De verla continuamente en
las calles de Alsina con la mirada perdida empujar el chango, con su frazada
marrón como vestido y su figura flaca y desgarbada de modelo mendiga y detener
el tránsito. Provocando a tanto policía. Cuando se quitaba la ropa en las
esquinas y mostraba su encanto. Y tal vez por eso desapareció un día. Y después
el rumor del embarazo.
Pasaron dos años. Solía
caminar la calle Taxot, de Tuyutí a la Avenida.
De su pasado no había rastro. Parece que ella era de La Perla , Témperley, y no de
Valentín Alsina, y vivía con su tía, que la había abandonado. O se escapó. Al
hospital a recibir violencia obstétrica.
Seguro la culparon por los
golpes en la cara y en los brazos. En los muslos. Por haber tomado alguna que
otra pastilla y por sus dieciséis años. Por la mirada perdida. Por estar
acompañada por un policía todo el tiempo y por el chango. Apenas saber sin
seguridad lo que me dijo un cronista que estaba investigando el caso. Que por
ahí, por la calle Tuyutí había regresado.
Y su silueta desgarbada con
frazada marrón volvía a romper la lógica de tantos autos. Porque ya no miraba a
nadie, ni esperaba ser mirada y lo único que quería era empujar el chango.
Lavar la mamadera del bebé, aceptar lo que le daban, doblar la mantilla con
cuidado y cuidar su espacio en la vereda por si acaso.
Ya no quería caminar ni
provocar a tanto policía ni mostrar sus atributos ni cortar el tránsito. Quería
que a diferencia de ella, el niño no llorara tanto.
Por eso le prometió que lo
llevaría a la placita de enfrente cuando cumpliera los dos años. Había que
cruzar la rotonda por la calle Taxot hacia Remedios de Escalda de San Martín,
pero el miedo la tenía titubeando. Pero se armó de valor y cruzó. Tal vez
atraída por el cartel que decía: “Los únicos privilegiados son los niños”, de
la plaza. Y se lanzó a la aventura de cruzar la calle con el niño en brazos.
A la loca del chango se le
cayeron las cosas por cruzar tan rápido. Tanta porquería de las que fue
juntando. Y entonces se le cae la caja de un muñeco que se había robado. Un
bebé hermoso todo blanco. Y se le caen también un trapo sucio, unas
escarapelas, un sachet de leche, un autito roto y unas botellas de vidrio que
se rompen a pedazos.
Iban a jugar en la hamaca,
en la calesita, en el sube y baja, en el tobogán. En todos los juegos. Iban a
pedir sándwiches de miga en la panadería de enfrente, y se iban a reír los dos,
comiéndolos en el pasto.
Eran las tres de la mañana
cuando cruzó con el chango porque había menos autos. No había cumplido el niño
todavía los dos años.
Pero se adelantó. Tal vez
porque los padres queremos lo mejor para nuestros hijos y lo mejor estaba
cruzando los autos. Las luces encendían la plaza más que de costumbre. Las
estrellas brillaban como rayos. La panadería a esa hora estaba cerrada y no
iban a comer sándwiches de miga, los dos, en el pasto. Un agente de policía que
estaba de guardia escuchó el ruido a vidrios rotos y por supuesto, paró el
tránsito.
Es que la plaza estaba tan
linda, los juegos, las hamacas, la calesita, el sube y baja, el tobogán, el
pasto. Eso decía cuando la atraparon. Esquivando el ojo abusador del policía
que la había violado. Del que la había violado, no. Del que la llevó al
hospital por pedido de su tía que vivía en La Perla y que a su modo se hizo cargo.
Por entonces, cerca de los
tres meses la loca del chango perdió el embarazo. Las hemorragias eran fuertes,
los dolores, las contracciones que no había, el llanto. Después fue internada
en el hospital para hacerse un raspaje y ser atendida. Y después terminó en la
casa de su tía, que nunca quiso mantenerla cuando se murió su madre y otra vez
se le escapó.
Y otra vez se fue tan lejos.
Y una vez más del Chino casi esquina Tuyutí, en Valentín Alsina, robó el
chango. Y otra vez la llevó hasta allí el compañero del policía que abusó de
ella, vecino del barrio. Que sabía perfectamente lo que había pasado. Si
incluso fue él quien le pidió a los dueños del supermercado de la vuelta que no
la denunciaran, que él mismo le pagaría el chango y la leche que llevó. Y
alguna otra cosa que se hubiera robado.
Lo de la mantilla para el
bebé, la mamadera, la ropa sucia, la frazada, eran donaciones de los vecinos o
cosas que encontraba a diario. Se las dejaban en el umbral de una casa
abandonada, sin que nadie se acercara demasiado. Excepto el policía que la
abusó, que creyó ver mientras dormía con el bebé. Por eso cruzó apurada a las
tres de la mañana con el chango. Y se cayeron las botellas de vidrio que la
delataron.
Había una denuncia en su
contra por el robo de un muñeco en una juguetería. Cuando le preguntó el
policía qué tenía en el chango. Casi ni contestó. Congelada para la foto del
cronista que investigaba el caso. Y entregó el muñeco como si devolviera un
juguete perdido. Apenas si lo despidió con un beso y le puso la mamadera llena
de leche para que no tuviera hambre entre los brazos. Tampoco lloró. Y a pesar
que el policía que la detuvo y que conocía, la miró con ternura. Cuando le
remarcó varias veces que la estaba ayudando. Sabiendo lo que venía después, se
tapó el cuerpo con la frazada marrón, porque le estaba mirando los pechos
demasiado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario