Seguramente dice mucho más de nosotros
lo que callamos durante mucho tiempo.
Yo te quería y me callé. Hasta que no pude ocultarlo más
y lo dije. Se notaba demasiado.
Y en ese no decir y esperar me hice fuerte.
Y entre otras cosas… ya no tiemblo.
Mi cuerpo se re-encontró en el tuyo
y fue el mejor regalo que me hicieron en toda mi vida.
Eso sentí la primera vez que estuvimos juntos.
La descubrí y me enamoré como un chico. Yo estaba casado. Ella no. Nos conocimos en el trabajo. Era dueña de una belleza enfurecida, ni alma ni diamante y de todas mis miradas. Su sonrisa, una emboscada; pero su ceño fruncido y su gesto de enojo fueron para mí mi sur. Sus ojos un enigma, bellos, penetrantes, llenos de preguntas.
Pedían ayuda.
Nos acompañábamos a la hora de la siesta.
-Se lo dije:
-Y ella pareció no oírme.
-¡Es que no se lo dije esa tarde! Se lo dije en un bar en San Telmo la noche previa a su cumpleaños número veinticinco. Le pregunte que hacíamos con eso que nos pasaba y ella dijo… nada.
Nada, dijo, como resignada, como caminando por enésima vez su calle melancolía, en el número siete, recién mudada a Boedo. Pero no “me” dijo. Dijo. Y en ese dijo dejo caer la llave de su puerta entreabierta, apenas entornada adelante mío. Para que yo lo notara, por descuido, por lo visto segura de lo que iba a suceder porque era su única llave.
Dijo algunas otras cosas esa noche en el bar, pero no muchas, algunas cosas más de forma que de fondo por lo que no le dí mayor importancia, “que se sentía conmocionada y que estábamos inmersos en un berenjenal”.
-Pero no la escuché. Al menos no del todo.
-No estoy seguro que la frase sea literal y mucho menos que significaba berenjenal en ese momento si estábamos juntos-
-Pensé:”Esto que pasa lo tengo que arreglar, pero necesito un poco de tiempo. Nada más que eso. Tengo la cabeza partida en dos y el alma en sus brazos y en esas condiciones hago lo mejor que puedo”.
- Se lo dije.
Y nos besamos… como si en ese beso pusiéramos en juego el resto de nuestras vidas, en el suave rayo de luna que alumbra por los cuerpos una vez cada tanto. Nos besamos en un beso largo, prolongado, que hasta el día de hoy perdura, ni tan fresco ni tan joven, como aquel, porque yo ya no era un chico.
-Y ella me creyó.
-Pero yo no. Porque por lo general no me creo las cosas que digo.
-Acaso dudé. De mí. No de lo que iba a pasar.
Porque por lo general no me creo las cosas que digo, pero si las que hago.
Es que cuando me aíslo te estoy cuidando. Pero hay fantasmas y hay prisa.
Y en éstas condiciones hago lo mejor que puedo.
El destino quiso que hoy estemos juntos y no dentro de dos años (como ella creía) ¡Y está muy bien! Pero para que nazca algo nuevo tiene que morir algo viejo (las dos eran incompatibles). Irremediablemente.
Y vos por miedo o por amor decidiste ir al velatorio conmigo. Como yo decidí hacer el amor con vos incondicionalmente.
-Si vos querés, yo quiero.
-Si querés llorar, quiero.
-Si querés reir., quiero.
-Si querés esperar. Yo quiero.
-Y si querés amar, por supuesto que quiero.
La suerte está de nuestro lado, pero te pide que elijas.
-“Yo no tengo suerte”, decías.
-Pero no te escuché.
De todos modos estoy haciendo trampa porque yo ya te elegí. Y pienso insistir.
-“Y yo sí tengo suerte”, murmuré.
-Esta vez sí.
Porque el amor no pasa. Te atraviesa. Te desbasta. Te envuelve. Te ilusiona.
Ya no hay fantasmas ni hay prisa y si los hay: ¿qué?
Nos acompañábamos a la hora de la siesta.
Nos besamos… como si en ese beso pusiéramos en juego el resto de nuestras vidas, en el suave rayo de sol que alumbra los cuerpos una vez cada tanto. Nos besamos en un beso largo, prolongado, que hasta el día de hoy perdura, ni tan fresco ni tan joven, como aquel, porque yo ya no era un chico.
Por segunda vez o tercera, o cuarta o quinta vez.
En el departamento de Boedo donde ella vivía. Subiendo al séptimo piso. Calle Colombres. Ella se sacó la camisa y yo también, cuando la vida se desbrocha un botón y después otro frente a tus ojos y te muestra la manzana prohibida que adivina la intención. Fuimos del dormitorio por el pasillo a la cama. Desnudos, no tan despacio. Entonces el sol de la tarde entraba por la ventana de su cuarto, clandestino. Dos cuerpos temblorosos se encontraron por primera vez de aquel modo. Y un amor retenido, agazapado, esperando.
El de ella era tímido, el mío seguro.
El de ella apurado, el mío quería ir despacio.
El de ella algo esquivo (como detenido), el mío incansable. De ojos abiertos.
El de ella titilante y de ojos bien cerrados.
No había tenido novios (o eso le escuché repetir alguna vez). Tal vez lo fantaseé, como tantas otras cosas imaginando este encuentro.
Su amor era simple y complicado, complejo tal vez.
El mío rebelde., de gritos callados.
Los dos tenían cicatrices que no habían cerrado.
Sería mentira decir que ese día empezó todo. O decir que fue el día de su cumpleaños una semana atrás. O seis meses antes. O cuando tomábamos el colectivo después del trabajo. O cuando caminamos por Av. Entre Ríos buscando zapatos. O tantas otras veces con cualquier excusa. O cuando simplemente caminábamos.
"Se trata de un tiempo más sutil que se escurre a las medidas. Nos amamos hace una vida. Hace un momento. Nos amamos sin certeza del principio, por eso no sabemos si este amor terminará alguna vez”, decía ella.
Ella era virgen y no.
Yo no era virgen y sí.
Ella temblaba, yo no. Ya no.
Dejé de temblar al hacer el amor (a veces al dormir) gracias a su compañía.
Dejé de maltratar mi cuerpo. De descuidarlo.
Ella me pasó una receta con algunas indicaciones -quizás por eso- que yo guardo en un cajón:
“Te amo y en ese te incluyo tu cuerpo. Sos tú cuerpo. Sos en tú cuerpo. Por eso amo tú cuerpo. Por eso desespero cuando te dejás doliendo. Por eso desespero ante el abandono. Rompamos con la lógica del cuidarse es quererse. Para quererte estoy yo, pero no dejarías que te cuide todo el tiempo, ni pretendería hacerlo. Hay algo más allá de lo automático del organismo que te reclama, te convoca. No te vayas”.
Lo decía casi como súplica, como pidiendo ayuda, reclamándome que me ayudara, que confiara en mí, que todo iba a salir bien en la vida a pesar de…
Siempre tuve tendencia al aislamiento. Pero sus caricias fueron la llave, las mismas que dejó caer aquella vez. Siempre expresé con el cuerpo las voces que callan. Puede parecer que estoy y no. Los movimientos y las palabras son las mismas y no. Porque yo no estoy ahí, al menos no del todo, pero siento. Lo que siento si está ahí. Y están real que tengo que irme cada tanto para soportarlo, porque no puedo; pero vuelvo, siempre vuelvo. Porque yo estoy donde están mis sentimientos.
Dejé de dejarme querer para querer como nunca antes había querido.
Dejé mis miedos de lado y los de ella.
Dejé a mi ex.
Y estaba dispuesto a dejarla a ella también planeando el desencuentro.
-Me miró con lágrimas en los ojos y con el mismo amor y paciencia de siempre me contó la historia de un muchacho que estaba decidido a dejar a su amada. Había pensado como decírselo una y otra vez, lo planeó, lo practicó frente al espejo y se lo iba a decir.
Cuando se encuentra con ella el silencio lo salva y en lugar de dejarla –el amor lo traiciona- y le dice que la ama.
A lo que ella le contestó con más lágrimas en los ojos:
-“Yo también”.
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