HABLABA SOLO. Así lo encontró su padre, sentado en el furgón del camión de mudanza, mirando con ojos sin retorno la casa donde vivían, como si nunca más la fuera a ver. La casa, que en realidad era un departamento en planta baja sobre la calle Gurruchaga, se borró de su memoria por completo por un tiempo, al menos hasta hoy.
Pero a la distancia todo se ve distinto.
Nunca más estaría su abuela Roxana asomada a la ventana
charlando con cuanta vecina pasaba por allí, alargando las tardes en la
primavera callada del ‘79.
Ni Mariela arrancándole los pelos a cuanto “negro”, como
decía ella, pasaba por la puerta corriendo a su hermano, Ricardo, con el afán
de obligarlo a seguir jugando a las escondidas. Un juego -que por contar
siempre él- había dejado de divertirlo y por eso escapaba.
Los “negros”, como decía su hermana mayor eran el Indio y
Víctor; y como eran más grandes que él, se sentía en la obligación de
defenderlo como podía: con uñas y dientes, subida a un banquito, desde lo alto,
en la ventana de su casa.
Eran dos chicos de los conventillos de Palermo viejo
cruzando Honduras, que paraban en la feria de Nicaragua vestidos con ropa
deshilachada y calzados con zapatillas que de Flecha le quedaban sólo la suelas: gastadas, confeccionadas con
retazos de distintas telas: lisas, floreadas, de jean y con cordones de diferentes colores.
No podían alcanzarlo a Ricardo, si no por supuesto le
hubieran pegado. Por “cheto”, por tener las zapatillas sanas y limpias -ni
siquiera mejor que las de ellos, marca Pampero-,
pero nuevas, motivo más que suficiente para envidiarlo y castigarlo de ser
posible.
Ricardito tenía experiencia en eso de correr y esquivar
sopapos. Además contaba con la ayuda incondicional de su única hermana, y no
era poco.
HABLABA SOLO. Así lo encontró su padre, sentado en el furgón
del camión de mudanza, mirando con ojos sin retorno la casa donde vivían.
Pero no miraba la casa, si no la ventana, por última vez.
Buscaba algo. En esas visiones que el viento deshilacha y sopla basuras en los
ojos que impiden mirar con claridad, que molestan; porque ya nadie estaba allí,
excepto la mancha de sangre en la persiana otra vez baja, que todavía creía
ver. Queriendo confundir recuerdos con quien sabe qué en la esquina de un rosal
lleno de espinas.
-¡Andá para la cabina del conductor!, ¡Ricarditoo!
-No te lo quiero volver a repetir-
Y ahí nomás, su padre le voló un mamporro. No le dio tiempo
a moverse y la cachetada sonó como un látigo en la mejilla de Ricardo, como
tantas otras veces.
Creyó reconocer su ira desde entonces, la siguió viendo
florecida en el ayer: marchita, olvidada, pero viva.
Pero no lloró. Nunca lo hacía. Ricardo no sabía llorar.
Mordió los dientes, como siempre, refunfuñando y se fue para
adelante, a la cabina del conductor, sin chistar.
El camión con sus pertenencias –junto con ellos- estaba en
marcha. Había un coche de policía apostado en la esquina. Como muchos en esos
años conocía la calma que anticipa la tormenta, aunque sólo fuera un niño.
Ricardito notó que su papá se puso más nervioso que de costumbre, y ya era
mucho.
-Arrancá, Ulises, arrancá.
-Arrancá, que se nos hace tarde. Y ese auto de policía que
está ahí, parado atrás…¿Lo vés?.
-¡No mirés, pelotudo! No me gusta nada-
Por fin, el camión partió a destino. Además una orden de su
papá era una orden, para cualquiera que escuchara ese tono de voz. Mientras la
calle Gurruchaga se terminaba sin dejar huella y doblaba por Warnes sin que
nadie los siguiera. Llevando consigo bajo el brazo las primeras horas amargas
de su vida.
Con el correr de los minutos, las lágrimas del espejo interior
de Ricardo se fueron secando con un pañuelo de seda azul color cielo que heredó
de su abuelo materno al que prácticamente no conoció y disfrutó del viaje. La
bronca se le fue yendo de a poco y descubrió el placer de observar todo desde
la ventanilla. El sol se reflejó en sus
ojos y en los cristales, en ese puente de sueños que oscila entre la oscura
sombra y el reflejo de su vida. Al lado del asiento del chofer se sentía importante,
acompañado, contenido, aunque sea por un rato.
Su padre no habló en todo el trayecto. Hasta qué, fastidioso
porque Ricky no dejaba de leer uno por uno todos los carteles con el nombre de
los negocios que veía en voz alta, le gritó:
-¡Callate!
Pero fue sólo un grito, esta vez.
(Por suerte, no hubo
violencia)
El flete dobló por Campichuelo y cruzó la Avenida Díaz Vélez
por una calle que a las pocas cuadras se corta por la vías del tren Sarmiento,
escondida entre los parques Centenario y Rivadavia (o Lezica), empedrada,
repleta de arces y paraísos, al costado del Hospital Durand.
-¡Llegamos!, dijo Ricardito, con el corazón que se le salía
del pecho.
-¡Llegamos!, repitió su padre.
Cuando Ricardo entró a la casa de Eleodoro Lobos en
Caballito se encontró con dos puertas con cerrojo pero sin llaves abiertas de
par en par, un patio cerrado con vidrios y un cielo color azul como su pañuelo
de seda, que al verlo, le permitió sonreír por un instante y una escalera que
lo conducía, luego de pasar por una pieza ubicada en un entre piso, a un jardín
repleto de pájaros y de flores: había zorzales, colibríes, botones de oro,
cabecitas negras, mirlos y una calandria mora que no paraba de cantar. Las
flores eran muchas y distintas, pero sólo reconoció los claveles.
Había un macetero de cemento que cubría todo el frente y
alegraba su vista, con plantas que trepaban sobre las paredes de la
terraza recostadas sobre el verdín que
le dan los años y la humedad a las casas viejas.
Pero si la vivienda estuvo desocupada durante mucho tiempo y
es por eso que se la dieron a su abuelo paterno por un alquiler insignificante,
¿quién regaba las plantas y las flores y le daba de comer a esos pájaros?
¿Quién guardaba todas esas pelotas de fútbol allá arriba? ¿Quién?
Fue entonces cuando descubrió a una señora en el balcón de
la vivienda de al lado observándolo con ojos inteligentes, desconfiados, sin
decir palabra. Para meterse luego, hacia el interior de la casa color marrón de
dos plantas con terraza donde ella vivía, ni bien lo vio.
Su balcón del primer piso estaba pegado a su azotea, lo
miraba de costado, como lo miró, por unos segundos, su nueva vecina en esa
mañana de cristal. A la primera luz de un nuevo día.
Rickyto, como lo llamaba su abuela, corría de un lado al
otro, contento, traspirado en el asfalto resbaladizo ya caliente por el sol,
contra el mediodía, casi tarde.
Jugaba al fútbol con las tres pelotas que encontró al mismo
tiempo, no le bastaba una, las hacía rebotar contra la pared, sin cesar. Era un
especialista en eso. Lo hacía una y otra vez, gambeteando telas de araña,
saltando de alegría en su partido imaginario sin estadio, ni gente, pero de
pelotas nuevas y encontradas dispuestas a hacerlo feliz. Su mirada y sus pies
volvieron a iluminarse y murmuró… “donde se oculta el silencio, en la voz de
los follajes de una enredadera, el jugar con los recuerdos, con la tristeza
profunda, en las noches estrelladas, en las alas de los vientos de la luz de la
mañana, y vio entonces como se formaban figuras sobre la pared de la terraza a
orillas de la vida, vagamente…”
Cuando un baño de
agua fría lo volvió a la realidad de un baldazo, al grito de su padre:
-¡Bajaa Ricardoo!
-¿Qué carajo estás haciendo ahí arriba?
-No ves que no hay nada-
(Su papá no había
visto lo que vio él, por eso el enojo)
-Vení ayudar a tu mamá y a tu hermana a desembalar las cosas,
que yo estoy con el señor de la mudanza entrando los muebles y no doy a basto.
-¿Qué querés que lo hagan tus abuelos?
-¡Bajaa Ricardoo!
-No te lo quiero pedir ni decir más-
Ricky bajo de inmediato. Quería contarle a su papá que en
esa terraza de sueños iban a poder tener el criadero de perros que por falta de
espacio no tuvieron en el departamento de Palermo. Y que en el lavadero podían
poner los pájaros que aunque no fueran
silvestres –como él los había visto- podían ser canarios de colores:
verdes, marrones, rojos, azules, amarillos y
por que no, también de canto clásico. Ricardo tenía el oído adiestrado
por la práctica para reconocer cuando un canario roller cantaba bien y cuando no, aunque su canto estuviese perdido
en una pajarera con más de cien pájaros cantando a la vez. Su padre lo ponía a
escucharlos cantar y cuando Ricardito decía ese, ese y no otro era el que
compraban, se lo llevaban y efectivamente era bueno.
Pero no lo escuchó.
Quería contarle que él había visto en la terraza las plantas,
las flores y los pájaros, al menos por un instante. Que faltaban los perros,
pero que los podían traer. Que lo imaginó así y que está vez, aquel deseo de su
papá, que también fue el de él por un largo tiempo, podía convertirse en
realidad.
Pero no lo escuchó.
Lo único que quería, su padre, era que ayudara a su mamá y a
su hermana a desembalar los canastos y a ordenar las cosas. Y a sus abuelos a
terminar de instalarse.
Y eso fue lo que hizo.
Al otro día, una vez terminados de mudarse, ya más
tranquilos, Ricardo encaró a su papá en la cocina, con la voz tomada por la
emoción de la mudanza, por tener una casa vieja pero nueva y una pila de
sueños, y comenzó a hacerle una por una las preguntas que le quedaron
pendientes del día anterior.
-¿Papá., vamos a tener el criadero de perros chihuahuas o de
cocker spanish inglés que tanto
querías?
-¿Cuándo vamos a algún criadero a ver perros? ¿Este fin de
semana?
-¿Viste algún aviso?
-¿Y a ver pájaros?
-¿Cuándo vamos a la feria de Domínico o a la de Pompeya?
La familia se la pasaba yendo a ver perros los fines de
semana a cuanto criadero había en alguna localidad del Gran Buenos Aires. Iban
todos, menos sus abuelos paternos Enrique y Roxana que vivían con ellos o al
revés. Su papá Mario, su mamá Elvira, su hermana Mariela y por supuesto,
Ricardo. A ninguno les gustaba ir -y mucho menos todos los fines de semana-
salvo a su papá. Pero con el tiempo y por costumbre su capricho se volvió
obligación para todos, que buscaban, en cada nueva lechigada que nacía de cada
raza de perros que se le antojaba a su padre ese día ir a ver, al futuro
campeón.
Por qué cada fin de semana iban a ver a un perro distinto de
una raza distinta, irremediablemente. Después de revisarlos de pies a cabeza y
no siempre convencido de lo que hacía, su padre los compraba. Uno compraba. Al
menos uno por vez. Para encerrarlo luego en una jaula que hacía las veces de
cucha y casi siempre de prisión, ante los ojos de Ricardo. Encerrado por el
delito de ser bello, de cumplir con el estándar desde cachorro -quien sabe por
cuanto tiempo- que imponía el Kennel Club
o la Federación
Cinológica Argentina de perros y de tener chances ciertas de ser
campeón en alguna exposición.
En la oscura sombra de su vida, los diferentes perros que
por desgracia conocieron el departamento de la calle Gurruchaga en Palermo
salían pocas veces, para ir al veterinario o para practicar su pasada triunfal
por la alfombra roja de la pasarela imaginaria de alguna exposición canina.
Salían poco porque de lo contrario les podía pasar algo malo y después como
iban a hacer para llevarlos al concurso si estaban lastimados, donde una
medalla de honor los estaba esperando, irremediablemente.
Pero nada de eso pasaba. Su padre nunca presentó un perro en
un certamen y los campeones que creía tener cuando los traía de cachorros con
el tiempo se volvían imperfectos, fuera de estándar, feos y el ya no los
quería y los vendía o los cambiaba o los
regalaba con tal de no verlos más y era en esos casos cuando ofendido decía:
-¡Llevateló!, ¡Llevatelö!, ¡la puta madre!, al perro de
mierda este.
-Llevateló!, Elvira, sácalo de mi vista.
-Por favoor., te pido.
-¡Hija de puta!, no escuchás lo que digo.
-Llevateloó.
-No te das cuenta que no lo quiero ver-
-¿Y qué hago?, le preguntaba su mujer.
-Vendelo o regalalo, hace lo que quieras, ¿qué me
preguntás?, pero que acá no esté más. No lo quiero ver.
Una orden de su papá era una orden, para cualquiera que
escuchara ese tono de voz, y más para su madre que se suponía ya cansada de sus
maltratos o tal vez no.
Con los pájaros sacárselos de encima cuando ya no los quería
resultaba más fácil, lo resolvía sin remordimientos: se los regalaba a alguien
o simplemente los dejaba morir.
Ricardo insistía:
-¿Papá., vamos a tener el criadero de perros chihuahuas o de
cocker spanish inglés que tanto
querías?
-¿Cuándo vamos a ver perros? ¿Este fin de semana?
-¿Viste algún aviso?
-¿Y a ver pájaros?
-¿Cuándo vamos a la feria de Domínico o a la de Pompeya?
-Paraá, Ricardo, son muchas preguntas.
-No vamos a tener un criadero ni de perros ni de pájaros
Su padre todavía tenía muy presente el recuerdo triste de la
mañana anterior al día de la mudanza. El momento preciso en que asesinaron a
Alberto, un amigo suyo de la infancia hasta pasada la adolescencia, que vivía
también en Palermo en la otra cuadra, sobre la mano izquierda de la calle
Gurruchaga, apenas cruzando Soler. En la casa de paredón y enredadera, de
pasillo largo al costado, de cuellos rotos de botellas en las paredes del
frente apuntando hacia arriba, como una especie de fortaleza, que la defendiera
de un ataque que inevitablemente iba a suceder en estos días, para que no
saltaran adentro de la casa, al menos tan fácilmente. La puerta estaba cerrada
bajo siete llaves que nunca más se abrieron, nunca más. Al menos hasta hoy,
ante los ojos húmedos sin lágrimas de Ricardo.
Pero su papá ya no lo frecuentaba a Alberto, apenas lo
saludaba con cariño cada tanto cuando se lo cruzaba por la calle de casualidad.
Ya no era aquel muchacho con el que iban a pasear a Costanera norte o a las
playas de Saint Tropez en Olivos, o
al Ancla, ni compartían el gusto por los cuchillos y las armas, ni por pelearse
a las trompadas con cualquier infeliz que los mirara mal. Apenas sabía que
estaba metido en algún partido de izquierda, que admiraba al Che Guevara, que
quería irse a Cuba y que pensaba hacerlo en estos días de silencio cómplice y
de ojos que no querían mirar lo que pasó en el barrio aquella noche que se volvió
mañana de cristales rotos.
“Anoche escuché varias
explosiones. Pu tum pe tem,. Pu tum pa tam.
Tiros de escopeta y de
revólveres. Pu tum pe tem,. Pu tum pa
tam.
Carros acelerados, frenos, gritos.
Carros acelerados, frenos, gritos.
Eco de botas en la
calle.
Toques de puerta.
Quejas. Por Dioses.
Platos rotos.
Estaban dando la
telenovela.
Por eso nadie miró pa' fuera. Bo bo bo bo bo bo bo bo, bo bo ro bo bo.
Por eso nadie miró pa' fuera. Bo bo bo bo bo bo bo bo, bo bo ro bo bo.
Bo bo bo bo bo bo bo bo, bo bo ro bo bo.
¿A dónde van los desaparecidos?
Busca en el agua y en los matorrales.
¿Y por qué es que se desaparecen?
Porque no todos somos iguales.
¿Y cuándo vuelve el desaparecido?
Cada vez que los trae el pensamiento.
¿Cómo se le habla al desaparecido?
Con la emoción apretando por dentro. Bo bo bo bo bo bo bo bo, bo bo ro bo bo.
¿A dónde van los desaparecidos?
Busca en el agua y en los matorrales.
¿Y por qué es que se desaparecen?
Porque no todos somos iguales.
¿Y cuándo vuelve el desaparecido?
Cada vez que los trae el pensamiento.
¿Cómo se le habla al desaparecido?
Con la emoción apretando por dentro. Bo bo bo bo bo bo bo bo, bo bo ro bo bo.
Bo bo bo bo bo bo bo
bo, bo bo ro bo bo”.
(Cantó Rubén Blades y
tantos otros después, pero a Alberto no lo desaparecieron, lo mataron a quema ropa
aquella noche que se volvió mañana de cristales rotos en alguna telenovela)
Más allá, el ya no tan joven idealista, ni siquiera alcanzó
a beber un puto sorbo de la taza de café que sostenía, por si acaso esta vez
con su mano derecha durante el desayuno. Tampoco alcanzó a saltar el paredón
con vidrios para que no entraran otros, ni le permitieran salir a él cuando
empezaran los disparos. Porque lo venían a buscar después de tantos días y
noches en la sombra. Lo hicieron caer en su propia trampa cuando se desplomó
sobre la vereda con sangre y sudor café que destiñeron su remera color roja
para siempre, sin hasta, ni victoria. Como si el castigo se repitiera
eternamente a cuanto zurdo se le ocurriera asomar la cabeza, para que el
mensaje llegara a destino junto a otros cadáveres aún tibios por la orden de
matar a balazos a cualquiera que saliera de esa casa.
Muerte y destino desayunaron la infusión amarga de aquella
mañana. La imagen oscura del horror envenenó las ventanas de las casas de los
vecinos, de los que vieron y de los que no y de los que no quisieron mirar.
Algunos no creyeron, otros aludieron haber salido temprano y que por eso no
vieron nada, que se lo contaron, que escucharon el rumor, pero que no sabían
bien por qué ocurrió ni como, los que lo vieron no querían contarlo, y la
mayoría comentaba en voz baja que se lo había buscado, que por algo sería y que
por supuesto, algo habría hecho para merecer un final así.
Ricardito sintió la impotencia y la rabia de un chico de 10
años, la estocada final de los primeros miedos conscientes, un miedo sin
fronteras, estomacal, profundo, de intestino bajo hasta los retorcijones, de
ganas de vomitar, capaz de presentir la sombra de las botas bajo el hilo de luz
que deja la ranura de la puerta en el suelo y alarma.
Pero eran canas, no milicos, y el papá de Ricardo decía que
con esos negros de mierda no se podía hablar porque no entran en razones,
porque son burros, porque cumplen órdenes pelotudas que le dan otros pelotudos
más pelotudos que ellos. Porque son como los pibes de los conventillos, están
cagados desde que nacieron, viven asustados, porque no tuvieron educación y por
eso tiran, a quema ropa y mucho más si su sangre es roja, como hicieron con el
pobre de Alberto.
Y Ricardito pensó: “si fueron capaces de hacer lo que
hicieron, si planearon esa emboscada en una noche de lobos y cordero que se
transformó en mañana sin sol para que muchos lo vieran y hoy lo puedan contar,
si vallaron la calle con cintas de peligro como si se tratara de un caso de
emergencia, si alertaron a los vecinos para que no se asomaran”. Si a algunos
como el padre de Ricky sabían unos días antes lo que iba a pasar y no hizo nada, porque se lo contó el
vigilante de la esquina.
Mario hablaba mucho con él, decía que no quería a los canas,
pero bien amigo que era de ese, y de los milicos ni les cuento, no era amigo,
pero los admiraba profundamente. Acaso se callaron la boca y no fueron capaces
de avisarle, acaso lo creyeron culpable de quien sabe que cosa, acaso
felicitaron a los policías por el éxito de la operación que se convirtió en
cacería cobarde de varios dogos argentinos persiguiendo a un jabalí. “Muerto el
perro se acabó la rabia”, decían algunos, en la mañana callada a tiros de un
viernes de noviembre de 1979.
Y cuando Ricardo caminaba por la calle junto a su papá,
sabía perfectamente por qué su padre evitaba pasar cerca de la policía apostada
en las esquinas y más si veía con ellos a un patrullero, por qué temía que le
pregunten por Alberto, incluso después que éste murió. Ya lo habían hecho y
prefería no pasar de nuevo por esa experiencia traumática, tenía miedo que le
preguntaran que relación tenía en ese momento con él, qué más sabía que no les
hubiera contado.
“Muerto el perro se acabó la rabia”, decían algunos. Algunos
otros decían que lo vendió.
Son muchos por Palermo los que no querían recordar el día de
ayer, y no despiertan y duermen, y hacen tiempo esperando que esta pesadilla
termine. Porque aunque Alberto hubiera hecho lo que habría hecho, había nacido
allí, era nacido y criado en el barrio, y los que lo vieron nacer y se dijeron
alguna vez sus amigos le dieron vuelta la espalda para no mirar cuando lo
cagaban a tiros.
El gobierno militar estaba más fuerte que nunca y la
dictadura se hacía sentir también en los barrios más acomodados de la Ciudad de Buenos Aires en
una noche mañana más larga que las otras y la policía ayudaba si se lo pedían
como en este caso. De todos modos, los
ojos de Alberto se destacan en las sombras de largas noches sin sueño y de
tristes soledades, llevando murmullos de vida y olores de primavera al recuerdo
infantil de Ricardo.
Pero la familia de Ricardito se mudó a Caballito a una casa
vieja pero nueva, repleta de plantas y de flores, de pájaros y de perros; y ese
oscuro recuerdo de la niñez quién sabe porque estéril razón con la distancia se
hizo nostalgia y decidió volver. El hecho ni siquiera salió en las noticias,
como tantos otros acontecimientos de entonces que no vieron la luz. En el
barrio nuevo aquel suceso infame no había pasado, al menos no de ese modo, excepto en la cabeza
de su padre y en la de Ricardo.
-¿Papá., vamos a tener el criadero de perros chihuahuas o de
cocker spanish inglés que tanto
querías?
-¿Cuándo vamos a ver perros? ¿Este fin de semana?
-¿Viste algún aviso?
-¿Y a ver pájaros?
-¿Cuándo vamos a la feria de Domínico o a la de Pompeya?
-Paraá, Ricardo, son muchas preguntas.
-No insistas.
-No vamos a tener un criadero de perros, ni de pájaros.
Vamos a tener un perro de pelea, uno solo nomás. Vamos a traer un Bull Terrier, para que nos defienda. Te
va a gustar, vas a ver.
-Me dijeron que hay uno en Monte Grande, pero hay que ir a
buscarlo, encima nos lo regalan. Pesa 30 kilos y está pasado de estándar, pero
no importa. Es blanco y tiene un parche negro en el ojo izquierdo parecido al
de un pirata. Se llama Gitano. Me dijeron que tiene más de 30 peleas en el lomo
y que ganó las 30, que tiene más o menos 6 años, -es un poco viejo-, pero en
este caso no importa. El nos va a cuidar.
Además, no quiero que salgas a la calle sin mi
consentimiento, salvo para ir al colegio. Tengo miedo que te cruces con la
policía y que te hagan algunas preguntas. Y vos como sos el más chico de la
familia y un poco demasiado charlatán vas a tener que tener cuidado y callarte
la boca, porque estos canas de mierda se aprovechan de ese tipo de cosas y no
podemos correr riesgos.
Por lo demás creo que está todo controlado. La abuela ya no
sale por el accidente que tuvo en la cadera y tu abuelo como no está nunca es
casi imposible que relacionen que vive acá con nosotros. Por ese lado estamos
bien. Tu hermana se la pasa atrás de la pollera de tu mamá y tu mamá sería
incapaz de traicionarme, así que no creo que traigan problemas, además ellas
están bien adiestradas en eso de callarse la boca y no van a hablar, porque no
les conviene. ¿Pero vos, Ricardo?, ¡con eso de querer jugar siempre a la pelota
y encima en la calle!, ¡qué manía, la tuya! Si acá tenés terraza, porque no
jugás arriba con todas esas pelotas que encontraste y te dejás de joder.
Ricardo volvió a su cama sin desayunar, a su cama que dejó
de ser marinera para convertirse en un sofá que tenía otra cama escondida que
salía de abajo, al lado de la de su hermana, ubicada en el comedor. La casa
tenía tres ambientes habitables: en la pieza principal dormían sus abuelos, en
el otro cuarto su papá y su mamá, y en el comedor: su hermana mayor y él.
Ricardito estaba en la cama, mirando el techo, recitando
para adentro estrofas sin páginas en el silencio que crece con los años. Pero
no pensaba, hablaba solo.
Todavía tenía muy presente el recuerdo triste de la mañana
anterior al día de la mudanza. El momento preciso en que asesinaron a Alberto,
un amigo de su padre de la infancia
hasta pasada la adolescencia, que vivía también en Palermo en la otra cuadra,
sobre la mano izquierda de la calle Gurruchaga, apenas cruzando Soler. En la
casa de paredón y enredadera, de pasillo largo al costado, de cuellos rotos de
botellas en las paredes del frente apuntando hacia arriba, como una especie de
fortaleza, que la defendiera de un ataque que inevitablemente iba a suceder en
estos días, para que no saltaran adentro de la casa, al menos tan fácilmente.
La puerta estaba cerrada bajo siete llaves que nunca más se abrieron, nunca
más. Al menos hasta hoy, ante los ojos húmedos sin lágrimas de Ricardo.
Su padre contaba siempre que Alberto peleaba muy bien y que
le salvó el pellejo, como decía él, varias veces y que le estaba muy agradecido
por eso.
Pero ya no lo frecuentaba. Apenas sabía que…
El padre de Ricky y él salieron a la puerta de calle cuando
se escuchó el tiró al pichón, porque alguien apretó el gatillo y la bala calló
el grito sin voz en aquella noche que se volvió mañana de cristales rotos,
desde la sombra cómplice de su último vuelo, que intentó hacerlo en vano con
las alas atadas “a contra pelo, a contra sol, a contra luz y a contra vida”,
aleteando el sueño trunco de un mundo mejor a la cubana, aunque sólo fuera un
sueño, un mal sueño acaso para muchos y una pesadilla para él. Porque no logró
su cometido, porque no llegó a tiempo, ni siquiera la desgraciada vida le dio
la chance de pasear su cara en pancartas en los sucesivos actos del Partido
Comunista cuando la democracia del ´83 los encontró a todos desarmados hasta
que los mismos compañeros de militancia del partido cambiaran su rostro por el
de otro en las pancartas por otras pancartas con la cara de una nueva víctima.
Aún más joven, hasta la victoria que nunca llegó. Nació para morir con las
ideas puestas, que por lo visto también se matan, cuando alguien muere así.
A la semana, el padre de Ricardo lo despierta en una mañana
de esas en las que el sol entra por la ventana como una perla de luna que
naufragó en la noche y se quedó despierta, y muy temprano, muy temprano le
dice:
-¿Vamos a Monte Grande a buscar el Bull Terrier?
-Sí, papá, claro, le contestó Ricardito todavía dormido.
También dormido se desperezó de un salto que con el correr de los meses se
convirtió en mortal.
-¡Me cambio y vamos!
Fueron juntos como tantas veces a ver perros, pero esta vez
solamente ellos dos. Caminaron desde su casa hasta la Avenida Rivadavia
(unas cuatro cuadras), Rickyto hablaba mucho y se lo notaba ansioso, más que de
costumbre, pero todavía faltaba mucho trayecto por recorrer y mucho por hablar.
Tomaron el subte a Plaza Constitución y luego el tren a la estación de Monte
Grande y de ahí a las afueras en colectivo.
Llegaron a la casa de los Murias: tenía rejas, un jardín en
la parte de adelante un tanto descuidado, dos sillas de mimbre, una parrilla
para hacer asado que por el estado de abandono se notaba que no la usaban
demasiado, unas pocas chapas y unas tablas de machimbre de pino tiradas en el
pasto recién cortado, algunas gallinas, una palangana de lata oxidada con agua
estancada y muchos mosquitos, demasiados mosquitos.
-Don Murias, grita su padre mientras aplaude con las manos
cada vez más fuerte.
- ¡Gitano!, grita Ricardo, ¡Gitanooo!
- Que dice, Mario, ¿cómo está?
- ¿Vino con su hijo?
- Si, es el más chico, se llama Ricardo.
- Saludá, Ricardo.
- Como le va don Murias y el Gitano, lo quiero ver, ¿dónde
está?
- Lo tengo en el fondo, vengan.
En el fondo de la casa hacían apuestas, comían empanadas y
tomaban vino, y alguna que otra cervecita. Se reían y gritaban, algunos se
peleaban a punta de cuchillo cuando uno de sus gallos perdía, Porque eso hacía
don Murias en el fondo de su casa, organizaba riñas de gallos por plata y a
veces los muchachos se mamaban y se pasaban de rosca y se armaba flor de
quilombo. Es ahí cuando don Murias pegaba dos gritos y todo volvía a la
normalidad: comían empanadas y tomaban vino, y alguna que otra cervecita. Se
reían y gritaban, algunos se peleaban a punta de cuchillo cuando uno de sus
gallos perdía.
-Ahí está el Bull
Terrier que tanto les hable, Mario.
-Como ustedes ya saben se llama Gitano. Está un poco gordo
porque se la pasa encerrado en esa jaula, y si lo suelto me puede matar a
alguna gallina o lo que es peor, a algunos de los gallos que son los que me dan
de comer en este momento. Es que actualmente los gallos son mi principal
entrada de guita. Además está un poco viejo y ya no pelea. Antes hacíamos
peleas de perros acá, en el fondo, -si usted sabe, Mario-, -si yo le conté-.
Pero con esto de los milicos hay que hacerlo por izquierda, de queruza, sabe y
encima, ahora, éstos canas de mierda también se cebaron con esto de la
dictadura y no dejan vivir. Se meten en todo: te preguntan a dónde vas, de
dónde venís, a qué te dedicas, -como si no supieran-, si hacés reuniones en tu
casa. ¿Qué carajo les importa? ¡Si acá no hacemos política! Porque no se van a
la casa de ellos a ver como sus mujeres los hacen cornudos. ¡Manga de putos!,
todo el tiempo te hacen sentir observado. Igual siempre a alguno coimeas, pero
es más difícil. Y esto de la riña de gallos pasa más desapercibido que el tema
de los perros. Los muchachos traen a los gallos en cajas de madera, con el pico
atado para que no griten y listo.
-¡No sabés Mario, lo calientes que llegan a la pista una vez
que los soltás! Y como no van a estar calientes los pobres si se la pasaron
atados en una jaula.
-Por lo visto, su hijo está contento con esto de tener un
perro. Y como le dije por teléfono, yo no lo puedo tener más y para que esté
encerrado todo el día en esa jaula mejor lo regalo. Es todo blanco, salvo la
mancha negra que tiene en el ojo izquierdo, pero como para una exposición de
perros yo nunca lo quise, no me hice problemas. Además, la pigmentación de la
piel y las manchas en la cabeza no son penalizables, por suerte en el Bull Terrier, pero eso en el caso que lo
quiera presentar en una exposición.
-¿A usted le gustan las exposiciones de perros, no Mario?
-Antes. Ya no.
-El perro está inscripto, tiene pedigree. Así que por eso no se haga problema. Vengan para adentro
que le doy los papeles.
El hijo de Murias sacó al Gitano de la jaula. Recién ahí
pudieron verlo. Ricardo se agachó y lo abrazó como si lo conociera de antes,
porque soñar con algo a veces es un poco conocerlo también. El perro lo miró
con ojos llorosos, como pidiendo ayuda y se hicieron grandes amigos.
-¡Tené cuidado, Ricardo!, le advirtió su padre.
-No ves que no te conoce-
El Gitano y Ricardito se volvieron inseparables y nunca más
se sintieron solos. Se acompañaban el uno con el otro. Al lado del Gitano,
Ricardo se sentía importante, a salvo, contenido; como sabiendo que esta vez, a
diferencia de las otras, su amistad con un perro sería posible y que no iba a ser
sólo por un rato. Con la certeza de sentir el viento poderoso del olvido en su
cara por primera vez y deseara el reposo y se sacó de los ojos las basuritas
que le impedían mirar con claridad en una noche mañana más larga que las otras
y respiró profundo.
Fue el único perro con el cual su padre lo dejó jugar.
Porque a los aproximadamente 20 perros que se pasearon por el departamento de
Palermo nadie los podía tocar, excepto su papá y estaba terminantemente
prohibido jugar con ellos. A ver si les pasaba algo que les impidiera
presentase en alguna exposición de perros en la que los esperaba un seguro
primer premio que nunca llegó. Porque nunca los presentaban, porque para la
mirada perfecta de su padre jamás hubieran ganado.
Y si acaso fuera verdad que ese perro había peleado 30
veces, que estaban en presencia de un sanguinario y que iban a convivir a
partir de entonces con un asesino, no parecía. El Gitano con Ricardo era
totalmente dócil, cariñoso, amigo, compañero. Parecían dos chicos despertando
de largas noches sin sueño y de tristes soledades, llevando por fin consigo
murmullos de vida y olores de primavera.
Cuando Ricardito lo sacaba a la puerta, se quedaban sentados
los dos en el umbral de la calle mirando pasar la vida con ojos sin retorno,
esperanzados. Un día de tantos lo encararon varios chicos que decían ser los
dueños de las pelotas de fútbol que caían en el balcón de la vieja de al lado y
le preguntaron si él las tenía. Se ve que alguno de ellos lo vio jugar en la
terraza desde algún balcón más alto y le hicieron la pregunta por pura
formalidad cuando conocían perfectamente la respuesta. Le dijeron que se
cansaban de tocarle timbre a la señora, pero que está no salía, que nunca los
atendía, que es un poco sorda, así que le da lo mismo que la caguen a timbrazos
o no, o que incluso le griten, que le tiran piedras en la ventana para hacerla
renegar y que creen que es por eso que no les devuelve las pelotas que caen en
su balcón cuando ellos las cuelgan. Pero que las pelotas son suyas y deseaban
recuperarlas.
En cambio, a Ricardo se las regaló todas como si fueran de
ella, como si supiera que Ricardito salía poco a la calle porque su padre no lo
dejaba y que jugar a la pelota en la terraza era uno de sus pocos entretenimientos
hasta que llegó el Gitano, que le gustaba escuchar los goles que él hacía en su
partido imaginario, sin estadio ni gente contra la pared repleta de plantas y
de flores que lindaba con su casa.
Rickito, como lo llamaba su abuela, devolvió todas las
pelotas menos una porque le gustaba mucho y decidió quedársela.
Su padre cada vez salía menos y él, por el contrario, cada
vez más. Los controles eran menos estrictos, el miedo a la policía y a las
esquinas de Mario quién sabe. Su papá ya no trabajaba y se la pasaba los días
enteros encerrado en la pieza leyendo. Ricardo pasaba más tiempo con el perro
que con él.
Un día su papá le dijo:
-Ricardo, andá a buscar al Gitano que está en la terraza y
nos vamos los tres al Parque Centenario. Me comentaron que allí se juntan un
montón de perreros que llevan perros de distintas razas de las que nos gustan a
nosotros, bravos, con carácter, ¡viste!
No como esos perros maricones que siempre vemos en la Federación Sinológica ,
a la que ¡por favor, no insistas!, porque no vamos a ir más.
-Entendiste, no!
-No más caniches, ni cocker,
ni chihuahuas, ni todos esos perros de mierda que compran las minas o los putos
que nunca me gustaron. Lo que pasaba es que un departamento como el de Palermo
si no tenés esos perritos chiquitos no los podés tener. Pero acá tenemos
terraza y patio y dos parques grandes cerca y encima en uno de ellos se juntan estos
tipos…Me dijeron que llevan Doberman’s,
Dogos argentinos, algún que otro Schnauzer
gigante, Bull Mastiff también, Me
contaron que andan con una raza nueva alemana que se llama Rotweiler, que entraron al país ahora desde que se abrió la
importación, los vi en la enciclopedia
esa que me compró tu mamá, pero como nunca los vi en vivo y en directo, de
verdad, ¡viste!, los quiero conocer y dicen que son muy bravos. Además me
dijeron que llevan una raza americana nueva también, que no está reconocida
oficialmente por ninguna asociación de perros: algo así como Pit Bull o American Pit Bull.
-¡Va a estar buenísimo! ¡Vas a ver!
-Ricardo, andá a buscar al Gitano que está en la terraza y
nos vamos los tres al Parque Centenario. No te olvides de ponerle el collar de
púas, pero está vez poneseló para afuera por si alguno de estos perros se hace
el malo y lo quiere morder.
Ricardo como siempre obedeció y le puso el collar con las
púas hacia fuera como los cuellos rotos de botellas en las paredes del frente
apuntando hacia arriba de la casa de Alberto, como una especie de fortaleza,
que lo defendiera de un ataque que inevitablemente iba a suceder. Iba a
suceder.
El perro con Ricardito era totalmente dócil, pero su padre
no se confiaba y menos de los demás. Caminaron hacia el parque los tres por la
calle Eleodoro Lobos hasta cruzar la avenida Díaz Vélez. Llevándolo…
El parque era hermoso, repleto de pájaros y de flores: había
zorzales, colibríes, botones de oro, cabecitas negras, mirlos y una calandria
mora que no paraba de cantar. Las flores eran muchas y distintas, pero sólo
reconoció los claveles.
Ricardito lo recordaba de cuando pasaron por allí el día de
la mudanza. Tenía una pileta sin agua, vacía, que en algún momento iba a hacer
un lago artificial, pero estaba en refacciones. Ricardo se prometió volver
cuando las obras estuvieran terminadas.
Su padre ni bien llegaron se puso hablar con todos los
perreros del lugar, o mejor dicho, con todos lo que le hablaron, preguntaba entusiasmado: ¿qué perro es este?,
¿y este otro?, ¿es bravo?, ¿el mío es más bravo?, ¿ningún perro se compara a un
Bull terrier? y mucho menos si el Bull Terrier era el de él. E
inmediatamente empezó a contar anécdotas, relatos ajenos, historias prestadas,
que oyó al pasar, de refilón tal vez, que ni siquiera sabía que eran ciertas.
Que le contaron, que dicen, que dijeron, que escuchó por ahí, que sintió el
rumor…
Ricardito notó que su papá se puso más nervioso que de
costumbre, y ya era mucho. Y tanto entusiasmo no podía terminar bien.
Todos los perreros contaban sus historias o las de sus
perros, una menos creíble que la otra, jactándose que su perro había hecho esto
y lo de más allá, que habían ganado una y mil peleas y habían vivido para que
las contaran sus dueños.
En eso Mario empezó a calentar la garganta repitiendo las
historias fantásticas que le contó el forro de don Murias, como si fueran
reales, como si él las hubiera vivido, cuando la charla se le fue de las manos
y a Ricardito el Gitano por esa puta costumbre de obedecerlo siempre, aunque
sus ordenes no tuvieran razón.
Se acercó un perro y empezó a olfatearlo, el Gitano lo miró
a Ricardo igual que como lo miró el día que se conocieron, con ojos sin retorno,
como pidiendo ayuda. Parecía llorar, suplicando que impidieran lo que el mismo iba
a hacer.
El otro perro era un Gran Danés, prepotente, altanero,
¡bastante boludo el pobre! y le empezó a olfatear la cara. Y a nadie que le
pagaron alguna vez le gusta que le toquen la cara.
El Gitano empezó a fastidiarse.
Ricardito notó que su perro se puso más nervioso que de
costumbre y nunca lo había visto así.
Era inevitable, iba a reaccionar como cualquiera que alguna
vez lo golpearon y mucho. La espera se demoraba más de lo previsto para
cualquiera que lo observara, pero no para él. Tenía la paciencia de un
profesional y la lealtad hacia el amo educada a garrotes, porque esperaba la
orden como cuando lo hacían pelear en el fondo mugriento de la casa de don Murias.
Esperaba la orden porque así lo educaron, porque era un profesional. Porque se
tomaba unos segundos para reaccionar, porque no se pelea en caliente. Esperaba
la orden de alguien que había peleado y se sabía ganador, pero ya no lo quería
hacer y lloraba por eso.
Era inevitable, iba a reaccionar como cualquiera al que
alguna vez le pegaron y mucho, y ya no iba a permitirlo.
Ricardo lo miró a su padre y por primera vez lo vio como
realmente era. Se salía de sí, ni siquiera había un puto policía en el parque,
ni una esquina oscura que lo regulara, ni estábamos en casa. Tampoco estaba su
papá Enrique, el abuelo de Ricardo, que cuando lo miraba con la indiferencia y
el desprecio que lo hacía era peor que cualquier trompada.
-¡Soltalo Ricardo!, ¡soltalo! No ves que está llorando.
Y Ricardo lo soltó. Y fue ahí, en ese preciso instante
cuando aparecieron sus dotes de peleador callejero. Fueron 3 o 4 segundos, no
más. El Gitano sin tomar envión pegó un salto mortal y giró en el aire, como un
trompo. Mientras giraba en el aire abrió su boca y dejo caer su mandíbula de 30
kilos de peso que estranguló el cuello del Gran Danés. Fueron 3 o 4 segundos,
no más, cuando el Danés se desplomó sobre la vereda con sangre y sudor café que
destiñeron su manto rojo para siempre, su pelaje color ladrillo sobre el suelo
del parque sin plantas y con flores, pero sólo reconoció los claveles. Sin
hasta, ni victoria. Como si el castigo se repitiera por igual para ganadores y
perdedores.
El papá de Ricardo enloqueció. Tomó al Gitano en sus brazos
y se fueron corriendo sin hacerse cargo de lo que había sucedido ese día, en
ese parque. El Gitano estaba bañado en sangre, salpicado, impertérrito. Ya
nunca más pudo mirarlo a los ojos a Ricardito de la misma manera. Sabía lo que
había vuelto a hacer y que esta vez sí iba a ser condenado por eso. Su padre
creía que el perro estaba lastimado, porque no alcanzó a ver la pelea en
primera fila como la vio su hijo al borde de otro cielo rosado que anticipa la
tormenta.
El Gitano no tenía nada.
Corrieron las tres cuadras hasta la casa sin mirar atrás. En
el apuro Ricardo perdió el collar de púas que lo defendía del peligro. Su padre
abrió las dos puertas con cerrojo pero sin llaves de la entrada de la casa de
par en par a los gritos:
-Elviraaa. ¡Pelotuda!, vení para acá.
-No te das cuenta que el perro está lastimado-
-¡Ayudame!
Elvira no estaba, se había ido con su hija Mariela porque ya
los controles en la casa no eran tan estrictos. La que estaba era su mamá,
Roxana, pero en estos casos no se metía,
prefería no hacerlo. Era la madre, ¿que otra cosa iba a hacer?, jamás
contestaba a los gritos o a las agresiones de su hijo Mario.
Metió el perro en la bañadera y con las dos manos comenzó a
bañarlo con jabón blanco. Le pasó DG6 y povidona también, por si acaso, quería
sacarle lo antes posible la sangre oscura, salpicada por otros, como mancha
indeleble, porque el Gitano no tenía ni un rasguño.
El Gitano no tenía nada.
Ricardo sabía perfectamente que el Gran Danés no le había
hecho nada, pero no pudo decírselo. No lo escuchó.
Gritaba como un loco:
-“El perro no tiene nada”. ¡Era verdad, sabía pelear!-
Para eso lo llevó al Parque Centenario, lo llevó para
hacerlo pelear. Por eso se animó a salir una mañana de domingo de la pieza en
la que estaba encerrado hace meses, porque había menos policías en las esquinas
y además le habían pasado el dato de esa maldita reunión de perreros a la que
no tenían que haber ido.
Gritaba como un loco:
-“El perro no tiene nada”-
-“El perro no tiene nada”-
Como si fuera algo para festejar lo que pasó en el parque
hace un rato. Y a partir de ese día oyó voces oídas…
Contento porque el Gitano había ganado 30 peleas y con esta
31, y encima no le había pasado nada y ni siquiera estaba lastimado, ni
siquiera.
-No le pasó nada, gritaba-
(Gritaba como un loco)
- Vení para acá, pelotuda. No te das cuenta, le gritaba a su
esposa Elvira ni bien llegó.
-¿A dónde fueron?
-(…)
-Preguntale a Ricardo, vas a ver.
- Contales Ricardo, a tu mamá y a tu hermana.
-Contales lo que pasó.
-“El Gitano peleó en el Parque Centenario su pelea número 31
y la ganó”
-Se dan cuenta. Era verdad que sabía pelear.
-¡Esta vez tengo un campeón!
-¡Te das cuenta, pelotuda, tengo un campeón!
A las horas, esa pelotuda, como él decía, tuvo que ir a
abrir la puerta cuando tocaron el timbre, porque él no tuvo huevos y se encerró
en la pieza de la que no tendría que haber salido al menos ese día.
-Vení, Ricardo, ¡no hagas ruido! Lleva al Gitano, arriba, a
la terraza y escondelo en el lavadero y ponele el bozal. Si es necesario
encerralo con llave, ¡por favor te pido!
Ricardo como siempre le hizo caso. Se quedaron los dos
abrazados sentados en cuclillas en el piso, debajo de la pileta de lavar en el
lavadero, pero ya nunca más su perro pudo mirarlo a Ricardito de la misma
manera, estaba salpicado de sangre ante sus ojos y lo sabía, aunque en este
caso todos fueran culpables.
Y Ricky volvió a sentir la misma impotencia y la rabia de un
chico de 10 años, la estocada final de los primeros miedos conscientes, un
miedo sin fronteras, estomacal, profundo, de intestino bajo hasta los
retorcijones, de ganas de vomitar, capaz de presentir la sombra de las botas
bajo el hilo de luz que deja la ranura de la puerta en el suelo y alarma.
-Buenas tardes, señora, soy el Sargento Cuevas. Recibimos
una denuncia por un perro muerto hace un par de horas en el Parque Centenario.
Aparentemente lo mató un Bull terrier
y todo indica que se trata del perro blanco que anda siempre con su hijo.
-¿Sería tan amable de llamar a su hijo?, ¿o a su marido, si
tiene?, porque siempre la veo salir sola o con su hija.
-Mi hijo no está. Fue a jugar a la pelota al parque
Rivadavia con unos amigos y lo llevó mi marido. Y al perro no lo tenemos más,
lo llevamos a la provincia a la casa de una prima mía hace unos meses. Así que
no puede ser lo que usted dice. Seguramente se trata de un error.
(El policía se quedó
callado y dejó que la mujer se explayara)
-Se habrán equivocado al indicarle esta dirección.
(El policía se quedó
callado y dejó que la mujer se explayara y al percibir que ella no pensaba
seguir hablando), dijo:
-Puede ser, porque el denunciante no estaba seguro, pero
estaba tan angustiado por la muerte de su perro que decidimos dar como válida
la denuncia que hizo en la comisaría. -Pero por ser usted, ¿si quiere, claro?,
doy como denegada la denuncia por falta de datos y listo.
-Le dejo mi teléfono. Cualquier cosa que necesite estoy para
servirla. Como la veo siempre sola con su hija la más grande.
-¡Cualquier cosa que necesite me avisa!
-Además, en ese parque últimamente cada dos por tres hay
bolonqui con los perros de esos perreros. Porque no se dejaran de joder y los
llevan con collar y bozal como marca la ley. Así se evitarían estas peleas y
estos malos entendidos.
-Disculpe si la moleste. Cualquier cosa que necesite me
llama. ¡No se olvide!
-¿Me llama?
- Que tenga, usted, buenas tardes y que vuelvan pronto su
hijo y su marido.
A los pocos meses, llegó una carta documento de un juzgado a
nombre del Sr. Enrique Balbuena para que se presentara a declarar…Cosa que el
abuelo de Ricardo nunca hizo, era experto en ese tipo de metié. Como tantas otras veces, tiraba las cartas que le enviaban y
más si se trataban de oficios públicos que enviaba algún juzgado, porque
siempre estaba metido en algún quilombo judicial, pero como estaba poco y nada
en la casa, nadie se enteraba, porque tiraba las cartas o las rompía. Tampoco
nadie le preguntaba nada y si le preguntaban: ¿para qué?, si por lo general no
contestaba. Se hacía el ocupado o el apurado y listo.
A los pocos meses, llegó una carta documento de un juzgado a
nombre del Sr. Enrique Balbuena para que se presentara a declarar por la muerte
de un perro.
-Ricardo, ¿qué sabés vos de la muerte de un perro en el
parque Centenario? Es verdad, lo que andan diciendo por ahí, que lo mató el
Gitano. ¿Por eso tu papá lo tiene encerrado en el lavadero? ¿Es por eso?
-(…)
-¿Contestame? Porque llegó una carta para que me presente a
declarar. ¿Y yo que tengo que ver? Igual no pienso ir. Debe ser porque el
alquiler de esta casa figura a mi nombre.
-Pero no era que no pagábamos alquiler, que la casa te la
presto tu amigo Numeriani porque estamos con problemas de plata desde que papá
no trabaja más.
-¡Bueno!, pero yo le firmo unos recibos.
-(…)
-¿Contestame? Y no me cambiés el tema. ¿Qué sabes vos de la
muerte de un perro en el parque Centenario?
-Yo no sabía que lo mató.
-Entonces, es verdad, lo que se comenta por ahí, que fue el
Gitano. ¿Por eso tu papá lo tiene encerrado en el lavadero? Y vos como siempre
lo cubrís, una vez más sos su cómplice.
-(…)
-¿Y cómo fue?
-Fuimos a un encuentro de perreros. De pronto, un Gran Danés
se le acercó al Gitano y empezó a molestarlo. Y papá me dijo que se lo soltara.
Yo no sabía que iba a ser para tanto.
-¡Vos no sabías! ¡Vos no sabías!
-(…)
Abrí los ojos, Ricardo. Tu papá es un muchacho con
problemas. Vos no te das cuenta porque sos muy chico y además te la pasás el
día pegado a él o a ese perro que al final resultó un asesino.
-El Gitano no es un asesino. El no quería.
-¡No quería! ¡No quería!... Tu papá es un muchacho con
problemas.
-(…)
-¡Ricardo…! Tu papá está loco.
-¡Vos sos un hijo de puta!
-(…)
- El siempre dice que lo dejaste solo, que lo abandonaste.
-Y que querés que haga con ese desequilibrado, Ricardo,
demasiado que vivo con ustedes. A mí porque no me das bola. Porque te llenó la
cabeza tu papá. Si no yo pasaría más tiempo con vos. Tu abuela tampoco está
bien y ahora encima cada vez camina menos, así que por eso no va a ningún lado
y las compras las tengo que hacer yo.
-(…)
-No viste que dormimos en camas separadas.
-(…)
-Tu mamá me odia. Me necesita, la pobre, pero me odia, y tu
hermana cada vez que le digo “Mielita” se enoja.
-(…)
-Así qué… ¿Qué querés que haga?
-¡Vos sos un hijo de puta!
-Puede ser, pero abrí los ojos Ricardo. Tu papá es un
muchacho con problemas.
-El no era así, él está así desde que nos mudamos acá. Desde
que mató la policía a su amigo Alberto. Parece que a él lo apretaron y cantó
´-al menos eso dicen-. Por eso le tiene miedo a la yuta, por eso tiene miedo a
pasar por algunas esquinas y más si un
patrullero está estacionado. Por eso está así –como dicen- un poco
paranoico y encima ahora esto que pasó con el Gitano no lo ayuda y ya no quiere
salir más. Se la pasa encerrado en la pieza leyendo.
- El no era así, él está así desde que nos mudamos acá,
desde que mató la policía a su amigo Alberto.
-¿A quién?
-A su amigo Alberto, el que quería irse a Cuba, que militaba
en el PC.
-¿El que se hizo comunista? ¿El que de pendejo se hacía el
malo y lo venía a buscar a tu papá para ir a las playitas del río y cada tanto
se cagaban a piñas con otros que también se hacían los malos más boludos que
ellos?
-(…)
-¿Ese, me decís?
-Sí, ese.
-Nunca fueron grandes amigos. Además tu papá no tiene
amigos. ¿Quién lo va a aguantar? Sólo vos que sos el hijo podés aguantarlo. Si
apenas lo saludaba. Mirá si va a ser amigo de un comunacho. Si tu papá defiende
a los milicos. A los canas le tiene bronca por gronchos, pero no por canas.
-(…)
-¿Quién te metió esas ideas en la cabeza?
-(…)
-Abrí los ojos, Ricardo. Tu papá es un muchacho con
problemas. ¿Cuántas veces más querés que te lo diga?
-(…)
-No viste que se la pasa leyendo en la pieza esa
enciclopedia de perros que le compró tu mamá y ahora le llenó el lavadero de
pájaros para que esté ocupado. Ya no sabe que hacer, la pobre, para tenerlo
entretenido y no joda.
Tu papá está loco.
-¡Vos sos un hijo de puta!
-Puede ser, pero abrí los ojos Ricardo, tu papá es un
muchacho con problemas. Empezá a estar menos pendiente de él y dejá que tu mamá
se haga cargo que para eso se casó. Yo no sé como este tipo se pudo casar y
tener dos hijos. Yo ayudo en lo que puedo, pero más de lo que hago no pienso
hacer. Demasiado que vivo con ustedes, de lo contrario esta familia se iría a
la misma mierda. Encima tu mamá dice que tu papá no le pega. Pero las veces que
se encierran en la pieza y se gritan y se gritan durante horas, yo no te puedo
asegurar que a tu viejo no se le escapó una mano alguna vez. ¿No me vas a decir
que tu papá no es violento?
-(…)
-Si tu papá es un agresivo, siempre lo fue. Igual que ese
perro de mierda que trajo. ¿Cuántas veces aparece tu viejo con la mano
lastimada?
(Ricardo no contesta)
-¿Cuántas veces, contestame? Y siempre es la izquierda
porque es zurdo, contrariado pero es zurdo, porque yo lo mandé a hacer esa
reeducación ridícula para que escribiera con la mano derecha porque me dijeron
que iba a ser bueno para él, pero cuando pega pega con la izquierda.
-(…)
-¿Me vas a decir que no sabés?
-(…)
-¡Justo vos no sabés!
-(…)
-De todos modos, yo no tendría que estar hablando estas
cosas con vos, porque sos muy chico. Yo sólo te quería preguntar qué sabías vos
de la muerte de un perro en el parque Centenario y si vos o tu papá tenían algo
que ver. Y me doy cuenta que sí.
-(…)
El se lastima a veces y grita porque dice que necesita
gritar. A mamá nunca le pegó, el me lo juró y a Mariela menos, si la cuida como
si fuera una princesa. A mí alguna vez, pero fue para educarme y yo lo perdono.
En cambio a vos no. A vos no…
-Vos sos un hijo de puta-
HABLABA SOLO. Así lo encontró su padre, sentado en el furgón
del camión de mudanza, mirando con ojos sin retorno la casa donde vivían.
Pero no miraba la casa, si no la ventana, por última vez.
Buscaba algo. En esas visiones que el viento deshilacha y sopla basuras en los
ojos que impiden mirar con claridad, que molestan; porque ya nadie estaba allí,
excepto la mancha de sangre en la persiana otra vez baja, que todavía creía
ver. Queriendo confundir recuerdos con quien sabe qué en la esquina de un rosal
lleno de espinas.
Porque ya nadie estaba allí.
Nunca más estaría su abuela Roxana asomada a la ventana
charlando con cuanta vecina pasaba por allí, alargando las tardes en la
primavera callada del ‘79.
Ni Mariela arrancándole los pelos a cuanto “negro”, como
decía ella, pasaba por la puerta corriendo a su hermano.
Aunque, quizás, todavía conserven el mismo sitio en esa
ventana plasmada en los recuerdos grises de Ricardo que hoy quieren salir.
Por que hay momentos de los que nadie vuelve, lamentablemente.
Nunca más estaría su papá, Mario, que falleció solo años más
tarde, porque ya casi no los reconocía.
Nunca más estaría, su perro Gitano, acompañándolo, ni los
pájaros.
Nunca más…
Cuando una madrugada con tormenta, Ricardo, se encontró con
dos puertas sin cerrojo pero con llaves cerradas de par en par. Y se despertó
sin haber dormido en una noche pálida más larga que las otras, con las manos
traspiradas sin sangre y con recuerdos dispuestos a escapar, aunque duela.
Aunque el dolor fuera tan grande que le impidiera llorar.
No se apuró, ni hizo ruido, para no despertar a su hermana
Mariela que padecía de pesadillas y siempre le fue difícil conciliar el sueño.
Por eso no se apuró ni hizo ruido. Y no por otra cosa.
Como muchos en esos años, conocía la calma que anticipa la
tormenta, aunque esta vez la tormenta no parara nunca más (por suerte con los
años pasó la dictadura). Aunque sólo fuera un niño, Ricardito notó que se puso
más nervioso que de costumbre y el no parecía nervioso. Atravesó el patio
abierto con vidrios rotos por el temporal porque ya nadie hacía los arreglos en
la casa y estaba un tanto abandonada. En una noche que se volvió mañana de
cristales rotos otra vez. Atravesó el patio. Silbaba el viento un grito que
estremece. Subió la escalera. Como muchos en esos años conocía la calma que
anticipa la tormenta, aunque esta vez la tormenta no parara nunca más. Aunque
sólo fuera un niño, Ricardito notó que se puso más nervioso que de costumbre y el no parecía nervioso. Luego de pasar por
una pieza ubicada en un entre piso, llegó a la terraza (no se apuró, ni hizo
ruido) hasta que ingresó a un jardín repleto de pájaros y de flores: había
zorzales, colibríes, botones de oro, cabecitas negras, mirlos y una calandria
mora que no paraba de cantar; pero llegó tarde. Silbaba el viento un grito que
estremece porque nadie lo escuchó. Las flores eran muchas y distintas, pero
sólo reconoció los claveles.
Había un macetero de cemento que cubría todo el frente y
alegraba su vista, con plantas que trepaban sobre las paredes de la
terraza recostadas sobre el verdín que
le dan los años y la humedad a las casas viejas.
Había un macetero de cemento que cubría todo el frente y
allí los enterró.
A uno de los tirantes que sostenía las chapas del techo del
lavadero lo venció la tormenta. Había 50 cm de agua y el Gitano con suerte medía 31.
El lavadero no tenía rejilla y la puerta estaba cerrada por el viento. La
madera que puso su padre para cubrir la ranura de la puerta para que no se
escucharan los ruidos desde afuera funcionó. Los pájaros que estaban en las
jaulas empotradas contra la pared quedaron paralizados por el susto, por el
grito sin voz del Gitano. Un grito que estremece porque nadie lo escuchó. Pero
no ladró. Nunca lo hacía. El Gitano no sabía ladrar.
Ricardo sintió el ruido de las tres pelotas rebotando en el
techo que la señora de al lado volvió a arrojar a la terraza de su casa esa
noche. Por eso se despertó. La señora las tiró porque ya no lo oía jugar más al
fútbol en la terraza y quería ayudarlo. Jugaba con tres pelotas al mismo
tiempo. No le bastaba una, las hacía rebotar contra la pared, sin cesar. Era un
especialista en eso. Lo hacía una y otra vez, gambeteando telas de araña,
saltando de alegría en su partido imaginario sin estadio, ni gente, pero de pelotas
nuevas y encontradas dispuestas a hacerlo feliz. Entonces, su mirada y sus pies
volvieron a iluminarse y murmuró… “donde se oculta el silencio, en la voz de
los follajes de una enredadera, el jugar con los recuerdos, con la tristeza
profunda, en las noches estrelladas, en las alas de los vientos de la luz de la
mañana, y vio entonces como se formaban figuras sobre la pared de la terraza a
orillas de la vida, vagamente…” alejarse
para siempre sin decir adiós.
Tal vez lo presintió en una noche pálida, desvelada, de
tormenta, más larga que las otras.
Había un macetero de cemento que cubría todo el frente y
allí los enterró. Uno por uno, a los 16 canarios muertos y al Gitano. Abrió la
puerta del lavadero cuando lo vio. Lo tomó en sus brazos y lo acarició por más
de media hora. Se quedaron los dos abrazados sentados en cuclillas en el piso,
debajo de la pileta de lavar en el lavadero, pero ya nunca más su perro pudo
mirarlo a Ricardito de la misma manera, estaba salpicado de sangre ante sus
ojos y lo sabía el pobre, aunque en este caso todos fueran culpables.
Lo rescató del agua como pudo, pero no de su ahogo. A los
pájaros también, aunque a decir verdad le importaban mucho menos.
Pero no lloró. Nunca lo hacía. Ricardo no sabía llorar.
Al otro día, sobre los cadáveres todavía tibios dejo caer
los claveles que compró con la plata que le daba todas las tardes su abuela
Roxana, que le pedía a diario a su marido para dársela a él, para comprar las
galletitas dulces que tanto le gustaban y el jugo Royalina para la cena, de sabor naranja de ser posible. Rickyto
hace tiempo que venía juntando el dinero por si acaso. Fue a la florería y
pidió los claveles rojos más lindos que tuviera la florista y los dejó caer de
a uno hasta que la tierra de los maceteros los volviera cenizas, gotas de
rocío, fuego en el alma, cementerio, donde sólo basta una línea de sol para
broncear sus rostros y sus ojos dormidos.
Pero a Ricardo nunca le gustaron las despedidas, por eso
unió esas visiones que el viento deshilacha y sopla basuras en los ojos que
impiden mirar con claridad, que molestan; porque ya nadie estaba allí, excepto
la mancha de sangre en la persiana otra vez baja, que todavía creía ver. Por
eso unió esa mancha de sangre con las otras. Y allí, en esa ventana y en esa
calle, bajo la claridad borrosa del alba, aún quedaba una última mirada para
contemplar las dos casas: el departamento de Palermo con la casa de Alberto en
un “Hasta siempre” de claveles rojos, de paredón y enredadera, de pasillo largo
al costado, de cuellos rotos de botellas en las paredes del frente apuntando
hacia arriba, como una especie de fortaleza, que la defendiera de un ataque que
inevitablemente iba a suceder en esos días, para que no saltaran adentro de la
casa, al menos no fácilmente. La puerta estaba cerrada bajo siete llaves que
nunca más se abrieron, nunca más. Al menos hasta hoy, ante los ojos húmedos sin
lágrimas de Ricardo que decidió volver. Y creyó escuchar la música que salía de
los pasillos de la casa:
“Aquí se queda la clara,
la entrañable transparencia,
de tu querida presencia
comandante Che Guevara”.
la entrañable transparencia,
de tu querida presencia
comandante Che Guevara”.
(Cantó Carlos Puebla y
tantos otros después, pero Alberto no está presente, lo mataron a quema ropa
aquella noche que se volvió mañana de cristales rotos)
Y se sentó a pensar:
“Comandante, en tu querida presencia,
en lo preciso de tu ausencia, en tus militantes.
Hay cadáveres”,
que los policías mataron por orden milica.
En forma asesina y cobarde.
(…)
Papá, en los maceteros de la casa de Lobos.
Hay cadáveres,
(que Ricardo enterró y
que vos dejaste morir)
Un grito que estremece en los oídos de algunos, porque nadie
los escuchó. Quizás detenidos bajo la oscuridad de un parche que tapa los ojos.
Así las dos casas de Palermo (una era un departamento) quedaron
unidas con la de Caballito en la cabeza de Ricardo en una misma imagen.
Tantas veces se preguntó por Alberto y tantas más por la
salud de su padre, como si alguien le devolviera la pregunta, aunque los años
pasen y no la pudiera contestar.
Tuvo que aprender a vivir llevando bajo el brazo los
silencios, los Alberto, los Enrique, los Mario, los Gitano, los Gran Danés, los
perros que sufrieron el encierro, los Murias, los gallos de riña, la muerte,
los pájaros, la policía, los milicos, el abandono, los cadáveres, los claveles
y su complicidad.
Tuvo que acomodarlos bajo el brazo para que no se cayeran,
para defenderlos -como lo hacía su
hermana mayor con él desde la ventana de su casa cuando lo corrían “los
negros”, como ella decía, para obligarlo a contar-, para que callara como
le pedía su madre hasta hoy.
El resto sería relato conocido, narrado en primera persona y
prefirió evitarlo.
HABLABA SOLO. Así lo encontró su padre, sentado en el furgón
del camión de mudanza, mirando con ojos sin retorno la casa donde vivían, como
si nunca más la fuera a ver. La casa, que en realidad era un departamento en
planta baja sobre la calle Gurruchaga, se borró de su memoria por completo por
un tiempo, al menos hasta hoy.
Pero a la distancia todo se ve distinto.
Nunca más estaría su abuela Roxana asomada a la ventana
charlando con cuanta vecina pasaba por allí, alargando las tardes en la
primavera callada del ‘79.
Ni Mariela arrancándole los pelos a cuanto “negro”, como
decía ella, pasaba por la puerta corriendo a su hermano, Ricardo, con el afán
de obligarlo a seguir jugando a las escondidas. Un juego -que por contar
siempre él- había dejado de divertirlo y por eso escapaba.
Hablaba solo para poder contar lo que estaba pasando en esos
años, para que no lo escuchara su padre, ni nadie.
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