domingo, 23 de diciembre de 2012

Te amo


“Tú solo, solo tú, sabes el modo.
De reducir el Universo a un beso”

“Copa con alas”, José Martí


TE AMO perdidamente
hasta que te encuentro
en un beso,
una caricia,
un abrazo,
una mirada.
Un recuerdo.

Te amo y por suerte,
este amor vuelve
“prolongado en mil ecos”.

domingo, 9 de diciembre de 2012

Bocacalle


BESOS BRUJOS EN LA NOCHE cafiola de Pavón y Salta,
en el barrio porteño de Constitución.
Travestismo de otoño que invita a mirar.
El sol de la República Dominicana no calentó sus calles.
Las calentaron los tipos, algunas fulanas, la esquina y el bar.
El semáforo en rojo.
Las almas en pena, pecando.
El vino, la pizza, la cerveza, el truco y escapar.
Escapar por un rato sabiendo por qué, sin mirar atrás.
Y su corazón perdido en una noche de luna llena intranquila, palpitando.
De lobos aullando, corrida de toros sin ornamenta, de gatos en celo en gira nocturna.
Aglomeración de autos que dan vueltas, que vienen y van.
Tranzas y más tranzas.
Y las chicas que preguntan:
-¿Vamos…?
Un pañuelo rojo se agita desde un hotel y el va, sumiso, como haciendo caso, deslumbrado por una morocha inquietante, como tanteando la noche.
-¿Estuviste con una dominicana alguna vez?-
-No, no estuve.
-Si quieres me voy contigo, papi.
-(,,,)
-¿Y…?
-(,,,)
-¿Vamos…?
Repetía su memoria al recordar: borracho, disperso, enloquecido, como queriendo olvidar lo sucedido y no.
-“Hola, mi amor…
¡Me quede con ganas! Llevame.”
-Dejame ver…, te digo después. Veo…
-¿Qué tenés que ver?
-“Dale, mi amor, llevame.
-(...)
-¡Que malo que sos!”
Y otra vez escuchaba:
 -“¿Vamos? ¿Vaamos…?
(No era siempre la misma voz)

Y a dónde iba a ir. Si lo único que quería era quedarse acurrucado haciéndose el dormido con los ojos abiertos y escuchar la noche de estrellas maquillada para la ocasión cayendo a sus pies, de rodillas a la altura de la cintura.
De serenata, de tango que por meloso se volvió bolero: cursi, arrastrado, más solo que acompañado sin poder dormir.
Cuando, de pronto, escuchó una voz masculina entre tantas voces femeninas que le dijo:
-¿Qué mirás, sos puto vos?
-(…)
- Sali de acá, chongo, pajero. Venoso... Olivá, tomate el palo, guachón.
(Le gritó otra voz no tan masculina)
-Enfermo, andate de acá.
.(…)
-No te das cuenta que si seguís jodiendo te vamo afanar.
¡Gatooo!
-(…)
-Vo no tené nada que hacer acá, rajaá.
-(…)
-Careta, te vamo a hacer cagar, rajaá, te digo.
-(…)
-¿Qué sos sordo? ¿Querés que te corte?
-(…)
-¿Sos sordo vos?
(Ya eran varios los que le gritaban y el clima se empezaba a poner espeso)
Algunos pibitos y algún que otro travesti y como en grupo somos todos guapos,  le decían:
 -“Quedate piola, gil”.
“Logi, dame veinte pesos para una mortadela y un pan y te dejo ir”- lo apuró el único fulano que se le acercó y no porque ofreciera alguna resistencia, sino por esas cosas del destino mientras los demás festejaban la osadía.
Y el boludo se los dio.
Se sintió acorralado, como si les debiera algo, por culpa por estar ahí, como teniendo que pagar peaje en una zona roja que cobra tarifa por mirar y él estaba mirando.
Tenía miedo, estaba temblando, transpirado, inquieto, porque se sabía sapo de otro pozo y se la iban a dar, o al menos eso sintió en ese momento, pero no se fue.
-¿Para qué mierda me metí acá?-, decía.
¿Para qué mierda?-
Fue ahí cuando se le acercó un cartonero  (o eso parecía) que ni siquiera se tomó el trabajo de mirarlo, porque no levantaba la vista del piso ni un instante y a los gritos le pidió merca, lo mangueó claramente: “Dame merca, dame merca, boludo”
Porque acá venís a coger o a comprar merca y vos no tenés cara de venir a coger.
-¿No tené…nooo?
-¡La puta madre! ¡A mí me tocan todos los boludos! Porque no tenés pinta de careta, vo. ¡Uuuhh… que ganas de estar papeado!
-Willy, si querés comprar yo te digo donde. Porque no me vas a decir que vos también sos puto. Por 100 p. nos dan un papel para los dos y lo tomamos juntos.
¿Te pa?
No le contestó, volvió a sentir miedo, sacó de su bolsillo 100 pesos y se los dio y siguió de largo sin escucharlo. Sin siquiera darse vuelta para mirar atrás, por miedo a que lo siguiera y mucho menos aclararle que no se llamaba Willy.
-Tené cuidado. Andá mejor en tu auto por acá, no estés caminando solo, lo aconsejo una traviesa de mirada dulce. Escondiendo sus zapatos de mujer en un talle de hombre y su amor no correspondido en un bolso de mano donde guardaba los preservativos y su corazón.
La elección tampoco era muy difícil, de los que estaban y las que estaban por allí fue la única que lo defendió y lo trató con dulzura y aparentemente no manifestaba ningún interés mezquino y ninguna propuesta comercial que prostituyera el vínculo.
Lo vio tan extraño, tan guachín, como pollito mojado entre tanto guacho: asustado, ajeno, tan distinto, que le dio por cuidarlo.
Pero igual, el pobre no le creyó, y esta vez sí se lanzó a la huida y empezó a correr y mientras más corría…, una voz conocida soplaba su oído cada vez más fuerte: aturdido, susurrando, como tulipán soplado por el viento que en la noche fría vencida al vivir le decía una y otra vez:
-¡Vos te estás portando mal!
¡Vos te estás portando mal! (con dedito y todo)
-Yo,  ¿por qué?, contestaba. ¿En qué me estoy portando mal?
-¡Porque no me trajiste un regalo!, le dijo una travesti.
-¿Y por qué te tenía que traerte un regalo yo? Si no te conozco.
-Sí que nos conocemos. Vos no te acordás, pero nosotros fuimos novios hace un tiempo. Yo te dejé hace unos años y venís a buscarme. ¿No te acordás…?
(El siguió sin contestar)
-Y especialmente porque yo lo deseo y en esta zona mi deseo es ley, porque este es mi reino. Mucho lo deseo, le dijo con la voz cada vez más suave: susurrando, como tulipán soplado por el viento en la noche fría vencida al vivir.
Por eso accedió.
-¿Y qué regalo querés vos…?-, le preguntó, siguiéndole ahora sí la corriente en un río de peces gordos que se comen los chicos por inexpertos en un lago azul, porque no saben jugar un juego que se juega sólo por las noches y en las bocacalles.
Le contestó:
-Una cadenita de oro, quiero…
-¿De oro?
-Oro 18, por favor- 
Parecía una mujer de tan joven. Quizás lo era. Quizás lo era.

Un pañuelo rojo se agita desde un hotel y el va, sumiso, como haciendo caso, deslumbrado por una morocha inquietante, como tanteando la noche.
Se llamaba…
-¿Cómo te llamás?
(A ella sí le pregunto, a diferencia de las otras)
-Micaela, ¿y vos?
-Yo me llamo Gustavo.

Tenía el pelo largo, lacio, morocho, los ojos aindiados, cintura de avispa dispuesta a volar y las alas atadas como detenidas en el aire a medio caer. Era joven, muy joven, parecía una mujer. Quizás lo era. Quizás lo era. Salía al toro por las noches noche, esperando que un torero perdido ensartara su paño color rojo en la arena caliente de una vez y para siempre, y la rescatara de la calle al son del bolero que toda mujerzuela quería escuchar, una vez que con lágrimas en los ojos y el alma en sus manos le confesara sus miedos:
-“Tengo miedo, torero. Tengo miedo cuando se abre tu capote. Tengo miedo, torero. De que el borde de la tarde, el temido grito flote. Pero cuando torero jugueteabas con la muerte yo me olvido de mi miedo. Y en ti creo torero…”-
-¡Tengo miedo!, decía ¡Y seguro es que vos (y no otro), venís a rescatarme!

Tenía el pelo largo, lacio, morocho, los ojos aindiados, cintura de avispa dispuesta a volar y las alas atadas como detenidas en el aire a medio caer. Era joven, muy joven, parecía una mujer. Quizás lo era. Quizás lo era. Salía al toro por las noches noche, esperando a un torero perdido para compartir el miedo al amor por el resto de sus vidas,  que huyo de una corrida embriagado por la atmósfera prostibular de un barrio liberado por la policía y por algunos cómplices cuando cae la noche, que la deseara como un loco y le quitara sus miedos, aunque sea por el tiempo que durara la calentura y le pagara tan solo para que ella no le hiciera preguntas.
Si total ya sabía todo lo que hay que saber sobre el amor: “que nace, crece, te hace sufrir y se va”, porque hizo el CBC de Sociología y leyó a Roland Barthes y sus fragmentos de un discurso amoroso (o se lo contó un compañero que le tiraba onda o quien sabe qué) y después no siguió y el sexo hace las veces de remedio al abandono y calma el dolor, aunque sea por un rato por pequeño que este sea. Si la primavera dura un segundo o a lo sumo dos y por las noches los días se pasan más rápido acompañados.

-¡Qué lástima que no encontraste tu placer!-, le dijo.
-Que no te vas esta noche conmigo-
Porque me llamo Brisa, no Micaela. Y como mi nombre verdadero, tendrás que descubrir otras cosas, pero eso siempre y cuando vos quieras.
-“Me podés encontrar por acá, por las noches, más o menos a esta hora, en la bocacalle”

Pero no le alcanzaba, quería algo más, que le dijeran que lo amaban y que lo amaran realmente, aunque esa noche parecía que nada le hubiera alcanzado y no había propuesta por tentadora que fuera que pudiera convencerlo o a lo mejor no la entendió.
Ni siquiera notó la diferencia que no fuera mujer, porque tal vez no la había. No la había.
Y rechazó su beso travesti sin garantías ni culpa ni prejuicio que le quitara el maquillaje y su perfume minutos después.
El amor mentido que lo aliviara, aunque más sea por esa noche. Si la que hasta ayer era su mujer tampoco lo amaba y lo miraba con desprecio, de reojo, a la distancia, como rechazándolo, como cachetada en la cara sin haber puesto siquiera la otra mejilla. Si la que hasta ayer era su mujer no lo quería ver más y le pedía el divorcio y le gritaba que se fuera, de todas las maneras posibles. Y él aunque más fuera con las ganas por un momento se fue.
Si los dos querían lo mismo: arañar la metonimia de una gesta de ruidos que los confundiera: “en esta noche, en este mundo” y no mucho más (¿o cuanto tiempo creen que dura el sexo cuando reemplaza al amor?), que les impidiera escuchar su corazón latiendo al oído, despacio, al menos una vez un poco más fuerte.
Porque ella sabía perfectamente que él no era el amor de su vida y ella tampoco su ex  y lo único que deseaba esa noche era brindar con champagne sin burbujas por un amor furtivo, de torero extraviado por sus besos brujos y por sus fracasos, como si nada hubiera pasado, porque el amor es eterno mientras dura el amor y se prolonga su eco en espejos quebrados.
¿Y cuánto tiempo más?, ¿Cuánto tiempo?
Si el amor es el recuerdo que a menudo repite la ilusión de amar.

Me atrevo a contarlo ahora porque pasó mucho tiempo y porque Gustavito jamás se va a enterar que lo hice. Porque aunque nos haya contado a mí y a otros amigos, en una noche de alcohol esta historia a medias, inconclusa –supongo-, como si nada, en suspenso, a la que escuchamos de un tirón como si fuera del todo cierta, sin interrumpirlo ni hacerle preguntas, como si nos hubiera dicho reamente la verdad de lo que pasó. Y en todo caso, ¿a quién le importa?
Todos sabemos que nunca podrá olvidarse de ella, porque la brisa de otoño lo llevó a buscarla otras noches y no la encontró.
Y todavía guarda la cadenita de oro 18 que le compró en la calle Libertad.
Si el amor es el recuerdo que a menudo repite la ilusión de amar.
Y él, por descuido o por temor perdió la ilusión, una noche de tantas, en alguna bocacalle.


viernes, 7 de diciembre de 2012

Bánfield


BANFIELD ES UNA ESQUINA, una historia de tantas. De amor y de engaño, de horror tal vez. Desolada, triste, perdida. Que me cuesta contar. Porque hay historias que uno lleva mordidas en la garganta y las lleva durante mucho tiempo, hasta que un día siente que las debe escribir, aunque al hacerlo traicione el relato prestado de los retazos de vida de muchos conocidos, aunque les cambie los nombres.

Bánfield es una esquina, el olor de los tilos de la calle San Martín, las flores de virgen en los jardines, las ventanas abiertas… y las hojas caídas ¿Y qué más?
Un perro.
(Se llamaba Homero)
Un hombre.
(Le decían Coco)
Una mujer
(Se llamaba Mabel)
Un hijo…
(Su hijo y el de ella)
Y algunos vecinos como nosotros, que hubiéramos querido que no sucediera.
La loma de Zamora encorvada hacia el oeste sobre la calle Santa Fe, la curva de Uriarte hacia el cementerio, el Camino Negro más negro que de costumbre…
¿Y qué más? ¿Qué más? -que no me acuerdo-.

Espero me disculpen por contarlo y mucho más por contarlo así, pero necesito hacerlo.
El grito de gol del Florencio Sola, casi siempre atravesado en la garganta y esta vez campeón. El ruido de las bocinas flameando banderas verdes y blancas hacia Bánfield Este, festejando por fin la victoria contenida del “Gran taladro del sur”, como lo llama mi suegra.
Pero la alegría duro poco y nada, demasiado poco para mi gusto y el de todos.
Del otro lado de Pavón, la muerte de un hijo se estaba llorando, fanático de Bánfield también, al igual que su padre. De la barra brava –decían-, que murió de un paro cardíaco después de verlo campeón la noche del festejo: tranquilo, dormido, custodiando, en el dormitorio de su casa, a la vuelta de la de su padre, mientras descansaba con su hija por última vez.
Voy a decir una barbaridad: “Pero al menos lo vio campeón”, al equipo de fútbol de Bánfield me refiero. Porque aunque les parezca mentira para él era muy importante.
Saben que no se sacó el gorro de lana con los colores del club durante todo el campeonato y eso que hacía calor, “por cábala”, decía.
–Que se yo-.
¿Y qué más? ¿Qué más? -que no me acuerdo-.

No fue la única muerte.
Por desgracia hubo otra después y otra más.
En la luz de la calle que no quiso prender esa noche. No quiso. No hubo manera.
Prendieron los patios, las cocinas, las mañanas, las sillas en la vereda, algunas ventanas y algún que otro farol.
Pero la luz de la calle no quiso prender esa noche. No quiso. No hubo manera.
Algunos llamaron a la empresa de luz y nada.
Algunos llamaron a la suerte y nada.
Algunos llamaron a la policía y nada.
…Nada.
Hasta que el silbido del tren retumbó en lo de Coco, como un tango bajo de paredón y después al sur, por el viento este que arrastra la muerte y el dolor en remolinos.
Fue ahí cuando escuchamos otro grito, pero esta vez no fue de gol, ni de campeón, ni de festejo, ni nada parecido.
Corrí hasta su casa, asustado, temblando de miedo, nervioso, traspirando, como sabiendo lo que iba a encontrar.
-Lo miré de frente, pero no pudo mirarme a los ojos-.
Todos sabíamos lo que iba a hacer. Su mujer y su hijo se fueron de la vida antes que él y planeaba venganza. Su esposa Mabel falleció hace unos meses y cuando Coco empezaba a reponerse de su muerte, pasó lo de su hijo y ya no tuvo forma de soportar el dolor.
Nadie iba a culparlo si lo hacía y hubiéramos ocultado la evidencia de haber querido, pero no quisimos.
Estaba contra la pared, plasmado, con un cuchillo en la mano manchado de sangre. Esperando…
–Que se yo-.
¿Y qué más? ¿Qué más? -que no me acuerdo-.

No les conté que Homero se quedó en la esquina, sin irse del barrio. Homero era un perro que vivía en la otra cuadra. Se ve que a él también le gustaban los árboles de tilo de la calle San Martín, como a todos nosotros y por eso se quedó. Era amigo de Coco, muy amigo de Coco, como todos nosotros.
Se quedó esperando a su dueña que se mudó a la capital hace un tiempo y lo dejó abandonado, y nunca más volvió a buscarlo, confiada que entre todos nos íbamos a cuidar los unos con los otros, pero se equivocó o simplemente no le importó.
Antonio que vivía en frente intentó adoptar a Homero, pero este no quiso, incluso fue su único hijo el que le puso el nombre, porque en realidad no sabíamos como se llamaba.
El muchacho de la garita, también quiso adoptarlo, pero tampoco aceptó. Prefirió ser de todos y de ninguno. Se hizo amigo de Coco, muy amigo de Coco, como todos nosotros también.
Sin embargo, todos nos creíamos un poco sus dueños, porque él nos lo hacía sentir así.
A todos nos acompañaba, nos buscaba, nos movía la cola, nos hacía compañía, nos defendía de cualquier peligro. Nos visitaba un rato y se iba. No pedía comida ni tenía sed, quizás era por eso que todos le daban un poco de agua y comida por que lo querían.
Mi mujer y yo lo curamos un día después de una pelea de la que salió mal herido y es probable que por eso nos recuerde con cariño.
Pero esa noche no pudimos salvarlo.

Yo no corrí esa noche hasta la casa de Coco, como dije hace un rato –les mentí-, porque de verdad me hubiera gustado haberlo hecho, pero no lo hice. No estábamos. Estábamos de vacaciones en Torres, Brasil. Ni siquiera escuché el grito desgarrador que se oyó desde su casa, ni lo vi esa noche, ni siquiera a Bánfield salir campeón, pero puedo imaginarlo.
–Que se yo-.
¿Y qué más? ¿Qué más? -que no me acuerdo-.

No me acuerdo porque me lo contaron y tuve que armar la historia a través de diferentes relatos: uno más triste y menos creíble que el otro.

Dijeron y se siguen diciendo tantas cosas de Homero:
que se trenzó en una pelea despareja con tres lobos,
que se fue detrás de una perra,
que se estancó en el lodo,
que cruzó la calle sin mirar y lo mató un auto,
que lo metieron en una camioneta
y lo tiraron por Camino Negro,
que lo metieron en una bolsa,
que lo envenenaron,
que lo vieron por Témperley,
que lo vieron por Lanús.
Antonio creyó oír el grito por todos lados y se mandó solo a buscarlo: desesperado, pero no lo encontró.
Por la estación de Escalada primero, por la cancha de Talleres, por Llavallol, por Adrogué, por Burzaco después. Desconsolado, sin mayor suerte.
Dicen o dijeron:
 –ya no me acuerdo porque me lo contaron y el relato del relato siempre es menos verosímil y un tanto trastocado-,
que lo vino a buscar la dueña anterior y que se lo llevó a la capital,
que se fue de vacaciones a Torres, Brasil, con nosotros y que le gustó tanto la playa que nunca más volvió,
que todavía está festejando en las tribunas de la cancha el campeonato de Bánfield,
que defendió al hijo de Coco de un paro al corazón y que perdió,
que lo defendió a Coco en su pelea contra la muerte y la de su esposa y que perdió a medias,
que se puso adelante para salvarle la vida y que lo mataron.
“Dicen…”,
-porque yo no lo vi y lo cuento porque me lo contaron-, sino tampoco podría hacerlo, ni decírselo a alguien y quedaría como tantas otras cosas que quedan ahí, doliendo, clavadas para siempre en una sucesión sin herencia ni relatos a los que poder abrazar.
Porque en las esquinas de Bánfield, los amigos se heredan y también los cuentos y el dolor después y convivimos con eso, como tantos, como otros.
–Que se yo-.
¿Y qué más? ¿Qué más? -que no me acuerdo-.

Beba que es una vecina del barrio de toda la vida, por ejemplo, dice extrañar la calle Cabrera donde vivía de chica, a pocas cuadras de acá, y no deja de decirlo a quien esté dispuesto a escucharla ni bien puede y ni siquiera se anima a volver y eso que solo queda a un par de cuadras, y prefiere extrañar y contar, antes que hacerlo y volver, y cambia un poco la historia cada vez que la cuenta para no aburrirnos, y todos la escuchamos, aunque nos canse el relato y sepamos de memoria el final.
Y a ellos –me refiero a Homero y sus amigos-, los extrañan la calle Aráoz, justo donde se cruza con la calle San Martín, la esquina -mejor dicho-. La esquina que fue su corazón y su abandono el de todos. Una perla, una cicatriz en el lomo de una vida sin collar que los ahogó a los dos (o a los tres o a los cuatro y a no sé cuantos más…).
–Que se yo-.
¿Y qué más? ¿Qué más? -que no me acuerdo-.

Bánfield es una esquina, una historia de tantas, la memoria de algunos como yo
y el silencio de muchos por temor que el recuerdo los ahogue en llanto y los haga extrañar… Un cementerio doblando por Uriarte con más de una flor.
Un farol… Una luz de la calle que no quiso prender esa noche. No quiso. No hubo manera.
Bánfield es una esquina, en la que Homero, el hijo de Coco y su mujer antes, ya no están.
¿Y qué más? ¿Qué más? -que no me acuerdo-.

Nadie iba a culpar a Coco si lo hacía y hubiéramos ocultado la evidencia de haber querido, pero no quisimos.
Estaba contra la pared, plasmado, con un cuchillo en la mano manchado de sangre. Esperando…
Esperando que otra vez su hijo de vuelta la esquina de la calle San Martín doblando por Aráoz con olor a tilo, con el gorro de lana puesto -aunque hiciera calor-, con los colores de Bánfield soñando que esta vez sí, iban a ser campeones y lo viniera a visitar como todos los días, como tantas veces. Aunque sólo el recuerdo ahora lo mantenga vivo o algo así.
Porque la pared de su casa que da a la calle no lo sostiene cada mañana, lo sostiene el recuerdo.
¿Y qué más? ¿Qué más? -que no me acuerdo-.

Después… Coco levantó el cuerpo de su esposa y el de su hijo y se puso espalda con espalda con Homero, porque era un perro acostumbrado a pelearle a la vida y que sabía perfectamente lo que era perder, pero además era su amigo y no quiso abandonarlo en ese preciso momento. Y salió disparado en dirección a la calle.
-Lo cuento como me lo contaron porque yo no estuve allí-, lamentablemente y me duele también por eso.

Todos nos quedamos atónitos mirándolo como un fantasma y lo seguimos haciendo: todos tocamos su sangre, todos retiramos el cuchillo de su mano, con cuidado y con miedo, todos nos declaramos un poco culpables. Porque todos sabemos fehacientemente que entregó su vida a quién sabe qué. Porque si se van los que más queremos y no los seguimos, no estaría bien.

(Todos seguimos atónitos mirándolo cada mañana como si fuera un fantasma)


Coco fue hasta la esquina, miró para un lado y para otro, hizo de cuenta que se olvidaba algo y volvió….solo, en el amanecer de cada mañana y cada mañana, asustado por lo que había hecho. Entro a su casa, tomó la bordeadora, salió a la calle y cortó el pasto por enésima vez.