Capítulo 1: Las condiciones de
producción de su escritura
1.1
Una producción con condiciones: De la imagen escrita a una oralidad alterada
por la voz
Porque las
condiciones de producción de sus crónicas [1]
son tan complejas, que fue necesario ponerlas en contexto y subrayarlas para avanzar en el
análisis, para contar una realidad ausente, sumergida por el cambiante
acontecer de la paranoia urbana. Pero teniendo en cuenta qué, como dice
Lemebel:
Llegue a la escritura sin quererlo,
iba para otro lado, quería ser cantora, trapecista o una india pájara tirándole
al ocaso. Pero la lengua se me enroscó de impotencia y en vez de claridad y
emoción letrada produje una jungla de ruidos. No fui musiquera, ni le canté al
oído de la trascendencia para que me recordaran a la diestra del paraíso
neoliberal. Mi padre me preguntaba porque a mí me pagaban por escribir y a él
nadie le remuneró ese esfuerzo. Aprendí a la fuerza, aprendí de grande, como
dice Paquita La del Barrio; la letra no me fue fácil. Yo quería cantar y me
daban palos ortográficos. Aprendí a arañazos la onamatopeya, la diéresis, la
melopea y la retona ortografía. Pero olvidé todo enseguida, me hacía mal tanta
regla, tanto crucigrama del pensar escrito. Aprendía por hambre, por necesidad,
por laburo, de cafiola, pero comenzaba a estar
triste (2008:12).
Y sigue:
Pude haber escrito como la gente y
tener una letra preciosa, clarita, clarita como el agua que corre por los ríos
del sur. Pero la urbe me hizo mal, la calle me maltrató, y el sexo con hache me
escupió el esfínter. Digo podría, pero sé bien que no pude, me faltó
rigurosidad y me ganó la farra, el embrujo sórdido del amor mentido”
(2008:12-13).
Y el texto vuelve
hacia atrás: “Podría guardarme la ira y la rabia emplumada de mis imágenes (porque la imagen o las imágenes vuelven a repetirse a menudo a través del
tiempo -pero la imagen no es la crónica, aunque actúe como metáfora en la
escritura- y lo acompañe desde entonces, como “perro que no lo deja ni se
calla”. Si comparte acaso las mismas condiciones de producción y el rumbo trunco que taconeaba Perlongher por
las calles y el deseo y la filiación al modernismo), la violencia devuelta a la violencia y
dormir tranquilo con mi novelería cursi. Pero no me llamo así, me inventé un nombre con arrastre de
tango maricueca, bolero rockerazo o vedette travestonga” (2008:11-12).
Y para qué este ensayo,
buscando condiciones de producción, imágenes escritas, oralidades y filiaciones
en su escritura, porque Lemebel no encuentra las crónicas: las busca, las
fabrica, las recrea, las roba, las olvida; las adorna, las adjetiva, las
inventa, las convierte, las pide prestadas, las recuerda, las miente; para
devolverlas, entrañablemente, travestidas después. Porque como dice, bien
podría escribir sin tantos recovecos, pero no lo hace. ¿Y por qué debía
hacerlo? Si la misma pregunta al igual que otras veces vuela por el aire, se
queda sin alas y cae. ¿Y saben por qué cae? Porque tiene miedo que en la tarde,
su risa flote, como los cadáveres [2].
¿Qué le aportó Lemebel a
la crónica?
Desde su exceso
irrespetuoso, beligerante, obsceno, desde una retórica que hace del margen y de
la errancia su centro vital, la obra de Pedro Lemebel se ha convertido en los
últimos años en un caso ejemplar de nomadismo escriturario, así lo afirma
Susana Rosano (2010).
Una obra que no
solo desmantela las fronteras (morales) de lo sexual, con un travestismo
errante que hace estallar la mirada falocéntrica de la literatura, sino que
además dinamita otras fronteras, no menos importantes en la historia cultural,
las que separan el periodismo de la literatura, la ficción de la dureza
testimonial, la alta literatura de los géneros “menores”, literatura menor como
la crónica, no como género o forma literaria como ya dijimos, sino como espacio
discursivo secundario, como espacio de reflexión, de ideas y propuestas abierto
a la contaminación de discursos que pugnan por imponer su coherencia, que se
relacionan con el antiguo arte de la narración oral [3];
de la imagen a lo oral y de lo oral a lo
escrito -para volverse otra vez oral
en la lectura de los textos, en los que a la moral en alguna esquina se les
perdió la m. Porque la crónica no se lee, se escucha / se habla, se recita, se
susurra / se tararea, se canta, se pide /como canción que acompaña en los
intentos de querer cantar su devenir canción / sin compases ni prejuicios, ni fonética
que la silencie-.
Cronista popular,
militante neobarroco, que como afirma Rosano (2010), desde sus afeites
retóricos, Lemebel logró hacer de la cursilería un guiño (cruel), cómplice,
amigo, “hermano”, compañero, desde donde sostener una poética de la
(diversidad) sexual. Pero esta diversidad contamina también los géneros:
escritura, visualidad, activismo, oralidad, lectura, performance, y porque no, música (canciones con sus letras), fuera
de su campo específico, a partir de
los o las cuales Lemebel logra expresar su rabia, su rebeldía, su transgresión,
su mala onda (porque es él quien se
autodefine así en el tan nombrado manifiesto por la diferencia cuando declama:
“Súper-buena-onda / Yo no soy buena onda / Yo acepto al mundo / Sin pedirle esa
buena onda”, 1996:95), su fastidio, su cansancio, y construir, como con
acierto señala Carlos Monsivais (2001), critico de su obra y autor de los
comentarios de las contratapas de La
esquina es mi corazón (1995) y del más reciente Hablame de amores (2013) una “literatura de la ira reivindicativa”.
Su nomadismo coincide con
el cambio de nombre que realiza a fines de los años ochenta, después de haber
publicado en 1986 un primer libro de cuentos, Incontables, bajo la firma de Pedro Mardones, decide abandonar el
apellido paterno, y colocarse el de su madre, en un gesto de continuidad y
alianza con lo femenino, inscribiendo el apellido materno y reconociendo a su
madre huacha desde la ilegalidad homosexual y travesti; que es mujer, pobre y
además, hija natural (Rosano, 2010). Tres subalternidades, en continuidad o en
devenir con las de maricón “devenir mujer”, pobre “devenir pobre”, en un juego
de identificación solidaria y melancólica con el lector; y además, cronista de
un género como la crónica, hija bastarda de un mismo padre que después de contar lo incontable ya
no quiso llevar su nombre.
Cambio de nombre,
del anuncio de las Yeguas del Apocalipsis a las perfomances actuales, aquellos
ojos verdes del Subcomandante Marcos y un repaso del lugar de la crónica en
América Latina
Vuelto a nacer, ya como
Pedro Lemebel, sus próximos pasos fueron formar parte junto a Francisco Casas
del colectivo de arte las Yeguas del Apocalipsis, donde el arte se fundía con la intervención política-social antipinochetista.
Bajo la certeza que la ficción literaria se estaba escribiendo en Chile “con la
sábana blanca de la amnesia” (Blanco / Gelpí, 1997:93), la mudanza de
identidad, “devenir mujer”. En sus
palabras, irá de la mano de la adopción de un género que le permite (en
sintonía con los barrios pobres, los cordones periféricos, los travestis
callejeros, los seres desgraciados que amaba Julián del Casal), practicar el devenir.
En mis crónicas la recompensa de ese derivar tal vez sea el
regocijo del ojo en la lentejuela travesti que consumió su brillo por una
succión remunerada. Tal vez mi crónica es el excedente de ese recorrido, los
desperdicios iletrados de la teoría deleuziana del devenir, sostiene al
respecto Lemebel en una entrevista (Blanco / Gelpí, 1997).
Y precisamente en una
crónica de Loco afàn, de Lemebel
(1996) destinada al Subcomandante Marcos (ver
anexo al final del ensayo), a los ojos verdes que no tiene ni tuvo y que a
esta altura quien sabe si tendrá y a su corazón fugitivo atrincherado en
Chiapas, queriendo darle todo a todos, creyendo que habíamos llegado y no; sin decirnos, ¿qué hacer? ni guiarnos a
ninguna parte, pidiéndonos humildemente, respetuosamente a todos ayuda, sin
mostrarse y mostrándose entre tanto color de la tierra que lo ampara. Porque
nadie dio nunca con su cara, con su verdadero rostro, con sus ojos que se
volvieron verdes con la escritura. Porque la revolución probablemente no deba
tener un rostro, cuestión que cobra sentido si se considera la crítica que
Lemebel hace a la izquierda en términos de marginación a los homosexuales, sino
a lo sumo un imaginario posible, un paisaje, que se complete con el rostro
amado, una imagen, en alguna que otra crónica.
Por eso es preciso, sin
“raya” que lo contenga, reflexionar sobre esta inestabilidad genérica. Lemebel
homenajea al Subcomandante Marcos, reconociendo la admiración que una loca
amiga siente hacia él desde que éste le envió un saludo al Frente Homosexual de
Cataluña. Este pequeño gesto resulta inédito para Lemebel frente a la
marginación general de los homosexuales de la revolución, y critica a la
izquierda por esa indiferencia, pese a la adhesión manifiesta por muchos
homosexuales.
Pero Lemebel lo que
rescata es la persistencia de Marcos de abogar por otro México, el “México
indio y pobre”, como el aboga por otro Chile también “indio y pobre”, y destaca
la forma en que ha logrado “escabullir los mecanismos de poder”. Describe la
forma en que Marcos ha burlado dichos mecanismos, a través de su anonimato,
cuestión que ha producido un sin número de especulaciones en cuanto a su
identidad en pos de su captura. Marcos sabiamente ha permitido que le inventen
un sinfín de personajes a su figura.
Porque más allá de una
defensa del mundo homosexual, Lemebel enfrenta a aquel poder que continuamente
busca controlar a gestos trasgresores, que sin nombres logran evadir los
mecanismos de control predominantes.
Lemebel está siempre
revelando esos intentos, sospechando de incorporaciones repentinas, de
aceptaciones benéficas (Tocornal Oróstegui, 2007), las que permiten la
aparición de discursos históricamente
reprimidos, como el de las locas, y explicar (reivindicando la narración de
alguna experiencia, incluso y sobre todo autobiográfica) que por tener algo
valioso de ser contado perdura en el relato, como memoria alternativa,
entendida ésta como resistencia y transgresión al olvido institucionalizado, en
relación a algún poder que siguiendo las leyes de la metonimia combina
significantes en la cadena: machismo, piel blanca, heterosexualidad, cordura,
moralidad, felicidad, clase alta, estado y dictadura.
Para eso, repasaremos qué
lugar ocupa la crónica en el contexto de la literatura de América Latina y qué
posibilidades tiene de narrar, como planteaba Reguillo (2011) cierta
heterogeneidad. Para detenernos después, melódicamente, musicalmente y
oralmente en el libro De Perlas y
cicatrices de Lemebel (2010), para rastrear la relación desigual que existe
entre el género (la crónica como literatura menor, tal como la entendió Deleuze
y adherimos) y el poder o los distintos poderes, desde donde se puede leer la
obra de Lemebel entre tantas otras lecturas posibles.
La crónica pensada como un
género híbrido capaz de dar cuenta en sus múltiples apropiaciones de la
irrupción de la ciudad moderna a través de sus distintas representaciones, sus
conflictos y las diferentes marginalidades que provoca (Rosano, 2010), que como
bien advierte García Canclini (1995) sobre la posibilidad que tiene la crónica,
en tanto práctica híbrida, de ajustarse a las nuevas condiciones de producción
literaria en Latinoamèrica, convencido de que la ciudad actual ya no puede ser
narrada, descripta o explicada como a principios del siglo XX, sobrescribiendo al género para reconocerlo
acaso en la más actual de sus autopercepciones .
En
este sentido y no otro, es necesario recordar que la crónica es un género de
larga genealogía en la historia de la cultura y la literatura latinoamericana.
Y repasémosla rápidamente antes de entrar de lleno en Lemebel. Su origen
entonces nos remite a la época de la Colonia, con sus distintas versiones sobre
los hechos del Descubrimiento, Conquista y Colonización de América, y es Walter
Mignolo (2012) quien divide a los textos referidos a la Conquista y al
Descubrimiento en Cartas, Crónicas y Relaciones, y sostiene que estos tres
tipos de discursos guardan relación con la crónica actual, pero su descendencia
atravesó varios siglos para llegar a esto, con momentos fascinantes como el de
los cronistas viajeros de los siglos XVIII y XIX, o el de los modernistas a
finales del siglo XIX.
Como
género marginal, la crónica habitualmente opera en el límite entre la pura
referencialidad y la ficción, siempre encabalgada entre las fronteras del
género, ya sea en el momento del descubrimiento de América como ahora respecto
de acontecimientos y situaciones vividas en los barrios pobres, marginales, en
el travestismo callejero, en la prostitución, en la drogadicción, en el dolor
de los que no les queda otra que aguantarse el dolor, porque las crónicas
muchas veces a través de sus relatos fueron la primera fuente de información de hechos nuevos, por citar algunos
ejemplos urbanos y no tanto; o en palabras de Susana Rotker, la crónica frente
a la hipocresía de la literatura como desconfianza de la representación
literaria. Y es en esa inestable relación entre el periodismo y la literatura,
subsidiaria de ambos géneros, donde la crónica se puede leer como una forma
fragmentaria, como un espacio escriturario amenazado siempre por la
contaminación.
Y
es por eso que esta narrativa se ha establecido con frecuencia dentro de un corpus textual latinoamericano como
sostiene Deleuze / Guattari (1975), Perlongher (2013), este ensayo, y Julio
Ramos, como: “una instancia menor (débil) de la literatura” (2003:112), un
lugar discursivo heterogéneo que posibilitó ejercicios de sobre-escritura de
los intelectuales en los periódicos de los siglos XIX y XX. Porque al igual que
los modernistas que publicaron sus
crónicas primero en los diarios de la época al estilo de novelas por
entregas o series que luego se publicaron en libros, como prosa y no como
curiosidad periodística, el periodismo así fue la forma en la que fueron
construyendo su propia obra literaria.
Lo
propio le pasó a Perlongher que publicó sus artículos en Argentina post
dictadura militar en revistas de la época como “Alfonsina” (1984) y en “El
Porteño” dentro del suplemento “Cerdos
& Peces” (1985) y posteriormente en recopilaciones en formato libro; y
por supuesto, Lemebel que recién empezó a escribir y publicar sus crónicas a
partir de los años 90, es decir, cuando ya la dictadura militar chilena había
finalizado y el Gobierno de la Concertación había empezado a dar sus primeros
pasos en el proceso de transición democrática y
publicó sus crónicas en Chile en la revista Página abierta (1992), en el diario La Nación (1994), en la revista Lamdla
(1996), y en su programa radial “Cancionero”
en Radio Tierra (1996), en la revista Punto
final y The Clinic (desde 1998),
antes de la edición de sus crónicas en formato libro. Posteriormente aparecen
las primeras traducciones de sus libros al inglés en las revistas Grand Street y Nacla Report.
De
esta manera, ante la aparición de nuevos sujetos colectivos, nuevas formas de
producción cultural y movimientos sociales que no siempre son registrados de la
misma manera por la literatura mayor, el espacio de la crónica se constituye
como mixto: a veces su circulación se da en las formas de la comunicación
masiva, como el diario o la radio, lo que deja a las claras que dichas crónicas fueron escritas con otro fin
que no fue el de ser publicadas en libros
y que incluso el autor tuvo que
fabricar su propio público para después poder venderles el producto completo que en Lemebel incluye la
modalidad performer como figura
protagónica de un show-leído
umpluggedmente, de la lectura de sus crónicas radiales, escritas en primera
instancia para ser leídas, dictadas por el tiempo y la voz suscinta de la radio,
como si se tratara de un recital poético, casi cantadas, recitadas con música
de fondo, y todo eso en la Radio Tierra, y que posteriormente Lemebel recoge y
publica en su libro De Perlas y cicatrices
(1998) -aunque la edición que nosotros trabajamos es la del 2010-, a veces
son coptadas por la literatura mayor, a partir del formato libro, (o a destiempo en auditorios como el del
museo Malba en el 5to Festival de Literatura Buenos Aires-Santiago bajo la
Perfomance Lemebel Presenta a las 22.30 hs, el jueves veintiséis de septiembre
de 2013 a la que asistí e hice crónica -en
el Anexo de este ensayo-).
El porqué de las ciudades latinoamericanas polifónicas y
violentas, del acceso de nuevos sujetos a la escritura al anuncio sobre la
producción literaria de un mundo “hiperexpresivo”, la inclusión fotográfica y
un repaso sobre las crónicas modernistas
Pero
más allá de su formato (periódico, radio, libro, perfomance), formas de expresarla (lectura-recital
crónico-poético), a tiempo o a destiempo, fines perseguidos e intenciones
comerciales persiste en la crónica su función de registro de inestabilidad y la
violencia que viven a diario las ciudades y los sujetos latinoamericanos (aclaremos que la ciudad de Santiago de
Chile como la mayoría de las ciudades latinoamericanas fueron el resultado de la
violencia imperial de España desde el proceso de colonización y no solamente desde
la imposición de un orden por la fuerza
sino también desde la destrucción material de
las localidades étnicas existentes (Rama, 1985), y esa violencia –como ya
mencionamos: persiste en sus distintas formas en la larga noche de los 500 años,
ayer como demanda y hoy como exigencia.
Es así, como afirma
Rosano, como los relatos de la megaciudad polifónica (como los llama Néstor García
Canclini): “son especies de relámpagos fragmentarios que intentan poner un
mismo orden, un cierto marco de inteligibilidad, al caos descentrado y
discontinuo en que se han convertido las urbes latinoamericanas” (2001:194), en
palabras de Carlos Monsivais (1995), las grandes ciudades modernas como lugar
donde diariamente se celebran “los rituales del caos”.
Por
su parte, De perlas y cicatrices
reúne las crónicas radiales que en su momento dieron cuenta del panorama de una
época gris que se resiste de algún modo a quedar en el olvido. En estas crónicas Lemebel a su activa militancia política y
sexual le suma conmoción, sensibilidad, pero no por eso abandona toda forma de
denuncia ante los atropellos del régimen
militar. Al contrario, esos textos se erigen como testimonio de las
atrocidades cometidas durante esos años, haciendo visibles los cuerpos
torturados por la violencia dictatorial, pero también permitiendo oír las voces
acalladas por la censura y la represión (si
en el sufrir y el pensar, hay cadáveres). La colorida pluma de Lemebel lo
que hace es rescatar, una vez más, a esos personajes del escuálido jet
set chileno de los años ochenta y noventa que deambulaban por
escenarios polvorientos intentando
convertirse en estrellas. Así también, los semidioses de la farándula
criolla son desacralizados con una mirada ácida y escéptica y se exponen en
esas páginas junto a las víctimas, villanos
y cómplices de la dictadura (si en el
capítulo “Relicario” a diferencia de los otros capítulos de De Perlas y Cicatrices
tales como: “Sombrío fosforecer”, “Dulce veleidad” y “Sufro al pensar”, no contiene
crónicas sino fotografías que recuperan personajes y espacios diseminados a lo
largo del libro, convirtiendo este apartado en un relato visual que refuerza lo
narrado a través de la escritura como imagen escrita. Esta inclusión
fotográfica, entendida desde su tematización como un registro visual que
acompaña a la escritura, que supone a la imagen como una huella residual de un
pasado, como prueba fehaciente de que lo retratado estuvo ahí, que alguna vez
existió, que estuvo vivo), completando una triste galería de figuras que
aún persisten en la memoria popular.
Como son los casos de las crónicas urbanas relatadas en De perlas y cicatrices que muestran dos caras de Santiago de Chile,
que “seguramente serán más tristes que bonitas”, porque es el mundo de “los de abajo”, el mundo de aquellos que no
se han beneficiado lo suficiente del milagro económico chileno, el que
Pedro Lemebel no se cansa de describir en un rescate de lo local, y de lo propio sobre lo ajeno, que subraya la geografía dual
de Santiago, dos ciudades dentro del mismo paisaje urbano.
La
ciudad de Santiago de Chile, aunque el cuadro del espacio de la ciudad por
supuesto es más complejo, tradicionalmente está dividida en dos sectores
claramente demarcados: el barrio alto, un área ubicada cerca de la Cordillera
de los Andes y poblada principalmente por la clase media alta y la clase
adinerada, y de Plaza Italia para abajo [4], una zona que se
encuentra al oeste y que incluye el casco viejo de la ciudad, donde viven mayoritariamente pobres y miembros de
la clase media baja. Entre los múltiples lugares a los que se refiere
están: Maipú, Matucana, Estación
Central, San Camilo, Lira y El Paseo Ahumada. Irónicamente quizá, en la
crónica “Nevada de plumas para un tigre invernal”, afirma claramente que sólo
la gente con dinero, los que viven más cerca de la Cordillera de los Andes en
el barrio alto, están en condiciones de ver la nieve.
Pero
hay dos crónicas especialmente en De
perlas y cicatrices que delinean gráficamente la naturaleza esquizofrénica
de lo que Lemebel denomina “la ciudad hipócrita” y es: “Flores plebeyas” y “El
pueblecito se llamaba Las Condes”. Y si empleamos la terminología que Lucía
Guerra Cunningham (2000) obtiene de otras crónicas de Lemebel, podría
argumentarse que la primera crónica constituye un cuadro parcial de la “ciudad
anal” [5]
en contraposición con el de “la ciudad neoliberal” en su pleno apogeo, de la
segunda crónica. Siguiendo a Agustín Pastén (2009) de modo críptico pero no
menos optimista, otro crítico puntualiza que los textos de Lemebel en general
“hilan una etnografía poética del margen chileno en la ciudad” (Blanco / Gelpí, 2004:57). De manera interesante, el
punto de comparación aquí no son los hábitos de consumo o la diferencia entre
la “nación-mercado” (Cárcamo-Huechante, 2003:99) de Lemebel frente al centro
comercial como la “máquina de amnesia” condenado por Beatriz Sarlo (2002) sino
la naturaleza misma. El “paisaje desolado” y los “tierrales desérticos” de
“Flores plebeyas” se contraponen directamente a los “jardincitos recortados” y
el “vergel clasista” de “El pueblecito se llamaba Las Condes”, como una suerte
de homenaje a la “ciudad callampa [6]” frente a la
denuncia del desmedido orgullo de la “ciudad neoliberal”, Rosano se refiere a
la crónica, en sintonía con Regullo (2010) y con este ensayo como:
Género de imprecisos perfiles, forma híbrida, escritura que podríamos
presentar como de fronteras, la crónica revela su origen periodístico y postula
la existencia de un sujeto productor sometido a los vaivenes de las reglas del
mercado. Como forma no canónica, arrojada siempre a los márgenes de la
literatura, la crónica permite una salida del campo del “arte” y la “literatura
mayor”, e instaura un modo de narrativizar la fugitiva realidad desde un lugar
siempre precario y huidizo, sometido permanentemente a los avatares de lo
discontinuo, lo superfluo, lo cotidiano (2010:194).
Un subgénero, acechado por
la necesidad de referencialidad y de actualidad que impregna sus condiciones de
producción (Rosano, 2010), y que amarra
sus anclas la mayoría de las veces en lo “marginal”. ¿Pero qué debe
entenderse por “marginal”? Por un lado, aquello que, ya sea de manera
voluntaria o involuntaria, permanece al margen de las normas establecidas y,
por otro lado, aquello que se sitúa al costado de algo, generalmente como en el
caso de las crónicas de Lemebel, de los
espacios urbanos. En este sentido, el cronista elige como protagonista de su
relato a seres qué, por diversas razones, se encuentran marginados y, por esa
misma razón, silenciados por los discursos hegemónicos. Casi a la manera de un
testimonio, el cronista apuesta a este
grupo excluido e ignorado por gran parte de la sociedad y les cede no solo la
mirada, sino también la voz.
Desde esta perspectiva,
son útiles los conceptos de Walter Benjamín (1987) sobre la liquidación del
“aura” en la época de la reproductividad técnica, El periódico, con su
consecuente fenómeno de masificación y el acceso de nuevos sujetos a la
escritura, cancela precisamente ese lugar sagrado que inviste para la cultura
de élite lo escriturario. En este sentido, Josefina Ludmer (2010) se viene
preguntando hace un tiempo por los quiebres que las producciones literarias de
“este mundo hiperexpresivo” (el término pertenece al crítico Reinaldo Ladagga)
están produciendo movimientos hacia
fuera de sus campos específicos, como fin de la autoreferencialidad mediante,
como otro fin, como un fin “otro”, como otro.
Por otra parte, sostiene
Rosano (2010) que las crónicas se presentan como un fenómeno cultural
privilegiado para leer los entrecruzamientos históricos, políticos e
ideológicos. Y esto entendido, como ya vimos, lo planteó Deleuze / Guattari
(1975), que un texto no es simplemente una imagen del mundo sino que “hace
rizoma” con el mundo” a la manera de una máquina viva, que revive en la
lectura.
Entonces, de la
bibliografía existente sobre crónica –que es bastante dispersa y en general
solo se refiere a algunos momentos en particular- son muy interesantes los
trabajos de Susana Rotker (2005) y de Julio Ramos (2003), ambos centrados en la
producción de la crónica modernista de fines del siglo XIX, a los que acordamos
reconocer como la inventores de la misma.
Ramos lee las crónicas de
José Martí, Rubén Darío, Enrique Gómez Carrillo como un “fenómeno residual” y
reflexiona sobre el “límite” que representa el periodismo para la literatura en
un doble sentido. Por un lado, destaca que el periodismo relativiza y subordina
la autoridad del sujeto literario, pero así mismo es el límite el que puede
leerse como condición de posibilidad de un “interior” literario. Por su parte,
Susana Rotker, plantea a la crónica, como un “espacio de condensación”, un
encuentro dialéctico no resuelto ni estático, y pone mucho énfasis al afirmar
que este nuevo género que funda Martí y utilizan casi todos los escritores
modernistas se convertirá en consecuencia en el laboratorio de ensayo del
“estilo” modernista.
Al mismo tiempo que da al
cronista la posibilidad de experimentar con el lenguaje, apelando para ello a
la infinidad de recursos que le ofrece el discurso literario. Este cruce entre
lo periodístico y lo literario es, precisamente lo que convierte a la crónica
en un género particularmente atractivo.
Los críticos reconocen que
ya comenzado el siglo XXI, el género cronístico ha sido testigo privilegiado de
las transformaciones que sufren las ciudades latinoamericanas, su esfera pública
y la función de sus intelectuales (Rosano, 2010). En los modernistas –acechados
según plantea Graciela Montaldo (1994) por una “sensibilidad amenazada”- podíamos descubrir una prosa de rasgos
artísticos donde la voz del paseante narrador todavía lograba imponer con su
letra un cierto orden de la cartografía urbana. Pero ya sobre el otro fin de
siglo, continúa Rosano (2010), el del XX, mucho más cercano a la actualidad, ya
no se trata de los sentimientos contradictorios que produce en los escritores
la reciente masificación social que deben enfrentar y su incipiente reconocimiento
de la necesidad de la autonomización literaria, si no qué, transcurrido casi un
siglo, la industria cultural y la creciente masificación transformaron ritos y
costumbres. A partir de 1980, la apuesta
brutal a las políticas neoliberales en Latinoamérica van dejando cada vez más en claro que los excluidos del sistema no
tienen retorno.
La ciudad ahora es vista
como una dispersión que no cesa, como un caos descentrado y fragmentado que
necesita de nuevas narratividades para poder ser aprehendida y posteriormente
contada. A la figura del flaneur urbano
del siglo XIX, mundano y todavía con algunos resabios románticos, le sucede
sobre fines del siglo XX una personalidad mucho más política de observador
social (la crónica es política, ver anexo
“15 arriesgos sobre la crónica al final del ensayo) que todo lo pone a
prueba. Muchas veces el matiz de reflexión que vuelcan en sus textos las
crónicas las acercan al ensayo, y desde allí estalla la denuncia y la crítica;
otras, el desencanto.
Crónicas que en Lemebel
indagan y se inmiscuyen en: 1) las secuelas de la dictadura y en la
permanencia de algunos elementos de los aparatos represivos del Estado,
como “La noche de los visones (o la última fiesta de la Unidad Popular),
“Crónicas de New York (El Bar Stonewall)”, “Gonzalo (El rubor maquillado de la
memoria” (Lemebel, 1996), “Odio las fronteras” (Lemebel, 2008), “Corpus
Christi”, “Las joyas del golpe”, “Las campanadas del once”, “El informe
Rettig”, y las referidas a Karin Eitel, a Mariana Callejas, al cura de la tele,
a la visita de la Thatcher, a Gloria Benavides, a Don Francisco, a Cecilia Bolocco,
a Martita Primera, a Claudia Victoria Poblete Hlaczik, a Ronald Wood, a Dean
Reed y a Bárbara Délamo (Lemebel, 2010); 2) en el sida, como “El último beso de Loba Lamar (Crespones de seda
en mi despedida…por favor)”, “La Regine de Aluminio El Mono”, “La muerte de
Madonna”, “Y ahora las luces (Spot: Póntelo-ponseló. Ponte-ponte-ponseló)”, “El
proyecto nombres (Un mapa sentimental)”, “Lorenza (Las alas de la manca)”, “Los
diamantes son eternos (frívolas, cadavéricas y ambulantes)”, (Lemebel, 1996);
3) en el travestismo prostibular, “Su ronca risa loca (El dulce engaño del
travestismo prostibular)” (Lemebel, 1996); 4) en la violencia de género, como “Son quince, son veinte, son
treinta” (Lemebel, 2008), “La leva” (2010), “Manifiesto (Hablo por mi diferencia)”
y “Berenice (La resucitada)” (Lemebel, 1996); 5) en los bajos fondos de Santiago de Chile como “Flores plebeyas (o
el entierrado verdor del jardín proleta)”, “Camilo Escalona (Solo sé que al
final olvidaste el percal)”, “El Paseo Ahumada”, “La inundación”, “Memorias del
quiltraje urbano” (Lemebel, 2010); 6) en
el permanente repudio al discurso neoliberal como “El pueblito se llamaba
Las Condes”, “El Hospital del Trabajador” (Lemebel, 2010), con sus lógicas de violencia y exclusión.
Crónicas que leen los
nuevos rituales de una sociedad de masas donde un manifiesto que habla por la
diferencia se traspapela con una carta amarilla escrita a Liz Taylor entre las
cajas vacías del AZT y la estampita de la Virgen se mezcla en una mesa de luz
con la revista Ritmo, un libro de
Proust y el recuerdo en la memoria de un niño santo y del sexo apurado por el
espacio público al que solo le quedó el recuerdo de un condón tirado en la
esquina, o las formas de la música popular, cueca, bolero, valsecito peruano,
marcha militar y de la otra, baladas de rock
homosexual que se entremezclan con las floristas de la Pérgola o los coros de
voces con guitarras, festivales, programas de radio y coreografías que resuenan
en la formación de una sensibilidad libertaria única, cuyo canto es también una
memoria popular y pública de un Chile que también pervive en su música. De los Rolling Stones a Fernando Ubergo, de
Joselito a Willy Oddo, de Violeta Parra a Madonna o a Joan Manuel Serrat.
Lemebel saca del olvido en sus crónicas a desolados, prostitutas, gays, travestis, mujeres que lucharon
incansablemente contra la represión militar durante la dictadura y cuanto grupo
marginado se le cruce por la carretera, le haga dedo, él le guiñe un ojo y lo
alcance a algún lado, en un mismo “colectivo”, en una misma Serenata, en una misma Perla, en una misma Cicatriz, en un Loco afán,
aunque no siempre sea el mismo Y
siguiendo a Rosano:
La crónica de los últimos años del siglo XX y principios del XXI
impone por tanto un estilo heterogéneo
que descentra la voz narradora y sus estrategias organizativas, en un
intento por tratar de representar el caos creciente de las cartografías
urbanas. Pero los públicos también han cambiado en ese espacio de cien años:
Darío, Martí, Julián del Casal escribieron para aquellos lectores anónimos que
no tenían acceso a la modernidad que ellos estaban viviendo, pero también lo
hacían –y tal vez este era su principal destinatario- para el público que sí
conocía los escenarios europeos o norteamericanos, y le interesaba estar al
tanto de las “novedades” de los grandes centros (2010:196).
.
Los cronistas de fines del
siglo XX escriben para un nuevo tipo de lector, el de los sectores medios,
menos literario, más formado en la transitoriedad del periódico, acostumbrado a
la fragmentación continua a la que lo someten los medios audiovisuales;
lectores más dispuestos a reconocerse en el temperamento de un
escritor-periodista-artista-performer,
como es el caso de Lemebel, en forma precaria y fronteriza, a veces incluso un
poco promiscua. Pero también para un público progre, más literario y ávido de
nuevas problemáticas y de “nuevos mundos” conocidos o por descubrir en la
manera de ser contados. Desde la Utopía de
Tomás Moro (1516), allá por el siglo XVI en adelante, la relación entre forma
geométrica y organización social fue de las marcas identidarias de las ciudades
modernas, y dio imagen a un tipo de sociedad que en su búsqueda de perfección
escondía muchas veces un orden
coercitivo, basado en rígidas nociones de autoridad y jerarquía. Lo cierto
es que el desencanto post modernidad mostró las costuras de ese orden qué, como
bien dijo Ángel Rama (1985) en América Latina surgió como una sobreimpresión de
la razón sobre las realidades locales. Este “parto de la inteligencia” vino así
de la mano de una violencia dominadora
que ya desde los actos fundacionales imprimió
una supremacía patriarcal y masculina de las ciudades latinoamericanas.
En este sentido, las
crónicas de Pedro Lemebel desmantelan el espacio de desecho que ocupaban los
sujetos homosexuales en las narrativas nacionales y a partir del travestismo de
su discurso (Mateo del Pino, 2004) se regodean en la satisfacción de instintos que hasta ese momento habían sido
catalogados como ilegítimos.
Es desde aquí donde se torna
interesante la lectura de las crónicas de Lemebel, De perlas y cicatrices (2010), en donde más allá de las
continuidades evidentes con los planteos de sus otros libros de crónicas, se
marca una inflexión. La mirada de Lemebel parece descentrase aquí del orden de
lo estrictamente homosexual para profundizar en otra de sus grandes obsesiones:
la crítica sin tapujos de la dictadura y de la transición democrática en Chile
y la necesidad de poder realizar un trabajo de duelo ante tanta pérdida. En el
que ha sido leído como uno de sus libros más referenciales, Lemebel realiza un
verdadero acto de memoria, repasando con deleite detalles casi olvidados por la
fiesta oficial de la transición democrática. La atención flotante de las
crónicas logra captar aquí otra transición, mucho más sutil, donde
homosexuales, travestis y lesbianas pasan de desafiar los modelos fijos de la
sexualidad y del género, y de actuar de una manera semiclandestina, a formar
parte del espectáculo democrático, cuya forma de vida, como atinadamente señala
Jean Franco (1996) es capturada y administrada por la propia sociedad. Como si
el ojo vigilante de la dictadura se desplazara a la sociedad civil en la
transición democrática.
De perlas y cicatrices, desde las perfomances de las Yeguas del
Apocalipsis a la escritura como lugar de melancolía, resistencia, ternura kisch
y travestismo, como forma de incorporar a los desaparecidos de la dictadura y a
los excluidos de la lógica neoliberal
Siguiendo
a Rosano, se podría decir que De perlas y
cicatrices extiende las escenas de
luto de Loco afán más allá del mundo de las locas, en un intento de conmover la inmutabilidad
del olvido que parece teñir la vida de la post-dictadura chilena.
Cuerpos en ruina son no
sólo los de los enfermos del sida sino también los de aquellos maricones
desnutridos por la pobreza, desechos que parecen remitir a otros desechos, el
de los cuerpos torturados y desaparecidos por los militares en una lógica de la exclusión que se extiende
a todo el cuerpo social. Ya desde las primeras apariciones públicas en la
década del 80, y en las actuaciones de las Yeguas del Apocalipsis –el grupo
performático que integraba con Francisco Casas, durante y poco después de la
dictadura-, Lemebel afirma la centralidad de la homosexualidad en la lucha
contra las pestilencias de la “cueca democrática”, desde su condición de “pobre
y maricón”, insistiendo en que no es
posible separar la búsqueda por la igualdad sexual de las condiciones
represoras de un estado militar (2010:197-198).
Ahora
bien, aunque las crónicas lemebelianas aparecieron con el inicio de la
transición democrática, como ya dijimos, la militancia político-artística de
Lemebel ya había comenzado a hacerse visible durante los años 80 cuando la
literatura había sido marginada por lo aparatos de la dictadura (un período que
según Carmen Berenguer hace volver a la
palabra oral, al recital, a los nuevos recintos de una comunicación posible.
Y es en esa época cuando Pedro Lemebel y Francisco Casas, fundan el colectivo
de arte las Yeguas del Apocalípsis (1987)
y realizan una actividad que fue a la vez paródica y sediciosa. “Estos
escritores” convertidos en actores de su propio texto, en agentes de una
textualidad, en devenir (ni dada ni por hacerse, pura transición burlesca),
desencadenaron desde los márgenes (desde la homosexualidad pero también desde
el bochorno irreverente) una interrupción de los discursos institucionales, un
breve escándalo público en el umbral de la política y las artes de lo nuevo. Su
trabajo cruzó la perfomance, el
travestismo, la fotografía, el video y la instalación, pero también los
reclamos de la memoria, los derechos humanos y la sexualidad, así como la
demanda de un lugar en el diálogo por la democracia.
“Quizás esa primera
experimentación con la plástica, la acción de arte… fue decisiva en la mudanza
del cuento [como ya dijimos, género que incursionó en sus comienzos] a la
crónica. Es posible que esa exposición corporal en un marco político fuera
evaporando la receta genérica del cuento… el intemporal cuento se hizo urgencia
crónica…”, recuenta Lemebel (Blanco, 1991).
Y
al respecto, Fernando Blanco, también por 1991 expresa que las Yeguas por casi una década se
mantendrían en el ojo del huracán como activistas
insobornables en la resistencia estético-urbana de la ciudad sitiada/sidada de
la dictadura, transformada progresivamente a través de los 17 años del régimen
en filial macabra del capital trasnacional. Por lo que ambas instancias, la
visual y la escritural, terminaron por fundirse finalmente en las crónicas,
muchas de las cuales recuperarían en sus páginas las múltiples intervenciones
realizadas por las Yeguas del Apocalípsis.
Es interesante analizar en este sentido una de las intervenciones más
originales que realizó Lemebel con las Yeguas
a fines de los ochenta. Con la intención
de poner a la homosexualidad en escena, lo que no estaba previsto en el
programa del gobierno democrático que se avecinaba en Chile. Lemebel y
Francisco Casas irrumpieron en un enorme acto a favor de la democracia, donde
habían sido invitados la mayoría de los artistas chilenos del momento. Con
abrigos largos hasta el suelo vestidos de negro, plumas y lentejuelas, los dos
artistas visuales lograron desplegar un enorme lienzo que rezaba “Homosexuales
por la democracia”. Poco después el tándem
bailó una cueca ante la Comisión Chilena de Derechos Humanos, Santiago (1989),
la misma cueca que bailaban las mujeres de los detenidos desaparecidos. De esta
manera, ejecutaron descalzos el baile nacional chileno sobre vidrios de
botellas de coca cola rotas, mezclando su sangre mutuamente sobre un mapa
extendido de América Latina. Y bailaron todas las figuras, el ocho, el
semicírculo, las vueltas, y en cada figura las Yeguas se desangraron un poco más. Solo se escuchaba el golpe de
los pies bailando sobre vidrios (ellas llevaban un walkman pegado al pecho desnudo) mientras el mapa se teñía de rojo
y las Yeguas gritaban: “Compañero Mario alias La Rucia caído en
San Camilo”. ¡Presente! (Rosano, 2010).
“Este trabajo si nos
gustó, porque no fue tenso. Zapateábamos con fuerza y no nos cortábamos. Nos
criticaron porque supuestamente teníamos que reivindicar la homosexualidad y
los desaparecidos supuestamente no tenían nada que ver con nosotros. Pero
pensábamos que la condición homosexual se reivindicaría en algún momento,
mientras que entonces lo más importante y doloroso eran las víctimas de las
violaciones a los derechos humanos, y nosotros poníamos el corazón donde nos
dolía”, recuerda Lemebel en una entrevista que le hizo Martín Lojo para La
Nación, 2010.
Y es también en
1989 que las Yeguas responden a una entrevista
de la revista Cauce: ¿Por qué Yeguas?, le preguntaron. Nosotros somos chamanas sexuales, iniciadoras de
hombres. ¿Quiénes son? Dos maricas. ¿Qué quieren? Uff, imagínate; una torre de
Babel, un holocausto. ¿Que proponen? Una patria sin semáforos, una bandera, una
ventana para el niño homo; la gente nos ve como dos viejos degenerados, se
olvidan que fuimos niños. ¿Cuántos son? Dos, porque dos es el destino. Es a partir de esta convicción que adquiere sentido y
continuidad el itinerario que Lemebel traza en estas ácidas crónicas radiales
pensadas, cuando ya se habían cumplido treinta años del golpe contra Allende. Y
en este sentido, ya en el prólogo de De
perlas y cicatrices plantea explícitamente que el libro proviene de un
“proceso, juicio político y gargajeado Nuremberg a personajes compinches del
horror” (Lebemel, 2010:12). Y sigue Rosano con
un tono que conserva los registros orales:
Con un fondo más musical
que histórico, cada una de estas crónicas ofrece un ritmo propio que sintoniza
con la respiración de lo que se va contando, al compás de boleros, valses
peruanos y vieneses, rock and roll, twist, mambos, cumbias, cuecas, marchas
militares, que reponen a la vista del lector toda una galería de personajes del
mundo de la canción, del espectáculo y de la televisión, en sus múltiples
derivas y complicidades en relación con la dictadura. Personajes, paisajes y
canciones que reponen melancólicamente y muchas veces con nostalgia un mundo en
su gran mayoría desaparecido (2010:198).
Lemebel lo dice claramente
en su crónica “El informe Rettig” (o “recado
de amor al oído insobornable de la memoria”:
Y aún así, a pesar del viento frío que entra sin permiso por la
puerta de par en par abierta, nos gusta dormirnos acunados por la tibieza
terciopelo de su recuerdo. Nos gusta saber que cada noche los exhumaremos de
ese pantano sin dirección, ni número, ni sur, ni nombre. No podría ser de otra
manera, no podríamos vivir sin tocar en cada sueño la seda escarchada de sus
cejas. No podríamos nunca mirar de frente si dejamos evaporar el perfume
sagrado de su aliento. Por eso aprendimos a sobrevivir bailando la triste cueca
de Chile con nuestros muertos (2010:133).
Sin embargo, y desde su
perfil performativo, para Judith Butler (1997) la escritura de Lemebel puede
ser pensada más allá de esta apropiación melancólica de los cuerpos
desaparecidos por la dictadura chilena, en lo que puede plantearse como una
verdadera topología del margen que desestabiliza no sólo las identidades
sexuales sino también los lugares de resistencia frente al poder. Butler
sostiene que en la cultura occidental
existe una matriz heterosexual que penetra en la construcción del género, a
partir de la cual se determinan las posiciones de lo masculino y de lo
femenino. De esta manera, en su lectura la identidad heterosexual se consigue
por medio de una incorporación melancólica del objeto que se rechaza. Estos
planteos pueden ser no sólo corroborados sino también profundizados a partir de
la lectura de Perlas y cicatrices.
Siguiendo esta argumentación, podríamos decir que para Butller es posible leer en la melancolía el
funcionamiento del género, ya que en ésta el mundo aparece como
contingentemente organizado, mediante ciertos tipos de exclusión, el Chile
de la postdictadura, ese “Chile anestesiado por el cancionero fácil” (Blanco /
Gelpí, 1997:55), solo puede sanarse a partir del reconocimiento melancólico de
“esos cuerpos androides de risa acrílica y peluca sintética” (Blanco / Gelpí, 1997:71).
En el oficio doméstico de los matrimonios obreros, en los sueños de las
“chicas” pobla [7]
que quieren ser madonnas “con el
bolsillo lleno y el corazón contento”, en su ternura kisch que contrasta con la frialdad
del lujo arribista, se traza la única posibilidad de un Chile que
verdaderamente pueda reconciliarse con su pasado.
Y es desde esa convicción que
sostenemos en concordancia con Rosano (2010) y a los efectos de este ensayo,
que una de las partes más interesantes del libro de Perlas y cicatrices es la que lleva por subtítulo “Quiltra lunera”,
y que se abre con un epígrafe de una crónica de José Joaquín Blanco que aplaude
gozosa la existencia de “esas locas preciosísimas”. Como apunta Mateo del Pino
(2004), Lemebel se distancia aquí de los afanes de clase media del cronista
mexicano y no tiene pudor en registrar
el submundo de las locas pobres, que incluye también a los homosexuales de
barrio, jodidos por el desempleo, el subsalario, la desnutrición y las drogas.
De esta manera, en la crónica que lleva por nombre “Memorias del quiltraje
urbano”, el escritor se burla de la obsesión
por las razas, los colores y pelajes de los distintos animales domésticos de
la burguesía (esas verdaderas “mascotas de sangre azul”) y los compara con el perraje suelto que vaga por las calles.
Perros que hurguetean la basura y comen lo que encuentran,
adaptándose fácilmente al calor humilde del ranchar obrero. Porque la pobreza y
los perros son inseparables, entre más pobres hay más perros. Como si en la
precariedad siempre hubiera un rincón donde amparar otro quiltro. Uno más, como
el Moisés, que llegó cojeando, medio pelado de arrestín y con la oreja
ensangrentada por alguna macha canina (Lemebel, 2010:213).
Una verdadera
metáfora; los perros, igual que los seres humanos están irremediablemente
condenados, de acuerdo a la relación que establezcan con el poder. Todo un
mundo simbólico que hermana a los “quiltros” (esa deliciosa voz mapuche que
nombra a los perros de la calle), con los rotos y los habitantes de las “poblas”
suburbanas. Bailar la triste cueca de
Chile, parece decir Lemebel una vez más, sólo es posible desde una mirada travesti, que incorpore melancólicamente no solo a los desaparecidos de la
dictadura sino también a todos los excluidos por la lógica neoliberal.
[1] Crónica: pero como bien advierte Ariel
Idez (2011) en coincidencia con Leila Guerreiro (2006), no hay una “fórmula” o
una definición que permita saber cuando un texto es crónica y cuando no,
excepto por el fuerte aparato para-textual que propone en la búsqueda-encuentro-fuga,
un contrato de lectura propio en el cual los textos construyen en el
intercambio la posibilidad de un verosímil también propio, vinculado tanto con
la referencialidad de su discurso como con la construcción de la “mirada”
subjetiva del autor –que sería algo así como decir, por más que se utilicen
recursos de ficción todo lo que se cuenta sucedió-.
[2] Cadáveres: ¿Por qué? Porque en realidad
todo poeta es un autor de cadáveres, el poema es letra muerta, cadáveres, hasta
que el lector los revive –para que tras la lectura, cerrado el libro, el poema
vuelva a ser cadáver, a la espera de otro lector que emprenda la resucitación-
(Perlongher, 2012). –Acto que también
puede aplicarse a la crónica-.
[3] Narración oral: como la definió
descriptivamente Walter Benjamín: el campesino, el marino mercante son figuras
de la narración de boca en boca, artesanos del discurso que manejan las
herramientas de la voz y del gesto corporal, que coordinan el ojo con la mano,
que trabajan a partir de la experiencia de vida (propia o trasmitida) pero que
no se agota en los detalles de la novedad y tiende a permanecer en la memoria
en alguno de sus múltiples sentidos.
[4] Plaza Italia para abajo: donde viven
mayoritariamente pobres y miembros de la clase media baja, aunque el cuadro del
espacio en Santiago es mucho más complejo, ya que en el corazón mismo del
barrio alto existen grupos aislados de gente pobre para quienes se hace cada
vez más difícil sobrevivir pero quienes siempre han vivido ahí; así también, el
número de viviendas para la clase media localizadas cerca de la cordillera
sigue aumentando. De igual modo, en los últimos años el gobierno ha puesto en
práctica un plan para recuperar el casco viejo. Y finalmente, el hecho de que
muchas familias adineradas que en el pasado vivían en el barrio alto han
comenzado últimamente a construir sus casas en las afueras de Santiago sobre
terrenos que hasta hace no mucho eran áreas cultivables (Pastén, 2009:15-16).
[5] Ciudad anal: que para Guerra Cunningham
es la ciudad que vive en los márgenes y en los límites de la “ciudad
neoliberal”.
[6] “Callampa”: “vales callampa” = “no
vales nada”. Término chileno muy utilizado para referirse al “pene”.
[7] Pobla: término utilizado para referirse
a la población o villa.
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