POCO ANTES de llegar a Pompeya, como todos los miércoles,
había ido después del trabajo a la psicóloga en Almagro. Pero esta vez cambié
el recorrido de vuelta. Y a diferencia de las otras veces no tomé el subte A como
siempre para hacer combinación con la línea C y terminar en Plaza Constitución
esperando que saliera el tren. Para luego tomar efectivamente el Roca con
destino a Escalada y después el verde o el Cañuelas hasta la localidad de Bánfield,
donde vivo. Si no qué por motivos de fuerza mayor tuve que cambiar el trayecto
por completo y esta vez me subí a un 128 más lleno que nunca hasta Nueva Pompeya,
para empalmar después con el 165 que sale vacío desde allí. Es un ramal muy
buscado este, el de Pompeya digo, pero no tan conocido para muchos como el que
sale vacío de la terminal de Once.
Pero fue Gabriel López, empleado de la boletería de la
estación Castro Barros del subte A, quien me alertó del problema cuando me lo
encontré por la Av. Rivadavia
caminando lo más rápido que podía y con una sonrisa de oreja a oreja, me dijo
risueño. ¿Cómo estás? Y sin esperar que le contestará, se contestó apurado: “Yo
bien”. Me estoy yendo a tomar un café aprovechando la interrupción momentánea
del servicio de subtes, por una medida gremial para que nos pasen a todos los
contratados a planta permanente y que por supuesto y lamentablemente, afecta al
público usuario. Pero no queda otra. ¡Sino estos putos no entienden! Ahí donde
los derechos de los trabajadores se cruzan con los de los demás ciudadanos y la
única manera de obtener mejores condiciones laborales es golpeándonos en los
pies a los que no nos queda otra que viajar en el transporte público a la hora
pico, justo cuando necesitamos volver a nuestras casas. Pero tenemos que ser
solidarios y tener paciencia. Por qué si nos ayudamos entre los pobres. ¿Quién?
Me dijo tajante y se fue tan rápido como lo había visto sin esperar una
respuesta de mi parte.
La interrupción momentánea del servicio de subtes se volvió
“Servicio interrumpido hasta nuevo aviso. Disculpen las molestias ocasionadas”
en el parlante de la estación Castro Barros que sonó como rulo de tambor en la
cabeza de centenares de personas que nos amontonábamos en las paradas de los
colectivos librados a nuestra mala suerte.
Había gente en todas las esquinas de las grandes avenidas en
el recorrido de la línea 128 que va por Castro Barros y luego por Boedo de
Rivadavia hasta la Av.
Sáenz.
En la esquina de Rivadavia había gente, en la esquina de Independencia
había gente, en la esquina de San Juan había gente, en la esquina de Garay
había gente, en la esquina de Chiclana había gente, en la esquina de Cruz había
gente, hasta que me tiré de cabeza hacia la puerta del medio de la salida del
colectivo, desesperado, inquieto por la demora que había provocado la barrera
del tren, cuando vi que el 165 tan deseado que salía de la parada de Luppi y
Sáenz se iba raudo por paredón y después, sin chance que lo alcanzara yo y
tantos más que los corrimos en vano.
Y nuestros ojos oscuros lo vieron irse sin miramientos
cargado de gente hasta en las ventanas con destino sur. Y parecía una cargada
escuchar al guarda del servicio de turno diciendo lo más pancho: “El próximo
colectivo no sale hasta dentro de media hora”.
Porque con el accidente que hubo en Lomas no hay vehículos suficientes.
Y encima con el paro sorpresivo de subtes que nos cayó como peludo de regalo muchos
vinieron para acá y este ramal, que habitualmente es tranquilo se volvió un
infierno y como comprenderán el servicio hoy no da abasto. ¡Este es un servicio
adicional, nada más! ¡No me griten! ¿Qué quieren? Un brazo. ¿De qué quieren que
nos disfracemos? ¡No me griten! En vez de agarrárselas con nosotros porque no
se la agarran con el Jefe de gobierno de la Ciudad o
con la empresa de subtes. O con los dueños de la empresa de colectivos, en vez
de putearme a mí que soy un pobre empleado. ¿Qué más creen que puedo hacer?
Oiga. ¿Cómo se llama usted?, le preguntó un urso que quedó
adelante mío en la fila, una vez que nos acomodamos como pudimos en dirección oblicua
a la parada del colectivo, lo bastante amable en el modo de preguntar para el
hilo de baba de bronca que destilaba por entonces de su boca. Alfredo, contestó
el guarda. Inspector Alfredo García de la línea 165, Ramal Pompeya-Monte
Grande. Escuchame, Alfredo, le dijo el
urso. Vos no podés hablar con alguien de la empresa para apurar el servicio.
Vamos, pá, que seguro vos tenés buenos contactos. Porque yo me vine hasta acá
para tomar el colectivo vacío y viajar sentado. No para colgarme del pasamanos
del bondi, en el mejor de los casos y con la mejor de la suertes, del servicio
que viene de Plaza Once hasta las manos de gente. ¿Por qué para eso me iba a
Once? ¿Por qué sabés bien que un día como hoy no te para? Ya sé, papi, pero
¿qué querés que haga yo?, le contestó molesto y se perdió entre la muchedumbre para
que no lo molestaran más y a media cuadra de distancia se tomó tan tranquilo un
riquísimo café que le sirvió desde un termo una chica más joven que bonita, con
el pantalón ajustado, que vendía facturas por la calle con un carro por Abraham
Luppi yendo hacia Centenera.
¡Forros, hijos de puta! Siempre hacen lo mismo, exclamó el
urso. El se animó a decirlo, pero muchos pensamos lo mismo. Y uno no sale a
correrlos y los caga bien a trompadas para no perder el lugar en la fila. Si no
el logi éste me dura menos que un pancho. ¡Encima con el hambre que tengo!
¿Vos cómo te llamás, pibe? Mariano. Marianito, decime si no
tengo razón, viajar hoy por hoy es una cosa de locos. Siempre la misma
historia. Estos hijos de puta se cagan en todos nosotros. ¿No te parece?
Como no le contesté, el pobre se contestó solo, mirando
hacia donde estaba el chancho, y repitiendo una y otra vez cada vez más
enojado. ¡Forro, hijo de mil putas! Tan tranquilo. Miralo, está tomándose un
café y haciéndole ojitos a la pobre minita que no le queda otra que aguantarlo
y soportar a este baboso el tiempo que dura la esperanza que le compre otro
café o quien sabe, a lo sumo una segunda factura. Y que pase el que sigue.
Cuidado, gritó un señor que nos chocó a todos con el afán de
conseguir un mejor lugar en la fila golpeándose los puños entre sí, a modo de
amenaza, como avisándonos lo que nos podía ocurrir si no lo dejábamos pasar de
inmediato. A lo que una señora que estaba contra la pared recostada sobre la
vidriera del local de Accavallo Deportes,
le dijo con vos suave pero más firme que la nuestra. Oiga, muchacho, haga la
cola, por favor. Todos estamos esperando. Si, señora, disculpe, lo que pasa es
que me estaban empujando de atrás, sabe. Por eso el apuro. Esta es una batalla
entre el frío y el calor, dijo, mostrándose más colifa que otra cosa. Según
donde te ponés te da el sol y cuando lo tapan las nubes amarillas corre un chubasco
transformado en viento gris que te mata de a poco y te humedece los huesos y yo
ando un poco desabrigado, sabe, y otro tanto a la deriva.
Correte, le grito el urso que estaba delante mío relampagueando
los dientes cuando se esgunfió de escuchar tanta sanata repetida del bobo éste
convertida en murmullo. Y para colmo como se salía de la vaina por hablar con
alguien, aprovecho para meter un bocadillo, y ese alguien por entonces era yo. Supongo
porque era el que estaba más cerca de él. Y el tipo se corrió, pero yo seguí
sin contestarle, aunque esta vez asenté con la cabeza para ser menos descortés
que antes.
Al rato se acercó un ciego que con temor preguntó si sabíamos
si el colectivo estaba por salir y si lo dejábamos ubicarse primero en la fila para
asegurarse así, un asiento. Porque en estos días, ni a los discapacitados
respetan. O mejor dicho, no nos ven. Van tan apurados que cualquiera que camina
más despacio les ocasiona una molestia. Todavía no sale, don, le contestó el urso,
que por suerte había encontrado alguien con quien hablar, aunque sea por un
rato. Se presentó al ciego y le dijo que se llamaba Pablo y a esta altura entre
una cosa y otra ya empezaba a caerme bien. No pasa nada, no se asuste, don, por
el encontronazo de recién. Los que vemos somos así, un poco arrebatados. Y ayudó
al no vidente a subir el cordón de la vereda y a ubicarlo en el primer lugar de
la fila a salvo de los empujones de todos.
Ahora el orden venía así. Éramos: el ciego, la señora a la
que le cuidábamos el lugar mientras aprovechaba el tiempo tejiendo un suéter
para su nieta en lugar de rezongar como nosotros, recostada en la vereda y
esperando ( )… el colectivo mientras la mirada inclinada de Homero Manzi nos
relojeaba desde la plaza de enfrente aún sin luna. Pablo y yo, y una cola que nos
condenaba como el bandoneón de Troilo daba vuelta la esquina por Sáenz hasta
casi la mitad de cuadra en una Pompeya que ya no es nueva, ni debajo de la
almohada un verso nos dejó.
Y de pronto la gente salió disparada para correr el único
165 que se dispuso a parar y que asomó como un rayo de luz por entonces después
de cruzar la vía del tren que atraviesa la feria de pájaros, cerrada los
miércoles, desde Plaza Once por la Av. Sáenz y
subieron apretados como podían, los pocos que pudieron subir. Los que
fracasaron en el intento, que no fuimos ni el ciego, ni la señora, ni el urso,
ni yo, volvieron a la fila mascando más bronca que antes y lo que es peor con
el orden cambiado. Y empezaron otra vez los empujones y los gritos, con
excepción de “nosotros”, porque a esta altura ya éramos un “nosotros” que nos defendíamos
espalda con espalda para mantenernos estoicamente a la cabeza de la fila. Calladitos,
sin pronunciar palabra ni gesto que la sugiera más que mirarnos a los ojos y
entender.
Solo un sol quedaba en la tarde que de a poco se iba
haciendo noche porque ya eran cerca de las siete y era invierno y el frío
oscurece los cuerpos más temprano. Sólo un sol quedaba en la mirada del urso
que seguía delante mío y atrás de una vida cotidiana que se le repetía cada
atardecer cuando suceden estas cosas. Porque se avecinaba una tormenta y aunque
suave por ahora, la garúa mojaba la ropa de los que no teníamos paraguas, ni
capucha o gorrita que nos cobije.
De pronto un relámpago nos encandila y recorta la calle y ya
no supimos si el que salía era el 165 o se trataba de otra línea de colectivo que
desvió su recorrido. Y eso que ya habían pasado cuarenta y cinco minutos largos
de espera, otros decían que ya había pasado cerca de una hora, pero ni por las
tapas la media hora que nos prometió el guarda.
El chancho que era el único que nos podía dar algún dato preciso
respecto de a qué hora salía el bondi se había escapado persiguiendo un carrito
con aroma a café que lo evadiera de sus más inmediatas responsabilidades y por
supuesto, de nosotros, al menos por el mayor tiempo que le fuera posible. Ya que
no lo veíamos ni siquiera de lejos saboreando su segundo, o tercer café a la
distancia y que con el frío en la imaginación de muchos, seguramente, parecía más rico.
Para mí que se escondió por la lluvia, dije convencido. Hay
que subir al colectivo antes que llueva más fuerte, exclamó el urso. Por qué más
tarde todo va a ser peor. Volver se va a poner más complicado, decía Pablo. Con
desgano como si de tanto repetirlo se le hubiera aplacado la rabia por la espera.
Porque de tanto estar uno al lado del otro pasando por lo mismo, un buen rato,
empezábamos a caernos bien y a entendernos un poco más.
Vendedores de cuanta cosa se les ocurra por vender había,
que habían copado las calles por la tarde, mientras enfriaba menos el sol, con
cinturones, relojes, aros, pulseras y cds truchos en sus puestos, iban
desapareciendo de a uno tras la caída de las segundas gotas de lluvia cada vez
más intensas y volvían a aparecer casi milagrosamente otros vendedores con
paraguas en mano, o los mismos, ofreciéndolos a los muchos, que por hacer oídos
sordos al servicio meteorológico, nos abrazábamos mojados a la esquina de
nuestro corazón que a la larga calma hasta el más guapo porque te gana por
cansancio.
Después la lluvia paró y volvió a salir el sol para todos y
un rayo azul-violeta iluminó la cara de Pablo más que la mía cuando vio venir
al guarda con irritante parsimonia y lo encaró de una. ¿Y? ¿Sale? ¿Ya sale el
colectivo?, le preguntó, corriéndose el pelo mojado que le caía negro y lacio sobre
el rostro para mirarlo con furia a los ojos mientras le preguntaba. ¿Y? ¿Va a
salir¿ ¿A qué hora va a venir? ¿Sale o no sale? Contestá, chabón, o te cago bien
a trompadas. ¿Que querés? Con esto que pasó en Lomas más el paro de subtes,
viene jodida la mano. Hacemos lo que podemos, papá. ¿Qué más querés que hagamos
nosotros?
Y volvió a perderse entre la gente, creyendo habernos
convencido más la situación que él. Sabiendo que lo mejor que nos podía pasar a
todos era seguir esperando. Que el 165 que viene de Plaza Miserere o Plaza
Once, como la llamen, ya casi no estaba
parando para subir pasajeros y que ya no era opción para ninguno de nosotros. Y
que el 160 circulaba con las puertas cerradas hasta pasado el Puente Uriburu y
a lo sumo si podíamos tomarlo nos llevaba únicamente hasta Lanús. Porque
después sube el puente de Escalada y se va por atrás de Pavón, del otro lado.
Por Alsina hasta Calzada y ya estábamos a minutos de cumplir todos la hora y
media de espera. Y si hicimos veinte, hagamos veintiuna y sigamos esperando.
Pero ya viene. Ya viene. Ya viene el colectivo, nos decíamos
los unos a los otros, aunque más no sea para convencernos. Porque obviamente no
salía de ahí a la vuelta como fantaseábamos muchos, aunque supiéramos
fehacientemente que para poder salir primero tenía que venir de Lomas de Zamora
y que el tránsito, incluso el de dirección a Capital, aún siendo menos pesado, estaba
muy congestionado y era lógico que tardara.
¿Y este forro se volvió a ir! Por enésima vez dijo Pablo.
Mientras recordaba las palabras del guarda cuando haciendo que miraba para otro
lado con perversa ironía nos dijo ya fastidiado. Si no quieren esperar, váyanse.
¿Quién los obliga a quedarse?
¡Ahh, lo queríamos matar! El urso tenía que contener las
ganas que tenía de pegarle. Para colmo no le hubiera costado el más mínimo
esfuerzo por la diferencia de tamaño que había entre ambos y la bronca
acumulada. Y dijo tajante. Si vuelve lo mato, lo mato. De pronto, enfrío la
mirada y me miró fijo y repitió la amenaza: “Te juro que lo mato”.
Todo su cuerpo era tensión, su pecho inflado por la bronca,
sus ojos color vino tinto parecían derramados. Pero una cosa es decirlo y otra
muy distinta es hacerlo y a medida que pasaban los minutos y la lluvia volvía a
mojar nuestra ropa todavía húmeda, nos comíamos los mocos y fue ahí cuando dejé
de hacer que lo escuchaba y comencé a prestarle atención.
¡El no entiende, él no entiende! Me lo dijo tragando saliva.
¿Qué es lo que no entiende?, le pregunté. Conociendo, por supuesto, la
respuesta que me iba a dar de antemano. Porque a pesar de la rabia, sus ojos y
sus hombros mentían menos que los míos.
Que estoy cansado. Que trabaje todo el día. Que cuando llegue
a casa tengo que hacerle la comida a los pibes, porque mi jermu consiguió un
laburo de noche y si no llego a tiempo casi no la veo. Que tengo que lavar la
ropa, limpiar la casa y esas cosas. Lo que hacemos todos. Y que tengo que
llegar antes que ella se vaya para darle un beso. Y que el único momento de
tranquilidad que tengo en el día es cuando plancho el culo en este colectivo de
mierda y pongo la cabeza en blanco la hora y pico que tardo en llegar de
Pompeya a Monte Grande en el viaje de vuelta.
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