martes, 18 de febrero de 2020

Boca de lobos

Hablaba solo. Así lo encontró su padre, sentado en el furgón del camión de mudanza, mirando con ojos sin retorno la casa donde vivían, como si nunca más la fuera a ver. La casa, que en realidad era un departamento en planta baja sobre la calle Gurruchaga, se borró de su memoria por completo por un tiempo, al menos hasta hoy.
Pero a la distancia todo se ve distinto.
Nunca más estaría su abuela Roxana asomada a la ventana charlando con cuanta vecina pasaba por allí, alargando las tardes en la primavera callada del ‘79.
Ni Mariela arrancándole los pelos a cuanto “negro”, como decía ella, pasaba por la puerta corriendo a su hermano, Ricardo, con el afán de obligarlo a seguir jugando a las escondidas. Un juego -que por contar siempre él- había dejado de divertirlo y por eso escapaba.
Los “negros”, como decía su hermana mayor eran el Indio y Víctor; y como eran más grandes que él, se sentía en la obligación de defenderlo como podía: con uñas y dientes, subida a un banquito, desde lo alto, en la ventana de su casa.
Eran dos chicos de los conventillos de Palermo viejo cruzando Honduras, que paraban en la feria de Nicaragua vestidos con ropa deshilachada y calzados con zapatillas que de Flecha le quedaban sólo la suelas: gastadas, confeccionadas con retazos de distintas telas: lisas, floreadas, de jean y con cordones de diferentes colores.
No podían alcanzarlo a Ricardo, si no por supuesto le hubieran pegado. Por “cheto”, por tener las zapatillas sanas y limpias -ni siquiera mejor que las de ellos, marca Pampero-, pero nuevas, motivo más que suficiente para envidiarlo y castigarlo de ser posible.
Ricardito tenía experiencia en eso de correr y esquivar sopapos. Además contaba con la ayuda incondicional de su única hermana, y no era poco.
Pero no miraba la casa, si no la ventana, por última vez. Buscaba algo. En esas visiones que el viento deshilacha y sopla basuras en los ojos que impiden mirar con claridad, que molestan; porque ya nadie estaba allí, excepto la mancha de sangre en la persiana otra vez baja, que todavía creía ver. Queriendo confundir recuerdos con quien sabe qué en la esquina de un rosal lleno de espinas.
“Andá para la cabina del conductor, Ricarditoo! No te lo quiero volver a repetir”.
Y ahí nomás, su padre le voló un mamporro. No le dio tiempo a moverse y la cachetada sonó como un látigo en la mejilla de Ricardo, como tantas otras veces.
Creyó reconocer su ira desde entonces, la siguió viendo florecida en el ayer: marchita, olvidada, pero viva.
Pero no lloró. Nunca lo hacía. Ricardo no sabía llorar.
Mordió los dientes, como siempre, refunfuñando y se fue para adelante, a la cabina del conductor, sin chistar.
El camión con sus pertenencias –junto con ellos- estaba en marcha. Había un coche de policía apostado en la esquina. Como muchos en esos años conocía la calma que anticipa la tormenta, aunque sólo fuera un niño. Ricardito notó que su papá se puso más nervioso que de costumbre, y ya era mucho.

“Arrancá, Ulises, arrancá. Arrancá, que se nos hace tarde. Y ese auto de policía que está ahí, parado atrás… ¿Lo vés? ¡No mirés, pelotudo! No me gusta nada”.
Por fin, el camión partió a destino. Además una orden de su papá era una orden, para cualquiera que escuchara ese tono de voz. Mientras la calle Gurruchaga se terminaba sin dejar huella y doblaba por Warnes sin que nadie los siguiera. Llevando consigo bajo el brazo las primeras horas amargas de su vida.
Con el correr de los minutos, las lágrimas del espejo interior de Ricardo se fueron secando con un pañuelo de seda azul color cielo que heredó de su abuelo materno al que prácticamente no conoció y disfrutó del viaje. La bronca se le fue yendo de a poco y descubrió el placer de observar todo desde la ventanilla. El sol se reflejó en sus ojos y en los cristales, en ese puente de sueños que oscila entre la oscura sombra y el reflejo de su vida. Al lado del asiento del chofer se sentía importante, acompañado, contenido, aunque sea por un rato.
Su padre no habló en todo el trayecto. Hasta que, fastidioso porque Ricky no dejaba de leer uno por uno todos los carteles con el nombre de los negocios que veía en voz alta, le gritó:
“Callate”.
Pero fue sólo un grito, esta vez no hubo violencia.
El flete dobló por Campichuelo y cruzó la Avenida Díaz Vélez por una calle que a las pocas cuadras se corta por la vías del tren Sarmiento, escondida entre los parques Centenario y Rivadavia (o Lezica), empedrada, repleta de arces y paraísos, al costado del Hospital Durand.
“Llegamos”, dijo Ricardito, con el corazón que se le salía del pecho.
“Llegamos”, repitió su padre.
Cuando Ricardo entró a la casa de Eleodoro Lobos en Caballito se encontró con dos puertas con cerrojo pero sin llaves abiertas de par en par, un patio cerrado con vidrios y un cielo color azul como su pañuelo de seda, que al verlo, le permitió sonreír por un instante y una escalera que lo conducía, luego de pasar por una pieza ubicada en un entre piso, a un jardín repleto de pájaros y de flores: había zorzales, colibríes, botones de oro, cabecitas negras, mirlos y una calandria mora que no paraba de cantar. Las flores eran muchas y distintas, pero sólo reconoció los claveles.
Había un macetero de cemento que cubría todo el frente y alegraba su vista, con plantas que trepaban sobre las paredes de la terraza recostadas sobre el verdín que le dan los años y la humedad a las casas viejas. Y un montón de pelotas de fútbol que se ve se le colgaban a los chicos del barrio que jugaban en la vereda, y Ricardo empezó a patearlas a todas, y vio entonces como se formaban figuras sobre la pared de la terraza a orillas de la vida.
Cuando un baño de agua fría lo volvió a la realidad de un baldazo, al grito de su padre:
“Bajaá Ricardoo” ¿Qué carajo estás haciendo ahí arriba? No ves que no hay nada. Vení a ayudar a tu mamá y a tu hermana a desembalar las cosas, que yo estoy con el señor de la mudanza entrando los muebles y no doy a basto. ¿Qué querés, que lo hagan tus abuelos? ¡Bajaá Ricardoo! No te lo quiero pedir ni decir más”.
Ricky bajo de inmediato. Quería contarle a su papá que en esa terraza de sueños iban a poder tener el criadero de perros que por falta de espacio no tuvieron en el departamento de Palermo. Y que en el lavadero podían poner los pájaros que aunque no fueran silvestres –como él los había visto- podían ser canarios de colores: verdes, marrones, rojos, azules, amarillos y por qué no, también de canto clásico. Ricardo tenía el oído adiestrado por la práctica para reconocer cuándo un canario roller cantaba bien y cuándo no, aunque su canto estuviese perdido en una pajarera con más de cien pájaros cantando a la vez. Su padre lo ponía a escucharlos cantar y cuando Ricardito decía “ese”, ese y no otro era el que compraban, se lo llevaban y efectivamente era bueno.
Pero no lo escuchó.
Quería contarle que él había visto en la terraza las plantas, las flores y los pájaros, al menos por un instante. Que faltaban los perros, pero que los podían traer. Que lo imaginó así y que esta vez, aquel deseo de su papá, que también fue el de él por un largo tiempo, podía convertirse en realidad.
Pero no lo escuchó.
Lo único que quería su padre era que ayudara a su mamá y a su hermana a desembalar los canastos y a ordenar las cosas. Y a sus abuelos a terminar de instalarse. Y eso fue lo que hizo.
Al otro día, una vez terminados de mudarse, Ricardo encaró a su papá en la cocina, con la voz tomada por la emoción de la mudanza, por tener una casa vieja pero nueva y una pila de sueños, y comenzó a hacerle una por una las preguntas que le quedaron pendientes del día anterior.
“¿Papá, vamos a tener el criadero de perros chihuahuas o de cocker spanish inglés que tanto querías? ¿Cuándo vamos a algún criadero a ver perros? ¿Este fin de semana? ¿Viste algún aviso? ¿Y a ver pájaros? ¿Cuándo vamos a la feria de Domínico o a la de Pompeya?”.
Pero su Papá no le contestó.
Su padre todavía tenía muy presente el recuerdo triste de la mañana anterior al día de la mudanza. El momento preciso en que asesinaron a Alberto, un amigo suyo de la infancia hasta pasada la adolescencia, que vivía también en Palermo en la otra cuadra, sobre la mano izquierda de la calle Gurruchaga, apenas cruzando Soler. En la casa de paredón y enredadera, de pasillo largo al costado, de cuellos rotos de botellas en las paredes del frente apuntando hacia arriba, como una especie de fortaleza, que la defendiera de un ataque que inevitablemente iba a suceder en estos días, para que no saltaran adentro de la casa, al menos tan fácilmente. La puerta estaba cerrada bajo siete llaves que nunca más se abrieron, nunca más. Al menos hasta hoy, ante los ojos húmedos sin lágrimas de Ricardo.
Pero su papá ya no lo frecuentaba a Alberto, apenas lo saludaba con cariño cada tanto cuando se lo cruzaba por la calle de casualidad. Ya no era aquel muchacho con el que iban a pasear a Costanera norte o a las playas de Saint Tropez en Olivos, o al Ancla, ni compartían el gusto por los cuchillos y las armas, ni por pelearse a las trompadas con cualquier infeliz que los mirara mal. Apenas sabía que estaba metido en algún partido de izquierda, que admiraba al Che Guevara, que quería irse a Cuba y que pensaba hacerlo en estos días de silencio cómplice y de ojos que no querían mirar lo que pasó en el barrio aquella noche que se volvió mañana de cristales rotos.
Más allá, el ya no tan joven idealista, ni siquiera alcanzó a beber un puto sorbo de la taza de café que sostenía, por si acaso esta vez con su mano derecha durante el desayuno. Tampoco alcanzó a saltar el paredón con vidrios para que no entraran otros, ni le permitieran salir a él cuando empezaran los disparos. Porque lo venían a buscar después de tantos días y noches en la sombra. Lo hicieron caer en su propia trampa cuando se desplomó sobre la vereda con sangre y sudor café que destiñeron su remera color roja para siempre, sin hasta, ni victoria. Como si el castigo se repitiera eternamente a cuanto zurdo se le ocurriera asomar la cabeza, para que el mensaje llegara a destino junto a otros cadáveres aún tibios por la orden de matar a balazos a cualquiera que saliera de esa casa.
Muerte y destino desayunaron la infusión amarga de aquella mañana. La imagen oscura del horror envenenó las ventanas de las casas de los vecinos, de los que vieron y de los que no y de los que no quisieron mirar. Algunos no creyeron, otros aludieron haber salido temprano y que por eso no vieron nada, que se lo contaron, que escucharon el rumor, pero que no sabían bien por qué ocurrió ni cómo, los que lo vieron no querían contarlo, y la mayoría comentaba en voz baja que se lo había buscado, que por algo sería y que por supuesto, algo habría hecho para merecer un final así.
Ricardito sintió la impotencia y la rabia de un chico de 10 años, la estocada final de los primeros miedos conscientes, un miedo sin fronteras, estomacal, profundo, de intestino bajo hasta los retorcijones, de ganas de vomitar, capaz de presentir la sombra de las botas bajo el hilo de luz que deja la ranura de la puerta en el suelo y alarma.
Pero eran canas, no milicos, y el papá de Ricardo decía que con esos negros de mierda no se podía hablar porque no entran en razones, porque son burros, porque cumplen órdenes pelotudas que le dan otros pelotudos más pelotudos que ellos. Porque son como los pibes de los conventillos, están cagados desde que nacieron, viven asustados, porque no tuvieron educación y por eso tiran, a quemarropa y mucho más si su sangre es roja, como hicieron con el pobre de Alberto.
Y Ricardito pensó: “si fueron capaces de hacer lo que hicieron, si planearon esa emboscada en una noche de lobos y cordero que se transformó en mañana sin sol para que muchos lo vieran y hoy lo puedan contar, si vallaron la calle con cintas de peligro como si se tratara de un caso de emergencia, si alertaron a los vecinos para que no se asomaran”. Si algunos como el padre de Ricky sabían unos días antes lo que iba a pasar y no hicieron nada, porque se los contó el vigilante de la esquina.
Mario hablaba mucho con él, decía que no quería a los canas, pero bien amigo que era de ese, y de los milicos ni les cuento, no era amigo, pero los admiraba profundamente. Acaso se callaron la boca y no fueron capaces de avisarle, acaso lo creyeron culpable de quién sabe qué cosa, acaso felicitaron a los policías por el éxito de la operación que se convirtió en cacería cobarde de varios dogos argentinos persiguiendo a un jabalí. “Muerto el perro se acabó la rabia”, decían algunos, en la mañana callada a tiros de un viernes de noviembre de 1979.
Y cuando Ricardo caminaba por la calle junto a su papá, sabía perfectamente por qué su padre evitaba pasar cerca de la policía apostada en las esquinas y más si veía con ellos a un patrullero, por qué temía que le preguntaran por Alberto, incluso después que éste murió. Ya lo habían hecho y prefería no pasar de nuevo por esa experiencia traumática, tenía miedo que le preguntaran qué relación tenía en ese momento con él, qué más sabía que no les hubiera contado.
“Muerto el perro se acabó la rabia”, decían algunos. Algunos otros decían que lo vendió.
Son muchos por Palermo los que no querían recordar el día de ayer, y no despiertan y duermen, y hacen tiempo esperando que esta pesadilla termine. Porque aunque Alberto hubiera hecho lo que hubiera hecho, había nacido allí, era nacido y criado en el barrio, y los que lo vieron nacer y se dijeron alguna vez sus amigos le dieron vuelta la espalda para no mirar cuando lo cagaban a tiros.
El gobierno militar estaba más fuerte que nunca y la dictadura se hacía sentir también en los barrios más acomodados de la Ciudad de Buenos Aires en una noche mañana más larga que las otras y la policía ayudaba si se lo pedían como en este caso. De todos modos, los ojos de Alberto se destacan en las sombras de largas noches sin sueño y de tristes soledades, llevando murmullos de vida y olores de primavera al recuerdo infantil de Ricardo.
Pero la familia de Ricardito se mudó a Caballito a una casa vieja pero nueva, repleta de plantas y de flores, de pájaros y de perros; y ese oscuro recuerdo de la niñez quién sabe por qué estéril razón con la distancia se hizo nostalgia y decidió volver. El hecho ni siquiera salió en las noticias, como tantos otros acontecimientos de entonces que no vieron la luz. En el barrio nuevo aquel suceso infame no había pasado, al menos no de ese modo, excepto en la cabeza de su padre y en la de Ricardo.
“¿Papá, vamos a tener el criadero de perros chihuahuas o de cocker spanish inglés que tanto querías? ¿Cuándo vamos a ver perros? ¿Este fin de semana? ¿Viste algún aviso? ¿Y a ver pájaros? ¿Cuándo vamos a la feria de Domínico o a la de Pompeya?
“Paraá, Ricardo, son muchas preguntas. No insistas. No vamos a tener un criadero de perros, ni de pájaros. Vamos a tener un perro de pelea, uno solo nomás. Vamos a traer un Bull Terrier, para que nos defienda. Te va a gustar, vas a ver. Me dijeron que hay uno en Monte Grande, pero hay que ir a buscarlo, encima nos lo regalan. Pesa 30 kilos y está pasado de estándar, pero no importa. Es blanco y tiene un parche negro en el ojo izquierdo parecido al de un pirata. Se llama Gitano. Me dijeron que tiene más de 30 peleas en el lomo y que ganó las 30, que tiene más o menos 6 años -es un poco viejo-, pero en este caso no importa. Él nos va a cuidar. Además, no quiero que salgas a la calle sin mi consentimiento, salvo para ir al colegio. Tengo miedo que te cruces con la policía y que te hagan algunas preguntas. Y vos como sos el más chico de la familia y un poco demasiado charlatán vas a tener que tener cuidado y callarte la boca, porque estos canas de mierda se aprovechan de ese tipo de cosas y no podemos correr riesgos. Por lo demás creo que está todo controlado. La abuela ya no sale por el accidente que tuvo en la cadera y tu abuelo, como no está nunca, es casi imposible que relacionen que vive acá con nosotros. Por ese lado estamos bien. Tu hermana se la pasa atrás de la pollera de tu mamá y tu mamá sería incapaz de traicionarme, así que no creo que traigan problemas, además ellas están bien adiestradas en eso de callarse la boca y no van a hablar, porque no les conviene. ¿Pero vos, Ricardo?, ¡con eso de querer jugar siempre a la pelota y encima en la calle!, ¡qué manía, la tuya! Si acá tenés terraza, por qué no jugás arriba con todas esas pelotas que encontraste y te dejás de joder”.
A la semana, el padre de Ricardo lo despierta en una mañana de esas en las que el sol entra por la ventana como una perla de luna que naufragó en la noche y se quedó despierta, y muy temprano, muy temprano le dice:
“¿Vamos a Monte Grande a buscar el Bull Terrier a lo de don Murias?”
Ya en Monte Grande, en el fondo de la casa hacían apuestas, comían empanadas y tomaban vino, y alguna que otra cervecita. Se reían y gritaban, algunos se peleaban a punta de cuchillo cuando uno de sus gallos perdía, Porque eso hacía don Murias en el fondo de su casa, organizaba riñas de gallos por plata y a veces los muchachos se mamaban y se pasaban de rosca y se armaba flor de quilombo. “Ahí está el Bull Terrier del que tanto les hablé, Mario. Como ustedes ya saben se llama Gitano. Está un poco gordo porque se la pasa encerrado en esa jaula, y si lo suelto me puede matar a alguna gallina o lo que es peor, a algunos de los gallos, que son los que me dan de comer en este momento. Es que actualmente los gallos son mi principal entrada de guita. Además está un poco viejo y ya no pelea. Antes hacíamos peleas de perros acá en el fondo, -si usted sabe, Mario-, -si yo le conté-. Pero con esto de los milicos hay que hacerlo por izquierda, de queruza, sabe, y encima ahora éstos canas de mierda también se cebaron con esto de la dictadura y no dejan vivir. Se meten en todo: te preguntan a dónde vas, de dónde venís, a qué te dedicas, -como si no supieran-, si hacés reuniones en tu casa. ¿Qué carajo les importa? ¡Si acá no hacemos política! Todo el tiempo te hacen sentir observado. Igual siempre a alguno coimeás, pero es más difícil. Y esto de la riña de gallos pasa más desapercibido que el tema de los perros. Los muchachos traen a los gallos en cajas de madera, con el pico atado para que no griten y listo.
El Gitano y Ricardito se volvieron inseparables y nunca más se sintieron solos. Se acompañaban el uno con el otro. Al lado del Gitano, Ricardo se sentía importante, a salvo, contenido; como sabiendo que esta vez, a diferencia de las otras, su amistad con un perro sería posible y que no iba a ser sólo por un rato. Fue el único perro con el cual su padre lo dejó jugar. Porque a los aproximadamente 20 perros que se pasearon por el departamento de Palermo nadie los podía tocar, excepto su papá, y estaba terminantemente prohibido jugar con ellos. A ver si les pasaba algo que les impidiera presentase en alguna exposición de perros en la que los esperaba un seguro primer premio que nunca llegó. Porque nunca los presentaban, porque para la mirada perfecta de su padre jamás hubieran ganado.
Y si acaso fuera verdad que ese perro había peleado 30 veces, que estaban en presencia de un sanguinario y que iban a convivir a partir de entonces con un asesino, no parecía. El Gitano con Ricardo era totalmente dócil, cariñoso, amigo, compañero. Parecían dos chicos despertando de largas noches sin sueño y de tristes soledades, llevando por fin consigo murmullos de vida y olores de primavera.
Cuando Ricardito lo sacaba a la puerta, se quedaban sentados los dos en el umbral de la calle mirando pasar la vida con ojos sin retorno, esperanzados.
Un día su papá le dijo: “Ricardo, andá a buscar al Gitano que está en la terraza y nos vamos los tres al Parque Centenario. Me comentaron que allí se juntan un montón de perreros que llevan perros de distintas razas de las que nos gustan a nosotros, bravos, con carácter ¿viste? No como esos perros maricones que siempre vemos en la Federación Sinológica, a la que ¡por favor, no insistas, porque no vamos a ir más! ¿Entendiste, no? No más caniches, ni cocker, ni chihuahuas, ni todos esos perros de mierda que compran las minas o los putos que nunca me gustaron. Lo que pasaba es que un departamento como el de Palermo, si no tenés esos perritos chiquitos, no los podés tener. Pero acá tenemos terraza y patio y dos parques grandes cerca y encima en uno de ellos se juntan estos tipos… Me dijeron que llevan Dobermans, Dogos argentinos, algún que otro Schnauzer gigante, Bull Mastiff también. Me contaron que andan con una raza nueva alemana que se llama Rotweiler, que entraron al país ahora desde que se abrió la importación, los vi en la enciclopedia esa que me compró tu mamá, pero como nunca los vi en vivo y en directo, de verdad, ¡viste!, los quiero conocer y dicen que son muy bravos. Además me dijeron que llevan una raza americana nueva también, que no está reconocida oficialmente por ninguna asociación de perros: algo así como Pit Bull o American Pit Bull.¡Va a estar buenísimo! ¡Vas a ver! Ricardo, andá a buscar al Gitano que está en la terraza y nos vamos los tres al Parque Centenario. No te olvides de ponerle el collar de púas, pero esta vez poneseló para afuera, por si alguno de estos perros se hace el malo y lo quiere morder”.
Ricardo como siempre obedeció y le puso el collar con las púas hacia afuera como los cuellos rotos de botellas en las paredes del frente apuntando hacia arriba de la casa de Alberto, como una especie de fortaleza, que lo defendiera de un ataque que inevitablemente iba a suceder.
El perro con Ricardito era totalmente dócil, pero su padre no se confiaba y menos de los demás. Caminaron hacia el parque los tres por la calle Eleodoro Lobos hasta cruzar la avenida Díaz Vélez. Llevándolo…
El parque era hermoso, repleto de pájaros y de flores: había zorzales, colibríes, botones de oro, cabecitas negras, mirlos y una calandria mora que no paraba de cantar. Las flores eran muchas y distintas, pero sólo reconoció los claveles.
Ricardito lo recordaba de cuando pasaron por allí el día de la mudanza. Tenía una pileta sin agua, vacía, que en algún momento iba a hacer un lago artificial, pero estaba en refacciones. Ricardo se prometió volver cuando las obras estuvieran terminadas.
Su padre ni bien llegaron se puso a hablar con todos los perreros del lugar, o mejor dicho, con todos los que le hablaron. E inmediatamente empezó a contar anécdotas. En eso Mario empezó a calentar la garganta repitiendo las historias fantásticas que le contó el forro de Murias, como si fueran reales, como si él las hubiera vivido, cuando la charla se le fue de las manos y a Ricardito el Gitano por esa puta costumbre de obedecerlo siempre, aunque sus órdenes no tuvieran razón.
Se acercó un perro y empezó a olfatearlo, el Gitano lo miró a Ricardo igual que como lo miró el día que se conocieron, con ojos sin retorno, como pidiendo ayuda. Parecía llorar.
El otro perro era un Gran Danés, prepotente, altanero, ¡bastante boludo el pobre! y le empezó a olfatear la cara. Y a nadie que le pagaron alguna vez le gusta que le toquen la cara.
El Gitano empezó a fastidiarse.
Ricardito notó que su perro se puso más nervioso que de costumbre y nunca lo había visto así.
Era inevitable, iba a reaccionar como cualquiera que alguna vez lo golpearon y mucho. La espera se demoraba más de lo previsto para cualquiera que lo observara, pero no para él. Tenía la paciencia de un profesional y la lealtad hacia el amo educada a garrotes, porque esperaba la orden como cuando lo hacían pelear en el fondo mugriento de la casa de don Murias. Se tomaba unos segundos para reaccionar, porque no se pelea en caliente. Esperaba la orden de alguien que había peleado y se sabía ganador, pero ya no lo quería hacer y lloraba por eso..
Ricardo lo miró a su padre y por primera vez lo vio como realmente era. Se salía de sí, ni siquiera había un puto policía en el parque, ni una esquina oscura que lo regulara, ni estábamos en casa. Tampoco estaba su papá Enrique, el abuelo de Ricardo, que cuando lo miraba con la indiferencia y el desprecio que lo hacía era peor que cualquier trompada.
“Soltalo, Ricardo!, ¡soltalo! No ves que está llorando”.
Y Ricardo lo soltó. Y fue ahí, en ese preciso instante, cuando aparecieron sus dotes de peleador callejero. El Gitano sin tomar envión pegó un salto mortal y giró en el aire, como un trompo. Mientras giraba en el aire abrió su boca y dejó caer su mandíbula de 30 kilos de peso, que estranguló el cuello del Gran Danés. Fueron 3 o 4 segundos, no más, cuando el Danés se desplomó sobre la vereda con sangre y sudor café que destiñeron su manto rojo para siempre, su pelaje color ladrillo sobre el suelo del parque sin plantas y con flores, pero sólo reconoció los claveles. Sin hasta, ni victoria. Como si el castigo se repitiera por igual para ganadores y perdedores o para hombres y perros.
El papá de Ricardo enloqueció. Tomó al Gitano en sus brazos y se fueron corriendo sin hacerse cargo de lo que había sucedido ese día, en el parque.
El Gitano estaba bañado en sangre, salpicado, impertérrito. Ya nunca más pudo mirarlo a los ojos a Ricardito de la misma manera. Sabía lo que había vuelto a hacer y que esta vez sí iba a ser condenado por eso. Su padre creía que el perro estaba lastimado, porque no alcanzó a ver la pelea en primera fila como la vio su hijo al borde de otro cielo rosado que anticipa la tormenta.
Corrieron las tres cuadras hasta la casa sin mirar atrás. En el apuro Ricardo perdió el collar de púas que lo defendía del peligro. Su padre abrió las dos puertas con cerrojo pero sin llaves de la entrada de la casa de par en par, a los gritos:
“Elviraaa, pelotuda, vení para acá! ¿No te das cuenta que el perro está lastimado? ¡Ayudame!” Y Elvira lo ayudó.
El Gitano no tenía nada.
Ricardo sabía perfectamente que el Gran Danés no le había hecho nada, pero no pudo decírselo. No lo escuchó.
Gritaba como un loco:
““El perro no tiene nada”. ¡Era verdad, sabía pelear!”. No como Alberto.
A las horas, esa pelotuda, como él decía, tuvo que ir a abrir la puerta cuando tocaron el timbre, porque él no tuvo huevos y se encerró en la pieza de la que no tendría que haber salido al menos ese día.
“Vení, Ricardo, ¡no hagas ruido! Llevá al Gitano arriba, a la terraza y escondelo en el lavadero y ponele el bozal. Si es necesario encerralo con llave, ¡por favor te pido!”.
Ricardo, como siempre, le hizo caso. Se quedaron los dos abrazados sentados en cuclillas en el piso, debajo de la pileta de lavar en el lavadero, pero ya nunca más su perro pudo mirarlo a Ricardito de la misma manera. Estaba salpicado de sangre ante sus ojos y lo sabía, aunque en este caso todos fueran culpables.
Y Ricky volvió a sentir la misma impotencia y la rabia de un chico de 10 años, la estocada final de los primeros miedos conscientes, un miedo sin fronteras, estomacal, profundo, de intestino bajo hasta los retorcijones, de ganas de vomitar, capaz de presentir la sombra de las botas bajo el hilo de luz que deja la ranura de la puerta en el suelo y alarma.
“Buenas tardes, señora, soy el Sargento Cuevas. Recibimos una denuncia por un perro muerto hace un par de horas en el Parque Centenario. Aparentemente lo mató un Bull terrier y todo indica que se trata del perro blanco que anda siempre con su hijo y su marido. Su hijo es menor, así que tenemos que llevarnos detenido a su marido. Cuando me llegó la denuncia en su contra me quería matar, porque se trababa de Mario. La orden viene de arriba y esta vez no lo podemos salvar. El dueño del Gran Danés es un milico. Y a pesar de que su esposo colaboró con la fuerza para que atrapáramos a Alberto, no se olvide que él estaba implicado en el atentado con el coche bomba al Hospital Militar. Que era él quien manejaba el vehículo. Aparentemente lo hizo por amistad y porque decía que Alberto no iba a tener huevos, y que no militaba en ningún partido de izquierda, ni en montoneros, ni es un guerrillero. Qué lo hizo porque quiso ayudar al único amigo que tuvo y que lo comprendió. El certificado que usted presentó de insanía, puede ser que lo ayude nuevamente. ¡Llamelo por favor! Y haga desaparecer al perro. ¡Hagaló! “Muerto el perro se acabó la rabia”, dicen. De lo contrario, puede pasarle lo mismo que le pasó a su amigo Alberto.

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