COMO CARTAS AMARILLAS y españolas que juegan un truco que al
cantar envido y tener que mostrarlo, suspenden el engaño a través de los años y
desaparecen. Mientras vuelan las hojas escritas por el viento norte en la
esquina de Guatemala y Gurruchaga: solas, empujadas, sucias, borrosas. Perfumadas
todavía con olores extraños del amanecer de alguna mañana.
Arrojadas por dos chicos de menos de diez años. Indignados
ellos, porque nadie de la familia les había contado nada, porque nadie se hizo
cargo jamás, ni escucharon un mísero comentario del asunto alguna vez. Y
asustados ellos también -lo bastante asustados- porque quizás mirar (o mejor
dicho saber) los hiciera cómplices de por vida de una trampa que ayudaron a
tender sin darse cuenta, entre risas cada vez menos ingenuas y cada vez más
fuertes.
“Esas risas que al final y mientras tanto, escondían vaya
uno a saber que secreto, pero que sospechaban en murmullos y que incluso con la
duda a cuestas los divertía fantasear mentiras ajenas y al oído”.
-¿A dónde irá el abuelo con esa valija verde? ¿A dónde?, se
preguntaban cada vez que se iba- .
Cada fin de semana, o mejor dicho, cada quince días. Cada
verano, cada primavera, cada otoño. -En invierno menos-. Cada vez que doblaban cuidadosamente
la chomba a rayas marrón planchada por el perfume de una supuesta cita y la
acomodaban en la valija verde limón para que no se arrugara porque
efectivamente iba a reunirse con algún empresario inmobiliario (tal vez importante,
¡muy importante!) de la zona balneárea que une las playas de Ostende con Pinamar, para
comprar unos terrenos donde edificar una propiedad que traería dividendo para
todos y una casa en la costa.
-“Chau, chau”-, decía, mientras cerraba la valija con un
cierre relámpago y hermético y un silencio misterioso y cómplice que fascinaba únicamente
a él –quizás- y por supuesto a sus nietos, y se iba. Cuando caía la sombra y
asomaba la punta del ovillo de un hilo delgado y tenso dispuesto a ceder de a
poco.
Total no podían hacer nada, total para qué le iban a avisar
a dos menores de menos de diez años que les causaba gracia que un tipo que se
las daba de empresario exitoso de la construcción; que siempre vivió a expensas
de su hermano menor porque la plata que heredaron los dos, él se la gastó toda
y ya no contaba con ella; que edificó dos edificios de tres pisos y que decía
que había construido más de veinte en la zona de Palermo viejo y era mentira;
que soñaba con levantar una propiedad de más de tres pisos alguna vez (cuando
el código de edificación lo permitiera) del otro lado de la Avenida Canning
hacia la Iglesia
Guadalupe porque las viviendas allí tenían un valor mayor de
venta y potencialmente sería un excelente negocio (pero los terrenos eran muy
caros y lamentablemente nunca pudo hacerlo); que vestía siempre de traje gris
oscuro y corbata lisa entre semana (por eso les causaba gracia a sus nietos cada
vez que les pedía que acomodaran la chomba a rayas marrón para la ocasión. Porque
era toda una novedad que se vistiera así); que nació en La Coruña , en la zona gallega
de España, que vino a vivir a Buenos Aires alrededor de los nueve años cuando
su familia puso una panadería sobre la calle Paraguay entre Gurruchaga y
Acevedo (ahora la llaman Armenia) y habitaban el piso de arriba: él, su papá,
su mamá y sus hermanos: tres varones y una mujer; que se fue a estudiar de
adolescente el secundario a Madrid, que volvió y enamoró a una mujer bellísima
que nació en Estambul, Turquía y que trajeron de muy chica a la Argentina (previo paso
por Brasil, lugar del cual emigraron cuando la fiebre amarilla arrasó con la
vida de su hermana menor que apodaban “Orito”) y ella también terminó en Buenos
Aires y en Palermo viejo como él; que se instalaron en la calle Nicaragua a
unas pocas cuadras de donde él vivía y que la propiedad ahora es de una Escuela
pública primaria denominada “Cuba” –imagínense el tamaño que tenía la casa-;
que al silbido de su “Chuuu…” de cada tarde adoptó el sobrenombre, que le
pusieron las hermanas de su joven enamorada: “ahí está otra vez ese galleguito
con ese: Chuuu… rompiendo las guindas” cuando la iba a visitar de novio y le
quedó “Chu” para siempre; que le escribía cartas que se volvieron amarillas con
el paso del tiempo que concluían siempre con la misma frase: “De tu simpático
Manuel” y que terminaron unidos en infeliz matrimonio hasta que la abuela de
los chicos desgraciadamente murió.
Total no podían hacer nada, total para qué le iban a contar
a dos menores de menos de diez años que les causaba gracia la anécdota de la
valija, lo que estaba pasando.
¿Para qué?
Donde el tiempo se descuelga húmedo como goteras en la pared
que vendan los ojos de miradas cabizbajas: conocidas y no, de ventana a ventana,
de valija en valija, de maleta en maleta, de verde a verde oscuro y de verde
oscuro a verde limón, de puerta a puerta de una casa a la otra y otra vez de
regreso como si nada hubiera pasado.
Ese miedo a ser descubierto por los que de cualquier manera
ya lo sabían y callaban y jamás intentaron quitarle la careta, su abuelo no lo
tenía; pero sus nietos sí.
Nublado pasado, donde cualquier movimiento en falso encendía
la chispa que prendía el fuego que quema los trapitos que salían al sol en cada
viaje a la costa, en cada despedida, en cada “chau, chau”, en cada “hasta
pronto” y los consume en cenizas de cartas amarillas sopladas por el viento para
que todos los vecinos dejaran de curiosear de una vez. Y lo hacían como tantos de
puros cagones nomás y no por otra cosa.
Sin ton ni son veían al engaño alejarse solo desde las
puertas de su casas y no hacían ni decían nada.
¿Total para qué?
Menos dos chicos que se tomaron el trabajo de revisar cada
cajón, cada placard, cada mueble, cada
recoveco, cada rincón debajo de la cama y arriba también, cada vitrina dejando
resbalar la mirada cada vez más curiosa esperando encontrar un indicio, una
huella que se prolongara en las grietas de los mosaicos avejentados y una y
otra vez. Una tras otra las piezas que conformaban este cruel rompecabezas.
Bastaba atravesar la calle y todo el barrio ya conocía el
cuento, dejando también que la mirada resbale cada vez más curiosa, chusma
sobre la acera mojada de las señoras que salían a baldear la vereda sólo para verlo
partir y regresar después, y cuando ya no había que baldear las barrían, acaso
por lo mismo.
-“Taxii”- ¿Y quién sabe a dónde iba?
-“Taxii”- ¿Y quién sabe de dónde venía?
Porque nadie sabe de los suspiros nocturnos de un hombre
casado, padre de familia y abuelo, que a la mañana siguiente se queja insistentemente
porque no encuentra el anillo de casado y aunque no quiera y aunque quiera
quedarse, y le jure a gritos que la ama tanto, que es “el amor de su vida”, se
tenga que ir.
El relámpago de luces del amanecer que vela toda evidencia, toda
disculpa, evaporando los motivos que nadie hace suyos, porque cada quien está
solo en sus mentiras y no reconoce a nadie de regreso a su casa.
¿A cuál de las dos?, a los reflejos de neón que lo
encandilan en el disparo instantáneo de una foto familiar.
Porque nadie sabe de las excusas diarias de un hombre
casado, padre de familia y abuelo, que a la noche se queja insistentemente porque
tiene puesto el anillo de casado y aunque no quiera y aunque quiera irse, y se
jure a gritos que ya no la ama tanto y que ya no es “el amor de su vida” y
calle, se tenga que quedar.
Más adentro, cruzando el umbral nadie podría imaginar lo que
hacía en su ausencia. Ninguna esposa por más mal pensada que fuera reconocería
a su gran amor haciendo malabares con su amante para ocultar las pruebas que lo
comprometen, para esconderlas entre los pantalones. Porque no le conviene. Porque
Manuel era un caballero y bajo ningún punto de vista podría hacerle una cosa
así: “si ella le dio hasta lo que no tenía, si le dio un hijo varón como él tanto
quería y permitió que se gastara toda la fortuna que heredó de su familia sin
decir una palabra”. Porque le duele pensar. Porque de todos modos la amante es
la otra y ella era su esposa y por eso no iba a dejarla.
Para volver como si nada silbando un “Chuuu…” que se quedaba
de a poco sin las vocales y emigraba en una “chhh” cada vez más muda. Y
soportar una vez más la mirada casi siempre desafiante y el desprecio de su
nuera (que por supuesto, sabía perfectamente lo que hacía, porque se había dado
cuenta, porque era mujer y lo había enfrentado más de una vez con suerte
diversa, pero decidía no hacer escándalo, por su marido tal vez). La vergüenza
y la bronca de su hijo (que también lo sabía y nunca pudo terminar de digerirlo
y quizá por eso jamás lo enfrentó). La fascinación y sospecha de sus nietos
(que por no saber y por la “inocencia” de su edad lo ayudaban a armar la
tramoya encubierta en valija y empacada en un viaje). Y la resignación y
sumisión de su esposa (que por el tipo de educación conservadora que recibió y
por temor a que se fuera) prefería hacerse la enferma para retenerlo, más que
sea en la semana o por el tiempo que durara su ilusión de matrimonio “real”,
porque de “ideal” le quedaba muy poco.
Y se conformaba con tomar unos mates con empanadas de carne
roseadas con azúcar o acompañadas con un rico pan dulce, con empujar la
bombilla hacia su boca con saña para darle un mate “bien, pero bien caliente” cuando
se quedaba dormido del otro lado de la cama, como reclamando una atención que
no iba a durar más que el tiempo que durara el reproche, y de paso cañazo quemarle
los labios cada vez más fríos como su corazón. Simplemente para que reaccionara,
para burlarse, pero nada más. Y a decir verdad, esto que le hacía era una
maldad infantil comparada con las que él le propiciaba a diario y ella le
perdonaba de por vida.
Y se conformaba con hacerle la comida por las noches; con
mandarlo a hacer la compras por la tardes; con gritonearlo cada tanto; con
mandonearlo un poco más, con consentir con la cabeza cada vez que una vecina
alababa la cara de santo que su marido tenía: “igualita a la del Papa Juan
Pablo II, decían”; con prolongar una relación totalmente desgastada: si su
marido ya no la tocaba porque decía que le habían unido las trompas y que por
eso no tenía sensibilidad y el que no tenía sensibilidad alguna era él.
Si ya no tenía un solo gesto de cariño para con ella. Porque
decía que era una mujer desequilibrada totalmente, al igual que su hijo. ¡Que
antes no era así! ¡Que culpa tenía èl!
Hasta que el día de su entierro (porque la abuela de los
chicos por desgracia murió unos años antes que él) expresó sin una sola lágrima
de sal que le cayera de los ojos y al menos se los irritara y contuviera la
pena una especie de confesión que lo delató aún más ante los oídos de su nieto
varón repitiendo: “era una buena mujer”, “era una buena mujer”.
-¡Y claro que lo era!-, porque así lo sentían sus nietos,
sintiendo el dolor en la cicatriz de ya no estar con ella cuando cae la sombra
y asoma la punta del ovillo de una madeja que no se puede desenredar hasta
pasados los años.
Así, giraba la confusión y se queda el entierro bajo un
manto de piedad solo y no tanto, envuelto en pañuelos de tela que una vez
cerrados vaya uno a saber si secaron lágrimas o no.
Por eso le creían, porque los chicos aunque quisieran no
podían salir de su asombro. Porque sí tal
vez. Porque es más fácil quizás. Porque es más fácil creer. Lo que no se dice,
nadie lo sabe y un rumor por más fuerte que suene no es lo mismo que una verdad
a ciegas.
En ese caso no podían hacer nada, total ya le avisaron a su
padre y no quiso saber, no quiso, no escuchó o prefirió mirar para otro lado.
En realidad no había nada más que pudieran hacer ellos, si
el hecho estaba consumado, que había un señor de unos cuarenta y pico de años,
algo menor que su papá y un poco más alto y más flaco, muy bien vestido, que no
paraba de mirar el féretro de su abuela como si algo les quisiera decir y no se
animaba.
Su padre no se dio por aludido y se mantuvo aferrado a la
manija del cajón donde llevaba a su madre cada vez más fuerte, como si eso lo
salvara de la noticia, como si nada le hubieran dicho sus hijos, como si su
padre no tuviera nada que ver con ese señor que desapareció tan rápido como
apareció ante la invisible mirada de todos.
Aún así, mientras los chicos intentaban horas después
configurar en vano la imagen de ese hombre no lograban hacerlo, porque tampoco
ellos salían de su asombro: por un lado, que tuviera el tupé de apersonarse
nada más y nada menos que en el entierro de su pobre abuela y frente a su
padre; y por el otro, que su papá no haya manifestado reacción alguna, como si
no le importara o como de lo contrario le importara tanto que no supiera que
hacer.
Muchas cosas ocurrieron desde que apareció ese hombre en sus
vidas flotando a la deriva por los mosaicos trisados de la última pieza de ese
cruel rompecabezas: que empezaba a tomar forma con la valija verde limón que
ayudaban los chicos a armar y terminaba con él. Y es por lo visto en diferido
que el mismo acto se reitera en el rodaje. Las cosas seguían en el mismo lugar
como invisibles, y no tanto.
Es así, que en apariencias el abuelo de los chicos seguía
haciendo las mismas cosas sin que nadie le dijera nada ni nada lo detuviera:
armaba la valija y se iba los fines de semana a la costa atlántica, pero ya no
cada quince días, sino cada siete, total ya su esposa no lo retenía. A
alimentar la mentira de viajar a ver su famoso terreno de la zona balneárea que unía las playas de Ostende con Pinamar
donde iba a edificar una propiedad que traería dividendo para todos y una casa
en la playa.
Pero las apariencias engañan y así es la ley de los que
viven a la sombra de un cielo endiablado y repartido, cuando el teléfono no
paraba de sonar y del otro lado de la línea se escuchaba la voz de un señor de
unos cuarenta y pico de años preguntando por un tal Manuel Santamarina, su
abuelo.
Y todo esto junto, formaba un cóctel explosivo para el
estómago sensible de su padre que seguía sin poder digerir la noticia y cortaba
los llamados o directamente les prohibía a todos los demás atender el teléfono,
excepto cuando se trataba del llamado de las 14.30 que era cuando se comunicaba
su esposa, que era la madre de los chicos, para ver cómo estaba todo, y lo
hacía desde la escuela primaria donde trabajaba porque era docente.
Todavía goteaba a baldes el placer húmedo de la axila del
abuelo de los chicos por haber ocultado durante tanto tiempo el tener otro
hijo. ¿Pero si había otro hijo había otra mujer? ¿Por qué si no donde se iba
cada verano, cada primavera, cada otoño… cuando sus nietos con infantil inocencia le
armaban la valija? ¿Y dónde vivía durante esos días? ¿En Pinamar? ¿En Ostende?
¿Dónde?
Fue ahí, cuando los chicos se fueron corriendo al cuarto de
sus abuelos con las manos traspiradas en sospechas y la mirada fija con el
objetivo de revisar cada cajón, cada placard,
cada mueble, cada recoveco, cada rincón debajo de la cama y arriba también,
cada vitrina dejando resbalar la mirada cada vez más curiosa esperando
encontrar un indicio, una huella que se prolongue en las grietas de los
mosaicos avejentados y una y otra vez, una tras otra las piezas que conformaban
este cruel rompecabezas, que al fin se había completado con la última pieza que
faltaba, pero buscaban las pruebas que comprometieran a su abuelo y cerraran definitivamente
el caso.
Al final de cuentas, lo único que encontraron en los cajones
de la cómoda fueron los pañuelos blancos atados por su pobre abuela y desatados
uno por uno por ellos con lágrimas que cerraban los ojos, tratando de unir de
un tirón los deseos que no fueron cumplidos en cada pedido, en cada ruego, en
cada suplica, a un tal “Poncio Pilato” cuando rezaba en voz alta: “Pilato,
Pilato, hasta que no se cumpla mi deseo no te desato”, “Pilato, Pilato…” Y los
deseos cuales quiera que fueran, por lo visto, no se cumplieron, y los chicos desataron
cada pañuelo con lágrimas que cerraban los ojos, llorando porque es triste ver
como los ríos huyen, como la vida se escapa a veces y no podemos seguirla
porque no nos dice a donde va, como un cuerpo y su sombra, que se ha acostado a
la espalda del sol mientras dormía a descansar. Y abrieron cuidadosamente cada
sobre y leyeron en cada escrito cada letra de lo que decía y en todos decía lo
mismo: “No dejes que me deje. Por favor, te pido: No dejes que me deje, Pilato”. Como si en ese sitio de “no me dejes” no
hubiera lugar para que pasara lo que pasó.
Los cajones de la mesa de luz y del ropero de su abuelo en
cambio estaban cerrados bajo siete llaves y no pudieron abrirlos y los muebles
que tenían en común ya no poseían asuntos ni cosas que le fueran comunes.
El sendero entre los surcos se volvió tan estrecho y el
llanto tan alto que humedeció los trajes colgados en la puerta del placard del abuelo de los chicos con el
rocío de la tristeza olvidada de su abuela que subía desde el piso. ¿Por qué ya
no debería preocuparse que su ropa estuviera mojada? Si prácticamente ya no la
pensaba usar más. Si cada vez volvía menos a la casa y ahora eran más los días
que vestía chomba que trajes. Hasta aseguran algunos vecinos que lo conocieron
que ahora tiene varias chemises de
marca francesa más la chomba a rayas marrones, cuando aún la contención de la
foto con la imagen de su esposa se evacuaba sobre el retrato y la da vuelta en
la mesa de luz porque da culpa mirar, pero no la quita.
Así, frente a la puerta, el padre de los chicos tuvo que
hacerse cargo de más de cuarenta años de ausencia cuando el susodicho se le
presentó cansado que no le atendieran el teléfono y si lo atendían no le
pasaban los llamados al señor Manuel -si se lo podía llamar señor- y siempre
las mismas excusas: “que no estaba”, “que se fue”, “que no sabían cuando
volvía”, “que no moleste más, por favor”, “que esta es una casa de familia”,
“que no conocían a nadie con ese nombre”, “que acá no vive”, “que no insista”,
“que no está”, “que acá no es”.
Así, frente a la puerta, el padre de los chicos tuvo que hacerse
cargo de lo que nunca se hizo cargo cuando se le presentó y le extendió la mano
para saludarlo, y él en cambio, lo echó a los gritos e intentó golpearlo, como
liberándose de una cadena perpetua de rabia contenida y silencios que aturden
al verlo llegar.
Bastaba atravesar la calle y todo el barrio ya conocía el
cuento, dejando también que la mirada resbale cada vez más curiosa, chusma,
sobre la acera mojada de las señoras que salían a baldear la vereda sólo para
ver lo que estaba pasando esta vez y cuando ya no había que baldear las
barrían, acaso por lo mismo. Esfumando vidrios de ventanas que corriendo
telones de tul dejaban salir del mar los tiburones que no se ven, pero atacan a
mansalva en la orilla a los indefensos con “el qué dirán”. Y al padre de los
chicos le importaba más “el qué dirán” que saber positivamente que tenía un
hermano de casi su edad oculto durante tantos años.
Como si hubiese sido ayer el día que murió su madre y desde
aquel día no pudo dormir tranquilo nunca más por la amenaza latente de un
llamado insistente que dejo de ser llamado para volverse persona de carne y
hueso por obra y gracia de un espíritu no tan santo frente a sus ojos y burló
la fantasías más espantosas de todos y todas y de los que preferían no saber u
ocultar.
Cuando el fulano se presentó a los gritos diciendo: “pero de
que está hablando, ¡loco de mierda! Por qué no deja de pegarme y me escucha. ¡Yo
no soy el hijo de su padre! Su padre me debe un montón de plata, ¿sabe?, por
unos terrenos que compró en Pinamar hace varios años para construir un complejo
turístico que dejó a medio hacer y que nunca terminó y que cada vez que viene por
la costa -y le aseguro que son muchas las veces- me visita en la inmobiliaria y
se la pasa “llorando” que tiene problemas financieros y me promete que esta vez
si me va a pagar, pero que tengo que esperar unos meses más, que solucione esos
benditos incovenientes que tiene. ¿E imagínese, que yo no puedo esperar más?
Pero ahora hace un tiempo que no aparece por mi oficina y
estoy un poco podrido, ¿sabe?, y yo necesito cobrar. ¿O por qué cree que lo
estoy buscando hace un par de meses? Si encima el muy cínico me dio una
dirección trucha y cuando fui a buscarlo me encontré con un muchacho de más o
menos nuestra edad o un poco menos
que vive en la calle Paysandú al 2300 en la localidad de Ituzaingo
con su mujer y sus dos hijos más o menos de la misma edad que los suyos, justo adelante
de la casa de su madre y me aseguró que no conocía a ningún Manuel Santamarina
y que no tenía la menor idea de por qué le habían dado la dirección de su casa
y le creí.
En cambio, a usted no le creí cuando me dijo lo mismo: una,
porque dio muchas vueltas al decirlo y un poco que tartamudeaba; y otra, porque
sabía efectivamente que vivía acá. Lo confirme el día del entierro de su madre
cuando los vi a todos juntos en la foto familiar del sepelio. También sé que
está poco y nada por acá, que se la pasa más tiempo afuera que en su casa y no
precisamente trabajando ni buscando la forma de pagarme, por eso no me mandé antes
sin avisar y llamaba y llamaba una y otra vez esperando que me atendiera para
acordar el encuentro por desagradable que este fuera para ambos.
Pero usted, se volvió loco o algo así y no sé qué carajo pensó
y empezó a gritarme y a querer golpearme. Diga que sé defenderme y me pude
imponer y si no lograba hacerlo entrar en razones usted me mata y eso que tengo
cancha en esto de perseguir morosos, ¡ehh!
¿No sé que se pensó usted? Pero le aseguro que yo no soy el
hijo de su padre y lamento mucho que usted lo sea, porque ésta de una forma u
otra me la va a pagar. Su casa esta como garantía, ¿sabe? Y si no aparece de
una vez por todas y paga lo que debe, se la saco a remate. Porque me debe un montón de plata y si no le ejecuté
antes los pagarés que tengo firmados de puño y letra por él, ni le mandé un
matón hasta ahora para que lo cague bien a trompadas, es simplemente porque le tuve
piedad por esto del fallecimiento de su madre y lo noté dolido la última vez
que lo vi en Pinamar, y aunque le parezca mentira me conmovió, porque hace poco
se murió mi mujer y se lo que se siente. Y entonces, le perdoné la vida por lo
de su esposa y porque además es un señor ya bastante grande y boludo para hacer
las cagadas que hace.
Imagínese que estaba tan nervioso por la muerte repentina de
su esposa la última vez que lo vi en mi casa de Pinamar que se olvidó una
valija verde que tengo guardada en la camioneta.
-¿Si quiere se la doy?”
-…No fue repentina la muerte de mi madre-, contestó el padre
de los chicos.
-¿Eso fue lo único que escuchó de todo lo que le dije?
¿Usted es un enfermo? ¿No le importó todo lo demás? ¿Noo?
-¿Quiere la valija o no quiere valija?
-(…)
-¿Me va a contestar o no?
-(…)
-Ma sí, yo se la doy y listo ¡loco de mierda! y avísele a su
padre cuando lo vea que lo estoy buscando y que es mejor que me llame. Por el
bien de él y de los suyos, le digo, ¿sabe? ¿Porque en algún momento lo va a ver,
no? Dígale que me pague o me traspase de una vez por todas la maldita escritura
de los terrenos, así los puedo volver a vender. ¿Me pregunto cómo pude confiar
en él? ¡Que pelotudo!
-Hasta luego y lamento no poder decirle: “Buenas noches”, mejor
dicho: “Buenas tardes” y ¡la puta madre que los parió a todos ustedes!
El padre de los chicos agarró la valija con bronca. Entró al
departamento con más bronca para arrojar después la valija verde limón, con más
rabia aún, en la cama vacía de su padre y se encerró en su cuarto sin decir
palabra en el silencio que flamea con el viento de la vergüenza de callar lo
que no fue, durante tanto tiempo, esperando únicamente que su esposa volviera
del trabajo.
Fue ahí, cuando los chicos se fueron de inmediato corriendo
al cuarto de su abuelo con las manos traspiradas en sospechas -aunque ahora eran
otras- y la mirada fija con el objetivo de revisar la valija verde que tantas
veces ayudaron a armar y se morían de ganas de desarmar por última vez una por
una, cada una de las piezas del cruel rompecabezas que empezaba con la valija verde
y terminaba con ese hombre ¿o acaso con quién?
Fui ahí, cuando no les hizo falta en absoluto revisar cada
cajón, cada placard, cada mueble,
cada recoveco, cada rincón debajo de la cama y arriba también, cada vitrina
dejando resbalar la mirada cada vez más curiosa esperando encontrar un indicio,
una huella que se prolongue en las grietas de los mosaicos avejentados y una y
otra vez.
Una tras otra las piezas que conformaban este cruel
rompecabezas, que al fin se había completado con la última pieza que faltaba, que
paradójicamente se trataba de la primera, pero buscaban las pruebas que
comprometieran a su abuelo y cerraran definitivamente el caso de una vez y para
siempre.
Al final de cuentas, con sorpresa, lo único que encontraron
en la valija verde -que por supuesto se volvió mucho más misteriosa del momento
en que la vieron por última vez- fue: varias cartas documentos enviadas por algún
que otro abogado; un pedido de inhibición por alguna sentencia firme por algún
juicio comercial perdido; muchas boletas de impuestos y muchos pagares impagos;
¡muchos! y con montos imposibles de afrontar; la chomba a rayas marrón que la
abrazaron como si abrazaran un recuerdo dispuesto a volver y la miraron durante
un largo rato, simplemente porque les gustaba recordar; una foto de una casa en
venta de dos plantas y parque con otra casa a medio construir en el fondo
ubicada en la calle Paysandú al 2300 en la localidad de Ituzaingó; un aviso
para publicar esa casa en el diario Clarín
los días sábados y domingos; un sobre con unos cuantos dólares; un título de
propiedad de un condominio en el barrio Miraflores en la zona de Pinamar; el título
de propiedad del departamento de la calle Guatemala donde vivían todos que para
colmo estaba hipotecado; otro título de propiedad de la casa de Ituzaingó a
nombre de Manuel Santamarina; una carpeta para pedir un crédito en el Banco Supervielle que justificaba los ingresos
que no tenía y ponía como garantía la casa de Ituzaingò; y cartas y más cartas,
infinidad de cartas húmedas que el encierro de los años en valijas las
volvieron amarillas.
Los chicos las leyeron una por una con los ojos cada vez más
achinados y rojos producto del asombro y del esfuerzo por mirar con mayor
atención hasta que se hizo la noche, mientras disminuía la luz natural
asfixiada por las luces recién prendidas de los veladores y decían: “Soñé que
volvía a amanecer, soñé con otoños lejanos / Mi luz se ha apagado, mi noche ha
llegado; busque tu mirada y no hallé / La lluvia ha dejado de caer, sentado en
la playa del olvido formé con la arena tu imagen serena, tu pelo con algas
dibujé / Y busqué entre las cartas amarillas mil te quiero, mil caricias y una
flor que entre dos hojas se durmió / Y mis brazos vacíos se cerraban
aferrándose a la nada, intentando detener mi juventud / Al fin hoy he vuelto a
la verdad, mis manos vacías te han buscado; la hiedra ha crecido, el sol se ha
dormido, te llamo y no escuchas ya mi voz / Y busqué entre las cartas amarillas
mil te quiero, mil caricias y una flor que entre dos hojas se durmió / Y mis
brazos vacíos se cerraban aferrándose a la nada, intentando detener mi juventud
/ Y busqué entre las cartas amarillas mil te quiero, mil caricias y una flor
que entre dos hojas” que no pudo elegir, agobiado por las deudas, y se fue
cantando con sus cartas amarillentas bajo la lengua, un envido en un juego de
truco que al tener que mostrarlo suspendió el engaño a través de los años
mientras volaban las hojas escritas por el viento norte en la esquina de
Guatemala y Gurruchaga: solas, empujadas, sucias, borrosas. Perfumadas todavía
con olores extraños del amanecer de alguna mañana, cuyo remitente decía: “De tu
simpático Manuel”.
Arrojadas por dos chicos de menos de diez años por la
distancia que separa una casa de la otra.
No hay comentarios:
Publicar un comentario