viernes, 16 de octubre de 2015

Toda la voz de América en mi piel. La crónica: un género baldío para un cronista adjetivo Pedro Lemebel. Anexo (o lo que las crónicas nos dejaron hacer) 15 arriesgos sobre la crónica: Sin cadáveres ni alambres que demarquen al género (o el agua barrosa del Mar de Ansenuza) 4ta. La crónica es Nuevo Periodismo


4ta. La crónica es Nuevo Periodismo.

La crónica no es (solo) nuevo periodismo (Baigorria, 2010). La crónica (se nutre de los aportes) del nuevo periodismo y le suma por demás al género: “precisión de adjetivos y relato entusiasta”, como bien advierte y elogia Rodolfo Walsh (1989) y “periodismo narrativo o de autor”, como promueve la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano que preside Gabriel García Márquez; y por supuesto, narrativa creativa, diálogos, reportajes en profundidad, (aunque en Latinoamérica el término llegó a ser utilizado como sinónimo de entrevistas), montaje de escenas, descripción de los detalles y novela realista, como destaca Tom Wolfe (1970). Pero el contar ciertos relatos de época, de costumbres, de hechos políticos, no constituye en sí una crónica, más bien se trata de investigaciones exhaustivas, narraciones articuladas con secuencias explicativas y argumentativas, en clave de denuncia, una operación en la cual la información precisa es el eje central de una prosa que se acerca a la tradición del reportaje en profundidad de los medios norteamericanos. Y si bien la crónica no es solo “estar en el lugar de los hechos” o “entrevistar a la fuente” ni el “yo estuve ahí” ni el eje central que la sostiene es la “información precisa”, incorpora (para sí) elementos del nuevo periodismo norteamericano (Ford, 1985).
El mismo Aníbal Ford destaca a los diarios ingleses del siglo XIX como precursores de lo que después se llamó el nuevo periodismo a través del relato breve (que culminará con las teorías de Poe cien años después), y comienzan a elaborarse “las técnicas que aplicadas a hechos reales, van a terminar produciendo, como ya dijimos, un género periodístico de gran importancia: las “historias de interés humano” (1985:226), que incluían temas tales como: alegorías de diversos tipos, anécdotas, narraciones fantásticas, relatos de intriga, de pasión, a veces de corte melodramático, a los que se le agregan diálogos, cuadros, piezas humorísticas, etc; destinados a conmover sentimentalmente al lector a través del relato de hechos cotidianos (lo más cercanos posibles). Por lo que los relatos breves se convirtieron por entonces en una necesidad cultural y una fuente de ingresos para el escritor habido de estas nuevas temáticas. Y el nuevo periodismo se volcó, así, a lo espectacular, a lo sensacional: a los crímenes, a las aventuras, al relato lo más detallado posible de los hechos reales (y precisamente ahí radica la marcada voz de autor, el entusiasmo y la elección correcta de adjetivos), lo cotidiano, los dramas familiares investigados sin ningún tipo de reparo, ni secretos (Ford, 1985).

Tarántulas en el pelo

DETRÁS DE LA IMAGEN de mujer famosa, casi siempre existe un modisto, maquillador o peluquero que le arma la facha o el garbo para enfrentar las cámaras. Una complicidad que invierte el travestismo, al travestir a la mujer con la exuberancia coliza negada socialmente. Cada mujer tiene en su peluquero un amante platónico, un consejero o pañuelo de gasa, que seca sus lágrimas y levanta su ánimo, en una suerte de terapia engatusadora que recubre el demacre con la madre cosmética. Transformándose en una mater de manos peludas, que revierte su Edipo homosexual en la ternura del masaje al cráneo femenino. Con máscaras y menjunjes a la placenta, a la mosqueta, a la tortura de estirados, zangoloteos de celulitis y papadas sueltas. En la vida todo tiene arreglo mi reina, le repite incansable a todas las mujeres que se entregan a sus dedos de tijera.

en “La esquina es mi corazón” de Pedro Lemebel.
Profesiones que están signadas de antemano, en el lugar que el sistema les otorga para agruparlos en oficio controlado sin el riesgo de su contaminación.
Aún así, las manos tarántula de las locas tejen la cara pública de la estructura que las reprime, traicionando el gesto puritano con el rictus burlesco que parpadea nostálgico en el caleidoscopio de los espejos (2001:104-110).

Las manitos arañadas

DE VER A LOS CHICOS y chicas rumbo a clases. De mirarlos alegres con sus uniformes y mochilas corriendo al colegio. De verme en el descolorido ayer, como un mocoso flacucho y afectado caminado al Liceo Industrial de hombres donde me habían matriculado al salir de la básica, para que tuviera un oficio, de albañil, mecánico, gásfiter, mueblista o dibujante técnico (si yo dibujaba tan bien). Porque en la población nadie iba a la universidad, si éramos todos tan re pobres, y el Liceo Industrial era la única posibilidad de tener un futuro laboral. Cómo iba a saber mi familia que yo odiaba entrar a esos talleres de carpintería San José donde me machacaba las manos, o al taller de mecánica, donde me hacía mierda los dedos con los fierros al rojo vivo en la fragua de Vulcano. Pero soporté bastante, y quizás habría resistido más, si no hubiera sido por las clases de biología del señor Freddy Soto, un profesor treintón, de terno fino, encorbatado y machista que se reía de mí desde que entraba a la sala del séptimo B ordenándome burlesco que saliera a la pizarra para mofarse de mis pasitos de fruncido coligue atravesando el salón. Si yo era apenas un niño de once años del cual se burlaba todo el curso. Si yo, tan jilguero inocente, no sabía porque reían. Y el señor Freddy Soto no tenía compasión, no tenía piedad imitando mi amujerado hablar nervioso cuando me gritaba que hablara como hombre, que me parara como hombre, que ese colegio industrial era solo para hombres, como mis compañeros, a los que él desafiaba a darse golpes hasta sangrar para demostrar la virilidad.

                                     en Háblame de amores de Pedro Lemebel

           (2013:261-262).

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