros de un Forestal “verde que te quiero” en orden, simulando un Versalles criollo como escenografía para el ocio democrático. Más bien una vitrina de parque como paisajismo japonés, donde la maleza se somete a la peluquería bonsay del corte milico. Donde las cámaras de filmación, que soñara el alcalde, estrujan la saliva de los besos en la química prejuiciosa del control urbano. Cámaras de vigilancia para idealizar un bello parque al óleo, con niños de trenzas rubias al viento de los columpios. Focos y lentes camuflados en la flor del ojal edilicio, para controlar la demencia senil que babea los escaños. Ancianos de mirada azulosa con perros poodles recortados por la misma mano que tijeretea los cipreses.
Aún así, con todo este aparataje de vigilancia, más allá del atardecer bronceado por el smog de la urbe. Cuando cae la sombra lejos del radio fichado por los faroles. Apenas tocando la vasta mojada de la espesura, se asoma la punta de un pie que agarrotado hinca las uñas en la tierra. Un pie que perdió su zapatilla en la horcajada del sexo apurado, por la paranoia del espacio público. Extremidades enlazadas de piernas en arco y labios de papel secante que susurran “No tan fuerte, duele, despacito, cuidado que viene gente”.

                                     en La esquina es mi corazón de Pedro Lemebel

           (2001:21-22).

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