BANFIELD ES UNA ESQUINA, una historia de tantas. De amor y
de engaño, de horror tal vez. Desolada, triste, perdida. Que me cuesta contar.
Porque hay historias que uno lleva mordidas en la garganta y las lleva durante
mucho tiempo, hasta que un día siente que las debe escribir, aunque al hacerlo
traicione el relato prestado de los retazos de vida de muchos conocidos, aunque
les cambie los nombres.
Bánfield es una esquina, el olor de los tilos de la calle
San Martín, las flores de virgen en los jardines, las ventanas abiertas… y las
hojas caídas ¿Y qué más?
Un perro.
(Se llamaba Homero)
Un hombre.
(Le decían Coco)
Una mujer
(Se llamaba Mabel)
Un hijo…
(Su hijo y el de ella)
Y algunos vecinos como nosotros, que hubiéramos querido que
no sucediera.
La loma de Zamora encorvada hacia el oeste sobre la calle
Santa Fe, la curva de Uriarte hacia el cementerio, el Camino Negro más negro
que de costumbre…
¿Y qué más? ¿Qué más? -que no me acuerdo-.
Espero me disculpen por contarlo y mucho más por contarlo
así, pero necesito hacerlo.
El grito de gol del Florencio Sola, casi siempre atravesado
en la garganta y esta vez campeón. El ruido de las bocinas flameando banderas
verdes y blancas hacia Bánfield Este, festejando por fin la victoria contenida
del “Gran taladro del sur”, como lo llama mi suegra.
Pero la alegría duro poco y nada, demasiado poco para mi gusto
y el de todos.
Del otro lado de Pavón, la muerte de un hijo se estaba
llorando, fanático de Bánfield también, al igual que su padre. De la barra
brava –decían-, que murió de un paro cardíaco después de verlo campeón la noche
del festejo: tranquilo, dormido, custodiando, en el dormitorio de su casa, a la
vuelta de la de su padre, mientras descansaba con su hija por última vez.
Voy a decir una barbaridad: “Pero al menos lo vio campeón”,
al equipo de fútbol de Bánfield me refiero. Porque aunque les parezca mentira
para él era muy importante.
Saben que no se sacó el gorro de lana con los colores del
club durante todo el campeonato y eso que hacía calor, “por cábala”, decía.
–Que se yo-.
¿Y qué más? ¿Qué más? -que no me acuerdo-.
No fue la única muerte.
Por desgracia hubo otra después y otra más.
En la luz de la calle que no quiso prender esa noche. No
quiso. No hubo manera.
Prendieron los patios, las cocinas, las mañanas, las sillas
en la vereda, algunas ventanas y algún que otro farol.
Pero la luz de la calle no quiso prender esa noche. No
quiso. No hubo manera.
Algunos llamaron a la empresa de luz y nada.
Algunos llamaron a la suerte y nada.
Algunos llamaron a la policía y nada.
…Nada.
Hasta que el silbido del tren retumbó en lo de Coco, como un
tango bajo de paredón y después al sur, por el viento este que arrastra la
muerte y el dolor en remolinos.
Fue ahí cuando escuchamos otro grito, pero esta vez no fue
de gol, ni de campeón, ni de festejo, ni nada parecido.
Corrí hasta su casa, asustado, temblando de miedo, nervioso,
traspirando, como sabiendo lo que iba a encontrar.
-Lo miré de frente, pero no pudo mirarme a los ojos-.
Todos sabíamos lo que iba a hacer. Su mujer y su hijo se
fueron de la vida antes que él y planeaba venganza. Su esposa Mabel falleció
hace unos meses y cuando Coco empezaba a reponerse de su muerte, pasó lo de su
hijo y ya no tuvo forma de soportar el dolor.
Nadie iba a culparlo si lo hacía y hubiéramos ocultado la
evidencia de haber querido, pero no quisimos.
Estaba contra la pared, plasmado, con un cuchillo en la mano
manchado de sangre. Esperando…
–Que se yo-.
¿Y qué más? ¿Qué más? -que no me acuerdo-.
No les conté que Homero se quedó en la esquina, sin irse del
barrio. Homero era un perro que vivía en la otra cuadra. Se ve que a él también
le gustaban los árboles de tilo de la calle San Martín, como a todos nosotros y
por eso se quedó. Era amigo de Coco, muy amigo de Coco, como todos nosotros.
Se quedó esperando a su dueña que se mudó a la capital hace
un tiempo y lo dejó abandonado, y nunca más volvió a buscarlo, confiada que
entre todos nos íbamos a cuidar los unos con los otros, pero se equivocó o
simplemente no le importó.
Antonio que vivía en frente intentó adoptar a Homero, pero
este no quiso, incluso fue su único hijo el que le puso el nombre, porque en
realidad no sabíamos como se llamaba.
El muchacho de la garita, también quiso adoptarlo, pero
tampoco aceptó. Prefirió ser de todos y de ninguno. Se hizo amigo de Coco, muy
amigo de Coco, como todos nosotros también.
Sin embargo, todos nos creíamos un poco sus dueños, porque
él nos lo hacía sentir así.
A todos nos acompañaba, nos buscaba, nos movía la cola, nos
hacía compañía, nos defendía de cualquier peligro. Nos visitaba un rato y se
iba. No pedía comida ni tenía sed, quizás era por eso que todos le daban un
poco de agua y comida por que lo querían.
Mi mujer y yo lo curamos un día después de una pelea de la
que salió mal herido y es probable que por eso nos recuerde con cariño.
Pero esa noche no pudimos salvarlo.
Yo no corrí esa noche hasta la casa de Coco, como dije hace
un rato –les mentí-, porque de verdad me hubiera gustado haberlo hecho, pero no
lo hice. No estábamos. Estábamos de vacaciones en Torres, Brasil. Ni siquiera
escuché el grito desgarrador que se oyó desde su casa, ni lo vi esa noche, ni siquiera
a Bánfield salir campeón, pero puedo imaginarlo.
–Que se yo-.
¿Y qué más? ¿Qué más? -que no me acuerdo-.
No me acuerdo porque me lo contaron y tuve que armar la
historia a través de diferentes relatos: uno más triste y menos creíble que el
otro.
Dijeron y se siguen diciendo tantas cosas de Homero:
que se trenzó en una pelea despareja con tres lobos,
que se fue detrás de una perra,
que se estancó en el lodo,
que cruzó la calle sin mirar y lo mató un auto,
que lo metieron en una camioneta
y lo tiraron por Camino Negro,
que lo metieron en una bolsa,
que lo envenenaron,
que lo vieron por Témperley,
que lo vieron por Lanús.
Antonio creyó oír el grito por todos lados y se mandó solo a
buscarlo: desesperado, pero no lo encontró.
Por la estación de Escalada primero, por la cancha de Talleres,
por Llavallol, por Adrogué, por Burzaco después. Desconsolado, sin mayor
suerte.
Dicen o dijeron:
–ya no me acuerdo
porque me lo contaron y el relato del relato siempre es menos verosímil y un
tanto trastocado-,
que lo vino a buscar la dueña anterior y que se lo llevó a
la capital,
que se fue de vacaciones a Torres, Brasil, con nosotros y
que le gustó tanto la playa que nunca más volvió,
que todavía está festejando en las tribunas de la cancha el
campeonato de Bánfield,
que defendió al hijo de Coco de un paro al corazón y que
perdió,
que lo defendió a Coco en su pelea contra la muerte y la de
su esposa y que perdió a medias,
que se puso adelante para salvarle la vida y que lo mataron.
“Dicen…”,
-porque yo no lo vi y lo cuento porque me lo contaron-, sino
tampoco podría hacerlo, ni decírselo a alguien y quedaría como tantas otras
cosas que quedan ahí, doliendo, clavadas para siempre en una sucesión sin
herencia ni relatos a los que poder abrazar.
Porque en las esquinas de Bánfield, los amigos se heredan y
también los cuentos y el dolor después y convivimos con eso, como tantos, como
otros.
–Que se yo-.
¿Y qué más? ¿Qué más? -que no me acuerdo-.
Beba que es una vecina del barrio de toda la vida, por
ejemplo, dice extrañar la calle Cabrera donde vivía de chica, a pocas cuadras
de acá, y no deja de decirlo a quien esté dispuesto a escucharla ni bien puede
y ni siquiera se anima a volver y eso que solo queda a un par de cuadras, y
prefiere extrañar y contar, antes que hacerlo y volver, y cambia un poco la
historia cada vez que la cuenta para no aburrirnos, y todos la escuchamos,
aunque nos canse el relato y sepamos de memoria el final.
Y a ellos –me refiero a Homero y sus amigos-, los extrañan
la calle Aráoz, justo donde se cruza con la calle San Martín, la esquina -mejor
dicho-. La esquina que fue su corazón y su abandono el de todos. Una perla, una
cicatriz en el lomo de una vida sin collar que los ahogó a los dos (o a los
tres o a los cuatro y a no sé cuantos más…).
–Que se yo-.
¿Y qué más? ¿Qué más? -que no me acuerdo-.
Bánfield es una esquina, una historia de tantas, la memoria
de algunos como yo
y el silencio de muchos por temor que el recuerdo los ahogue
en llanto y los haga extrañar… Un cementerio doblando por Uriarte con más de
una flor.
Un farol… Una luz de la calle que no quiso prender esa
noche. No quiso. No hubo manera.
Bánfield es una esquina, en la que Homero, el hijo de Coco y
su mujer antes, ya no están.
¿Y qué más? ¿Qué más? -que no me acuerdo-.
Nadie iba a culpar a Coco si lo hacía y hubiéramos ocultado
la evidencia de haber querido, pero no quisimos.
Estaba contra la pared, plasmado, con un cuchillo en la mano
manchado de sangre. Esperando…
Esperando que otra vez su hijo de vuelta la esquina de la
calle San Martín doblando por Aráoz con olor a tilo, con el gorro de lana
puesto -aunque hiciera calor-, con los colores de Bánfield soñando que esta vez
sí, iban a ser campeones y lo viniera a visitar como todos los días, como tantas
veces. Aunque sólo el recuerdo ahora lo mantenga vivo o algo así.
Porque la pared de su casa que da a la calle no lo sostiene
cada mañana, lo sostiene el recuerdo.
¿Y qué más? ¿Qué más? -que no me acuerdo-.
Después… Coco levantó el cuerpo de su esposa y el de su hijo
y se puso espalda con espalda con Homero, porque era un perro acostumbrado a
pelearle a la vida y que sabía perfectamente lo que era perder, pero además era
su amigo y no quiso abandonarlo en ese preciso momento. Y salió disparado en dirección
a la calle.
-Lo cuento como me lo contaron porque yo no estuve allí-,
lamentablemente y me duele también por eso.
Todos nos quedamos atónitos mirándolo como un fantasma y lo
seguimos haciendo: todos tocamos su sangre, todos retiramos el cuchillo de su
mano, con cuidado y con miedo, todos nos declaramos un poco culpables. Porque
todos sabemos fehacientemente que entregó su vida a quién sabe qué. Porque si
se van los que más queremos y no los seguimos, no estaría bien.
(Todos seguimos
atónitos mirándolo cada mañana como si fuera un fantasma)
Coco fue hasta la esquina, miró para un lado y para otro,
hizo de cuenta que se olvidaba algo y volvió….solo, en el amanecer de cada mañana
y cada mañana, asustado por lo que había hecho. Entro a su casa, tomó la bordeadora,
salió a la calle y cortó el pasto por enésima vez.
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