jueves, 6 de febrero de 2020

Curas sanadores

Y fue a mediados del 2012 cuando se produjo el juicio y condena a un abusador al que todos tenían como un santo. Entonces Hernán estaba en el banquillo y cuando se abrió la puerta y lo vio, después de aproximadamente veinte años, sintió el mismo escalofrío por la espalda que lo marcó cuando tenía doce años.
Hernán iba a un colegio de curas, pupilo, en Almagro. Y todos sus compañeros admiraban locamente al padre Claudio. Pasaban todo el día con él, escuchaban sus consejos, leían los evangelios y la biblia y hablaban de la doctrina social de la Iglesia, de los problemas para consolidar la democracia y de tanta injusticia que había que subsanar por esos años. Era seguidor de la teología de la liberación y tenía un espíritu político muy solidario, incluso hasta había caído preso en las protestas en la dictadura y protegido a varios peronistas exiliados. Era un ejemplo para todos. Si muchos querían tenerlo de profesor en el secundario y seguir aprendiendo todo sobre la doctrina de la Iglesia dedicada a los pobres, una opción de izquierda entre tanto facho.
Entonces el brillo de la sala iluminó la transpiración de la frente de Hernán y comenzó con el relato.
El cura Claudio me enseñó a leer literatura, poesía. Cantábamos canciones de protesta, íbamos a los campamentos, hacíamos fogones y traficábamos por las noches todos esos libros poco santos. Después de repetir las oraciones volvíamos todos juntos a los cuartos.
Un día sentí que tocaba la puerta. Le había pedido que me cubriera para salir de la escuela a una marcha en defensa de la educación pública y por un alumno al que le habían pegado y estaba internado. Y el padre Claudio solía cubrirte en esas cosas. El problema era lo que te pedía a cambio. Pero yo nunca creí del todo que así fuera.
Yo estaba recostado y él se sentó en mi cama. Le pidió a los otros chicos que se fueran y se puso hablar cómo en un confesionario. De lo difícil que era para él la vocación. Pero que había que ser fuerte. Que el Señor lo estaba mirando. Que yo era un poco chico para él. Pero que no tenía que preocuparme tanto. Que para eso estaban los adultos. Que él recién con la docencia encontró su lugar en el mundo y que yo con el tiempo iba a encontrar el mío. Que no me pusiera nervioso. Que tenía que estar calmado, recostado. Que es con la fe cómo se producen los milagros. Me explicó cómo aparece el deseo a mi edad y no podemos contenerlo. Y que con toda esa rabia contenida tenía que hacer algo. Es muy feo tener sensaciones nuevas y no saber lo que nos pasa. Que él me podía ayudar. Que excitarse a veces no es pecado. Pero tenía que ser célibe. Que él también había tenido doce años.
Fuerza hijo, me dijo. Que luchara por la educación pública, que era el último sueño de igualdad que nos quedaba. Que el podía ser mi guía espiritual si lo dejaba. Y que fuera a marchar, que él me cubría. Pero primero debía darle algo a cambio. Lo repetía mientras su mano corría por mi pierna, hasta encontrar al fin lo que venía buscando.
Le pedí que no lo hiciera. Luego mis padres me sacaron de la escuela y mis compañeros nunca me perdonaron que lo hubiera denunciado.
Cada vez había más marchas porque la represión a los estudiantes en las calles seguía, encima el chico al que le pegaron y estaba internado, murió. Si hasta incluso acamparon por días los docentes junto con los estudiantes y partidos de izquierda, y se solidarizaron artistas y cantantes de protesta por el caso.
Hernán se sentía cada vez más comprometido en su lucha y más libre en manifestar sus postulados. Por la paz, por la democracia, por la educación pública. Para que en este país de una vez por todas gobiernen los de abajo. Y para cubrirlo el padre Claudio le pedía cada vez un poco más. Y eran más frecuentes las visitas a su cuarto.
El juicio duró unos veinte años. Y se fueron sumando a la causa los compañeros de colegio que también habían sido abusados y que con el tiempo cambiaron su alegato, y eso ayudó a su condena. Aunque en la Argentina la condena por abuso es de sólo catorce años, y por buena conducta se reduce a la mitad y hasta algún año antes salen, si son vigilados. Pero Hernán igual festejó. Al igual que las organizaciones que defienden los derechos de los niños y el colectivo de mujeres que estaban en la sala y aplaudieron, que uno de los mil casos de abuso sexual a menores que hay y llegan a juicio, haya sido condenado.
El padre Claudio jamás se defendió y su defensa se basó en los testigos que lo conocían del barrio al que se había mudado. Que decían verlo pasear al perro, que era un viejo bueno, que iba a la iglesia y al almacén como cualquiera. Que de ninguna manera podía ser un abusador. Que ni siquiera sabían que era cura. Que no hacía nada raro. Que el pobre no tuvo hijos, pero que lo había deseado.
De pronto, habló. Cuando lo llevaban esposado. Y el silencio de misa se rompió y empezó a gritar: “Ustedes me condenan a mí, en lugar de condenar a la sociedad. Ustedes no entienden porque no son católicos. Esos chicos están solos. Algo tenía que hacer con tanta rebeldía como la que tenía Hernán. Ustedes no tuvieron los padres que tuve yo. A mí me obligaron. Si no me metía de cura la dictadura me mataba. Él quería ir a las marchas y yo lo salvé de algo peor. Lo sané. ¿Imagínense si se hacía comunista o algo? ¿O por qué creen ustedes que yo me excluí en el celibato?”.

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