BESOS BRUJOS EN LA
NOCHE cafiola de Pavón y Salta,
en el barrio porteño de Constitución.
Travestismo de otoño que invita a mirar.
El sol de la República Dominicana no calentó sus calles.
Las calentaron los tipos, algunas fulanas, la esquina y el
bar.
El semáforo en rojo.
Las almas en pena, pecando.
El vino, la pizza, la cerveza, el truco y escapar.
Escapar por un rato sabiendo por qué, sin mirar atrás.
Y su corazón perdido en una noche de luna llena intranquila,
palpitando.
De lobos aullando, corrida de toros sin ornamenta, de gatos
en celo en gira nocturna.
Aglomeración de autos que dan vueltas, que vienen y van.
Tranzas y más tranzas.
Y las chicas que preguntan:
-¿Vamos…?
Un pañuelo rojo se agita desde un hotel y el va, sumiso,
como haciendo caso, deslumbrado por una morocha inquietante, como tanteando la
noche.
-¿Estuviste con una dominicana alguna vez?-
-No, no estuve.
-Si quieres me voy contigo, papi.
-(,,,)
-¿Y…?
-(,,,)
-¿Vamos…?
Repetía su memoria al recordar: borracho, disperso,
enloquecido, como queriendo olvidar lo sucedido y no.
-“Hola, mi amor…
¡Me quede con ganas! Llevame.”
-Dejame ver…, te digo después. Veo…
-¿Qué tenés que ver?
-“Dale, mi amor, llevame.
-(...)
-¡Que malo que sos!”
Y otra vez escuchaba:
-“¿Vamos? ¿Vaamos…?
(No era siempre la
misma voz)
Y a dónde iba a ir. Si lo único que quería era quedarse
acurrucado haciéndose el dormido con los ojos abiertos y escuchar la noche de
estrellas maquillada para la ocasión cayendo a sus pies, de rodillas a la
altura de la cintura.
De serenata, de tango que por meloso se volvió bolero:
cursi, arrastrado, más solo que acompañado sin poder dormir.
Cuando, de pronto, escuchó una voz masculina entre tantas
voces femeninas que le dijo:
-¿Qué mirás, sos puto vos?
-(…)
- Sali de acá, chongo, pajero. Venoso... Olivá, tomate el
palo, guachón.
(Le gritó otra voz no
tan masculina)
-Enfermo, andate de acá.
.(…)
-No te das cuenta que si seguís jodiendo te vamo afanar.
¡Gatooo!
-(…)
-Vo no tené nada que hacer acá, rajaá.
-(…)
-Careta, te vamo a hacer cagar, rajaá, te digo.
-(…)
-¿Qué sos sordo? ¿Querés que te corte?
-(…)
-¿Sos sordo vos?
(Ya eran varios los
que le gritaban y el clima se empezaba a poner espeso)
Algunos pibitos y algún que otro travesti y como en grupo
somos todos guapos, le decían:
-“Quedate piola, gil”.
“Logi, dame veinte pesos para una mortadela y un pan y te
dejo ir”- lo apuró el único fulano que se le acercó y no porque ofreciera
alguna resistencia, sino por esas cosas del destino mientras los demás festejaban
la osadía.
Y el boludo se los dio.
Se sintió acorralado, como si les debiera algo, por culpa
por estar ahí, como teniendo que pagar peaje en una zona roja que cobra tarifa
por mirar y él estaba mirando.
Tenía miedo, estaba temblando, transpirado, inquieto, porque
se sabía sapo de otro pozo y se la iban a dar, o al menos eso sintió en ese
momento, pero no se fue.
-¿Para qué mierda me metí acá?-, decía.
¿Para qué mierda?-
Fue ahí cuando se le acercó un cartonero (o eso parecía) que ni siquiera se tomó el
trabajo de mirarlo, porque no levantaba la vista del piso ni un instante y a
los gritos le pidió merca, lo mangueó claramente: “Dame merca, dame merca,
boludo”
Porque acá venís a coger o a comprar merca y vos no tenés
cara de venir a coger.
-¿No tené…nooo?
-¡La puta madre! ¡A mí me tocan todos los boludos! Porque no
tenés pinta de careta, vo. ¡Uuuhh… que ganas de estar papeado!
-Willy, si querés comprar yo te digo donde. Porque no me vas
a decir que vos también sos puto. Por 100 p. nos dan un papel para los dos y lo
tomamos juntos.
¿Te pa?
No le contestó, volvió a sentir miedo, sacó de su bolsillo
100 pesos y se los dio y siguió de largo sin escucharlo. Sin siquiera darse
vuelta para mirar atrás, por miedo a que lo siguiera y mucho menos aclararle
que no se llamaba Willy.
-Tené cuidado. Andá mejor en tu auto por acá, no estés
caminando solo, lo aconsejo una traviesa de mirada dulce. Escondiendo sus
zapatos de mujer en un talle de hombre y su amor no correspondido en un bolso
de mano donde guardaba los preservativos y su corazón.
La elección tampoco era muy difícil, de los que estaban y
las que estaban por allí fue la única que lo defendió y lo trató con dulzura y
aparentemente no manifestaba ningún interés mezquino y ninguna propuesta
comercial que prostituyera el vínculo.
Lo vio tan extraño, tan guachín, como pollito mojado entre
tanto guacho: asustado, ajeno, tan distinto, que le dio por cuidarlo.
Pero igual, el pobre no le creyó, y esta vez sí se lanzó a
la huida y empezó a correr y mientras más corría…, una voz conocida soplaba su
oído cada vez más fuerte: aturdido, susurrando, como tulipán soplado por el
viento que en la noche fría vencida al vivir le decía una y otra vez:
-¡Vos te estás portando mal!
¡Vos te estás portando mal! (con dedito y todo)
-Yo, ¿por qué?,
contestaba. ¿En qué me estoy portando mal?
-¡Porque no me trajiste un regalo!, le dijo una travesti.
-¿Y por qué te tenía que traerte un regalo yo? Si no te
conozco.
-Sí que nos conocemos. Vos no te acordás, pero nosotros
fuimos novios hace un tiempo. Yo te dejé hace unos años y venís a buscarme. ¿No
te acordás…?
(El siguió sin
contestar)
-Y especialmente porque yo lo deseo y en esta zona mi deseo
es ley, porque este es mi reino. Mucho lo deseo, le dijo con la voz cada vez
más suave: susurrando, como tulipán soplado por el viento en la noche fría
vencida al vivir.
Por eso accedió.
-¿Y qué regalo querés vos…?-, le preguntó, siguiéndole ahora
sí la corriente en un río de peces gordos que se comen los chicos por
inexpertos en un lago azul, porque no saben jugar un juego que se juega sólo
por las noches y en las bocacalles.
Le contestó:
-Una cadenita de oro, quiero…
-¿De oro?
-Oro 18, por favor-
Parecía una mujer de tan joven. Quizás lo era. Quizás lo
era.
Un pañuelo rojo se agita desde un hotel y el va, sumiso,
como haciendo caso, deslumbrado por una morocha inquietante, como tanteando la
noche.
Se llamaba…
-¿Cómo te llamás?
(A ella sí le pregunto,
a diferencia de las otras)
-Micaela, ¿y vos?
-Yo me llamo Gustavo.
Tenía el pelo largo, lacio, morocho, los ojos aindiados,
cintura de avispa dispuesta a volar y las alas atadas como detenidas en el aire
a medio caer. Era joven, muy joven, parecía una mujer. Quizás lo era. Quizás lo
era. Salía al toro por las noches noche, esperando que un torero perdido
ensartara su paño color rojo en la arena caliente de una vez y para siempre, y
la rescatara de la calle al son del bolero que toda mujerzuela quería escuchar,
una vez que con lágrimas en los ojos y el alma en sus manos le confesara sus
miedos:
-“Tengo miedo, torero.
Tengo miedo cuando se abre tu capote. Tengo miedo, torero. De que el borde de
la tarde, el temido grito flote. Pero cuando torero jugueteabas con la muerte
yo me olvido de mi miedo. Y en ti creo torero…”-
-¡Tengo miedo!,
decía ¡Y seguro es que vos (y no otro), venís a rescatarme!
Tenía el pelo largo, lacio, morocho, los ojos aindiados, cintura
de avispa dispuesta a volar y las alas atadas como detenidas en el aire a medio
caer. Era joven, muy joven, parecía una mujer. Quizás lo era. Quizás lo era. Salía
al toro por las noches noche, esperando a un torero perdido para compartir el
miedo al amor por el resto de sus vidas,
que huyo de una corrida embriagado por la atmósfera prostibular de un
barrio liberado por la policía y por algunos cómplices cuando cae la noche, que
la deseara como un loco y le quitara sus miedos, aunque sea por el tiempo que
durara la calentura y le pagara tan solo para que ella no le hiciera preguntas.
Si total ya sabía todo lo que hay que saber sobre el amor:
“que nace, crece, te hace sufrir y se va”, porque hizo el CBC de Sociología y leyó
a Roland Barthes y sus fragmentos de un discurso amoroso (o se lo contó un
compañero que le tiraba onda o quien sabe qué) y después no siguió y el sexo
hace las veces de remedio al abandono y calma el dolor, aunque sea por un rato
por pequeño que este sea. Si la primavera dura un segundo o a lo sumo dos y por
las noches los días se pasan más rápido acompañados.
-¡Qué lástima que no encontraste tu placer!-, le dijo.
-Que no te vas esta noche conmigo-
Porque me llamo Brisa, no Micaela. Y como mi nombre
verdadero, tendrás que descubrir otras cosas, pero eso siempre y cuando vos
quieras.
-“Me podés encontrar por acá, por las noches, más o menos a
esta hora, en la bocacalle”
Pero no le alcanzaba, quería algo más, que le dijeran que lo
amaban y que lo amaran realmente, aunque esa noche parecía que nada le hubiera
alcanzado y no había propuesta por tentadora que fuera que pudiera convencerlo
o a lo mejor no la entendió.
Ni siquiera notó la diferencia que no fuera mujer, porque
tal vez no la había. No la había.
Y rechazó su beso travesti sin garantías ni culpa ni
prejuicio que le quitara el maquillaje y su perfume minutos después.
El amor mentido que lo aliviara, aunque más sea por esa
noche. Si la que hasta ayer era su mujer tampoco lo amaba y lo miraba con
desprecio, de reojo, a la distancia, como rechazándolo, como cachetada en la
cara sin haber puesto siquiera la otra mejilla. Si la que hasta ayer era su
mujer no lo quería ver más y le pedía el divorcio y le gritaba que se fuera, de
todas las maneras posibles. Y él aunque más fuera con las ganas por un momento
se fue.
Si los dos querían lo mismo: arañar la metonimia de una
gesta de ruidos que los confundiera: “en esta noche, en este mundo” y no mucho más
(¿o cuanto tiempo creen que dura el sexo
cuando reemplaza al amor?), que les impidiera escuchar su corazón latiendo
al oído, despacio, al menos una vez un poco más fuerte.
Porque ella sabía perfectamente que él no era el amor de su
vida y ella tampoco su ex y lo único que
deseaba esa noche era brindar con champagne sin burbujas por un amor furtivo,
de torero extraviado por sus besos brujos y por sus fracasos, como si nada
hubiera pasado, porque el amor es eterno mientras dura el amor y se prolonga su
eco en espejos quebrados.
¿Y cuánto tiempo más?, ¿Cuánto tiempo?
Si el amor es el recuerdo que a menudo repite la ilusión de
amar.
Me atrevo a contarlo ahora porque pasó mucho tiempo y porque
Gustavito jamás se va a enterar que lo hice. Porque aunque nos haya contado a
mí y a otros amigos, en una noche de alcohol esta historia a medias, inconclusa
–supongo-, como si nada, en suspenso, a la que escuchamos de un tirón como si
fuera del todo cierta, sin interrumpirlo ni hacerle preguntas, como si nos
hubiera dicho reamente la verdad de lo que pasó. Y en todo caso, ¿a quién le
importa?
Todos sabemos que nunca podrá olvidarse de ella, porque la
brisa de otoño lo llevó a buscarla otras noches y no la encontró.
Y todavía guarda la cadenita de oro 18 que le compró en la
calle Libertad.
Si el amor es el recuerdo que a menudo repite la ilusión de
amar.
Y él, por descuido o por temor perdió la ilusión, una noche
de tantas, en alguna bocacalle.
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