Capítulo 2: Las crónicas en su nombre
propio
2.1 En nombre propio: Sobrenombrar como
figura adjetiva. El deseo barroco de volverse “loca”
Con
nubes nacaradas de gestos, desprecios y sonrojos, el zoológico gay pareciera
fugarse continuamente de la identidad. No tener un solo nombre ni una geografía
precisa donde enmarcar su deseo, su pasión, su clandestina errancia por el
calendario callejero donde se encuentran casualmente; donde saludan siempre
inventando chapas y sobrenombres que relatan pequeñas crueldades, caricaturas
zoomorfas y chistosas ocurrencias. Una colección de apodos que ocultan el
rostro bautismal; esa marca indeleble del padre que lo sacramentó con su macha
descendencia, con ese Luis junior de por vida. Sin preguntar, sin entender, sin
saber si ese Alberto, Arturo o Pedro le quedaría bien al hijo mariposón que
debe cargar con esa próstata hasta la tumba. Por eso odia tanto ese tatuaje
paterno, ese llamado, ese Luchito, ese Hernancito chico y minusválido que a los
homosexuales sólo les sirve para el desprecio y la burla (Lemebel, 1996:62).
En Loco
afán, en “Los mil nombres de María Camaleón” el exceso de apodos que
involucra el deseo barroco, se observa no solo en la corporalidad travesti,
sino también en la acción de nombrar y nombrarse, puesto que se hace necesario
travestir lo que nombra el travestimo (Sarduy, 1982). De esa manera, “el asunto
de los nombres no se arregla solamente con el femenino de Carlos; existe una
gran alegoría barroca que empluma, enfiesta, traviste, disfraza, teatraliza o
castiga la identidad a través del sobrenombre” (Lemebel, 1996:62).
Quizá el travestismo que baraja
identidades operativas, el carnaval que canjea escenarios equivalentes, los
géneros que se ceden la palabra gozosa, la perfomance
que es una ocupación de espacios monológicos y la sexualidad espectacular
que no se ahorra ninguno de sus nombres, se configuran en esa hibridez propia
de su escritura que fluctúa entre la narrativa y el ensayo, y del género
crónica que escogió Lemebel para sobrenombrar su mundo. Una escritura de
registro tan metafórico como literal, tan hiperbólico como social, y cuya
función (o fruición) es de una aguda poética emotiva.
Guadalupe Santa Cruz (1996) ha dicho que
Lemebel escribe con “la espléndida tinta de la mala leche”. Escribe con
desesperanzada ternura; o sea, con minuciosa ferocidad. Y lo hace desde el
nombre propio: donde persona y discurso se articulan incluso mucho antes de
haberlo hecho en la primera persona (Lejeune, 1991). Y como explica Lejeune siguiendo
a Benveniste, a nivel del enunciado la primera persona señala la identidad del
sujeto de la enunciación y del sujeto del enunciado, lo que lleva al nombre
propio, al que ese “yo” que remite por fuera del texto (1991), y por dentro,
donde la ilusión biográfica o la autobiografía se funden con la ironía para
pasar de contrabando camuflada por alguna que otra crónica.
Pero lo notorio de la escritura de
Lemebel es el barroquismo. O mejor dicho, su variante lúdica, que Severo Sarduy
(1982) llamó, con auto-ironía, lo pompeyano. Porque se trata aquí no de un
barroco en la proliferación de lo inminente, donde el objeto es generador de la
abundancia; sino de una gestualidad barroquizante, cuya traza viene y va de
oralidad en oralidad. El barroco es, por eso, la forma elocuente del coloquio,
como si la realidad solo pudiese ser comunicada en su reelaboración,
ligeramente absurda o cómica, vista con la distancia irónica que merecen los
espectáculos de íntima discordia. Aunque Lemebel ha dicho varias veces que detesta
a los profesores de filosofía: “Me cargaba su postura doctrinaria sobre el
saber, sobre los rotos, los indios, los pobres, las locas”(Blanco / Gelpí, 1997),
la conversación que nos concita no está exenta del filosofar de la época, hecho
desde las afueras, en los límites institucionales; en ese “borde con encaje”
que reconoce como la cornisa de su arte, donde nombrar otras cosas de otro modo
es la clave, incluso sobrenombrando, porque hace tiempo algunos o alguien:
llámese: estado, dictadura, religión , machismo, raza blanca, o familia
patriarcal, se apropiaron de los nombres y es hora de pedirles que los
devuelvan.
Foucault anota en su Historia de la
sexualidad (1977) que un interlocutor lo acusa a Sócrates de traer a la conversación
ejemplos extremos. Y aún más en los extremos, Lemebel podría haberle provisto a
Foucault de mejores ejemplos sobre la indiferenciación genérica, que ya
entretuvo a Lezama Lima en su novela Paradiso
a propósito de su androginia original platónica y por supuesto a Perlongher.
Ejemplos qué, en el barroquismo reflexivo y el sincretismo oral de Lemebel,
desafían a la taxonomía sexual; ya que en sus crónicas desurbanizadoras se nos
habla de locas, colizas, maricas,
maricones, homosexuales, transgenéricos, travestis, pero todos ellos/ellas son
equivalentes en la nomenclatura “femenina”, para pasar travestida las barreras
del control de aduana en las fronteras del género, al igual que la crónica y no
caer en el baldío.
Antes de entrar en el problema de la reapropiación
del género, es preciso analizar cuatro crónicas de Loco afán de Lemebel (1996), las que le otorgan un lugar en la
adjetivación a estos sujetos y transparentan la necesidad de nombrar-nombrarse
a sí mismos (en “Los mil nombres de María
Camaleón”), a la copia y víctima de un devenir (en “La muerte de Madonna”), a
nombrar a nuestros muertos como nos piden otros (en “El proyecto nombres”), y a
nombrarse mujer, nombrarse “loca” (en
“Berenice”).
Estos personajes realizan
dicha reapropiación a partir de una escenificación corporal qué, como ya
adelantamos en la Introducción, pasa por lo barroco, el devenir, lo político y
lo sexual, y cuyos cuerpos pueden ser entendidos, según lo propuesto por
Soledad Bianchi:
Como escenario de disputa y contradicción donde se develan los
modos en que las relaciones de poder (políticas, sexuales y discursivas) crean
espacios jerarquizados de identidad y diferencia al mismo tiempo que habilitan
la configuración de nuevos imaginarios sobre cuerpos y subjetividades (1991:2).
Los mil nombres de María Camaleón (y la adjetivación travesti)
En la crónica “Los mil
nombres de María Camaleón”, Lemebel (1996:62-66) alude a la tendencia dentro
del mundo homosexual travesti a cambiarse de nombre:
La poética del sobrenombre gay generalmente excede la
identificación, desfigura el nombre, desborda los rasgos anotados en el
registro civil. No abarca una sola forma de ser, más bien simula un parecer que
incluye momentáneamente a muchos, a cientos que pasan alguna vez por el mismo
apodo (1996:63).
Para Lemebel esta
tendencia o doble travestismo vendría a suplir la carencia en términos de
ausencia de nombres coherentes con su identidad homosexual, identidad que hace
rectificar la inscripción de nacimiento impuesta en el registro civil.
Frente a eso, el travesti elabora un extenso listado de nombres que
otorga una especial coherencia a la noción antes aludida de identificación en
contraste con la de identidad, en un afán constante por sobrepasar el molde. El
listado de nombres presentes en esta crónica deja ver una actitud sarcástica,
cruel, que precisamente se resiste a la imposición formal de la inscripción.
Muchos de estos apodos se
relacionan con el mundo del espectáculo, con el Sida y la discriminación, entre
otros tantos aspectos que hacen del travesti un constructo no sólo estético,
sino también político. Uno de los recursos principales en la conformación del
nombre travesti es la ironía, mecanismo discursivo que permite, a partir de un
juego con el lenguaje, desarticular los discursos del poder y develar las
injusticias sociales:
Existen mil formas de hacer reír a la amiga cero positiva
expuesta a la baja de defensas si cae en depresión. Existen mil ocurrencias
para conseguir que se ría de sí misma, que se burle de su drama. Empezando por
el nombre (1996:63).
Contrario a la cara de
víctima pasiva que se le quiere imponer desde afuera, cara que no deja de tener
un firme pie en la realidad cotidiana, el gay,
en el mundo privado de su comunidad, se complace en adoptar la pose de un ser
malvado que se deleita en la ironía y en el ataque verbal a los otros,
especialmente a los otros homosexuales. Pero para la loca, el ataque es una
forma de autoafirmación; sólo así se pueden entender los crueles apodos que
Lemebel le da a los homosexuales enfermos de sida (Barradas, 2009).
Entre los nombres que
rescata Lemebel del mundo de las locas encontramos: “La Desesperada”, “La Cola
del Barrio”, “La Pinche”, “La Cuando No”, “La Cuando Nunca”, “La Siempre en
Domingo”, “La Chupadora Oficial”, “La Maricombo”, “La Maripepa”, “La Multiuso”,
“La No Se fía”, “La Putifrunci”, “La
Trolebus”, “La Ahí Va”, “La Ahí Viene” , “La Esperanza Rosa”, “La Fácil de
Amar”, “La Llave de Cachete”, “La María Misterio”, “La María Sarcoma”, “La
Mosca Sida”, “La Frun-Sida”, “La María Lui-Sida”, “La Sui-Sida”, “La
Insecti-Sida”, “La Depre-Sida”, “La Ven-Sida” (1996:65-66), poniendo en
evidencia la lógica adjetiva que opera detrás de ellos.
La muerte de Madonna (y la adjetivación del devenir)
En la crónica “La muerte de Madonna”, Lemebel (1996:37-45) se
anuncia con ironía la muerte de la popular cantante de música pop, con ironía porque la crónica está
lejos de anunciar la muerte de esa figura, pues en este caso se trata de un
loca chilena que la tiene como referente y máxima aspiración; y la Madonna chilenis [1] lo que termina
logrando en la mezcla es una “mala copia” y pegarse al sida en el barrio San
Camilo, que es quizás uno de los barrios más emblemáticos del travestismo
prostibular santiaguino por ese entonces, y morir ahogada en su devenir:
Ella
sola se puso Madonna, antes tenía otro nombre. Pero cuando la vio por la tele
se enamoró de la gringa, casi se volvió loca imitándola, copiando sus gestos,
su risa, su forma de moverse. La Madonna tenía cara de mapuche, era de Temuco,
por eso nosotros la molestábamos, le decíamos Madonna Peñi, Madonna Curilagúe,
Madonna Pitrufquén. Pero ella no se
enojaba, a lo mejor por eso se tiñó el pelo rubio, rubio, casi blanco
(1996:37).
Para Tocornal Oróstegui (2007), la Madonna de San Camilo era una
mala copia acentuada por su origen mapuche y el modelo que buscaba reproducir,
acaso, incompatibles, cuyo resultado establece una representación tragicómica:
trágica por la imposibilidad de pertenecer a ese imaginario deseable, cómica
producto del efecto de la incompatibilidad que había entre ambas. Lemebel, lo
que hace, es exacerbar lo inconciliable de los rasgos, acentuando en un híbrido
grotesco la mala copia de “la loca” Madonna, ahora además degradada por el sida.
La
Madonna de San Camilo nunca se repuso del dolor causado por esta frustración y
la sombra del SIDA se apoderó de sus orejas enterrándola en un agujero de
fracasos. Desde ese momento, su escaso pelo albino, fue pelechando en una
nevada de plumas que esparcía por la vereda cuando patinaba sin ganas, cuando
se paraba en los tacoagujas toda desabrida, a medio pintar, sujetándose con la
lengua los dientes sueltos cuando preguntaba en la ventana de un auto ¿Mister, yu lovmi? (1996:44).
Lemebel estrecha un vínculo entre dos grupos marginados, en este
caso de género y de etnia. Ambos denuncian la imposibilidad de alcanzar dichos
estereotipos, poseen características que no calzan con el modelo, “tenía cara
de mapuche” (1996, 37).
Bajo esta concepción el travesti se entenderá como la
convergencia de tres tipos posibles de mimetismo: el primero, corresponde al travestimiento, el cual está enmarcado
en una pulsión de transformación que no sigue un modelo real, sino que “se
precipita en la persecución de una realidad infinita (…) ser cada vez más mujer
[ser cada vez más Madonna] hasta sobrepasar el límite” (Sarduy, 1982:14). La
segunda posibilidad de mimetismo es el camuflaje,
que consiste en una transformación cosmética o quirúrgica del travesti que
puede llevar inmersa una idea de desaparición o de invisibilización de lo
masculino (en la acción de arte: “Lo que el sida se llevó” de Las Yeguas del apocalipsis, desarrollada
en plena dictadura, la Madonna de San Camilo accedió a participar en un video
de Gloria Camiruaga, donde fue filmada desnuda bajo la ducha “tal como Dios la
echó al mundo, pero ocultando la vergüenza del miembro entre las nalgas”
(1996:40). Por último, la tercera posibilidad es la intimidación, mecanismo que pasa por la exposición del artificio y
de la máscara adquirida, y que tiene como fin aferrar o desestabilizar al otro
(en la instancia “Museo Abierto”, que correspondía a “la primera muestra
oficial de arte negado por la dictadura”, se incorporaron diversas
manifestaciones artísticas, incluidas la perfomance
y el video, razón por la cual Gloria Camiruaga pudo incluir, sin previa
revisión del material, el trabajo realizado con la Madonna de San Camilo. La polémica
se produce cuando un grupo de escolares acompañados por un profesor ven el
video exhibido en el museo, desatando primero la furia del profesor y luego la
de los grupos conservadores de la sociedad. Nemesio Antunez, en calidad de
director del museo, es interpelado y luego de ver el video decide sacarlo de la
muestra argumentado que “en ese caso era aplicable la censura”), (Salinas,
2010).
Lemebel alude también a la represión a la que las locas se
expusieron bajo la dictadura y a la consecuente vulnerabilidad de este grupo
social.
Nunca
les tuvo miedo a los pacos. Se les paraba bien altanera la loca, les gritaba
que era una artista, y no una asesina como ellos. Entonces le daban duro, la
apaleaban hasta dejarla tirada en la vereda y la loca no se callaba, seguía
gritándoles hasta que desaparecía el furgón (Lemebel, 1996:38).
Así, aparecen y desaparecen referencias
a episodios de la historia chilena, pequeños fragmentos, testimonios, memorias,
que en estas páginas encuentran nuevos sentidos. Así como la Madonna de San
Camilo, otras y otros fueron desapareciendo tanto con la sombra del sida como
con la dictadura, y mientras tanto no les quedó otra que hacer cómo, que
simular identidades en pos de un devenir.
El proyecto nombres (y la adjetivación de la
muerte)
En la crónica “El proyecto nombres (un mapa sentimental)”
(Lemebel, 1996:98-111), se hace alusión al proyecto nombres o Quilt (paño o tejido), iniciativa
surgida en 1987 en Estados Unidos como homenaje a víctimas del sida, donde
“familiares, parejas o amigos, testimonian a modo de cartas artesanales, la
memoria en punto cruz sobre la ropa del fallecido” (1996:98). Para
Tocornal Orostegui (2007), en esta crónica Lemebel deja ver como la
multiplicación de los Quilt inevitablemente
hace pensar en el aumento de víctimas del sida, refiriéndose a la exposición de
un gran tapiz que se hizo en Estados Unidos, frente a la Casa Blanca. Y narra
al respecto:
Lemebel
señala, no obstante, cierta contradicción en esta exhibición del dolor, una
exhibición que parece estar teñida, contradictoriamente de ausencia. Similar
contradicción deja ver el autor cuando se menciona que el enorme tapiz exhibido
en esa exposición fue autografiado luego por la popular actriz Elizabeth
Taylor, comenzando desde ese momento a dar la vuelta al mundo. Lemebel revela
estas contradicciones, señalando cómo una iniciativa, en esencia espontánea y
real, ha sido redirigida y comenzado a formar parte de un horizonte en que esa
misma espontaneidad parece perderse, aproximando al sida a la noción de
fetiche. Destaca la carga emocional desplegada sobre estos paños, retazos de
prendas de vestir, bordados con nombres, fechas, saludos, en tanto configuran
un mapa multicolor y multicultural donde el sida es el denominador común:
“nombres como números sin cuerpo, que el estigma almacena en este calendario de
fin de siglo” (Lemebel, 1996:99).
Con menos romanticismo que el de la iniciativa, Lemebel,
advierte el lugar por el que transitaron esos mismos retazos antes de formar
parte de los Quilt, ya no sobre el
tapiz en exhibición sino sobre el cuerpo dañado del enfermo: “Ropa de noche,
recamada en lentejuelas, que no pudo lucir por el peso de las costras
doradas (…), para alegrar un poco la
facha con palmeras y frutas; pero fue arruinada por el vómito de sangre”
(Lemebel, 1996:100).
Esta parte de la crónica está marcada por la insistencia en el
dolor de las víctimas, esta vez desde los cuerpos, como queriendo centrar la
atención en ellos y no en los alcances o discursos que pudieran emerger desde
la exhibición de los Quilt. Lemebel
se resiste a esa manipulación y vuelve su foco al sujeto, víctima de la
enfermedad.
Como “artesanía sentimental”, hermana a los Quilt con las animitas latinoamericanas. La crónica muestra ya casi
al final los intentos en Chile de este proyecto, y aludiendo a ellos, se dice:
“Otras connotaciones proclaman estas experiencias locales, un cruce político
inevitable, las succiona en una marea de nombres aislados o desaparecidos, que
deletrean sin ecos el mismo desamparo” (Lemebel, 1996:102) en una filiación
entre enfermos de sida y personas desaparecidas por la dictadura.
Estos guiños a la historia de Chile, dejan al descubierto
intentos de olvido o, si se quiere, la reivindicación de memorias individuales,
excluidas de los discursos oficiales que se vuelven colectivas en el acto
crónico. Lemebel revela como la enfermedad ha transitado desde un terreno
silenciado, donde las homosexualidades permanecían encubiertas o prohibidas a
causa de la censura impuesta por la dictadura en los años ochenta.
Con el fin de establecer la idea de un nunca más, el recuerdo se vuelve un instrumento de lucha política,
donde ¿quién recuerda?, ¿qué recuerda?, ¿cómo recuerda?, y ¿por qué recuerda?,
se vuelven fundamentales para abordar las problemáticas surgidas a partir de
los genocidios acontecidos durante las dictaduras. El narrador Lemebel toma la
palabra en esta crónica, como en las otras, para efectuar el ejercicio de
nombrar y de decir esto ocurrió, aquí, allá, en un país que prefiere adherir a
una iniciativa ajena en lugar de generar una propia o que está acostumbrado a
no oír ni oírse.
Berenice (y la
adjetivación de la maternidad)
En la crónica “Berenice (La resucitada)” (Lemebel, 1996:179-180),
Lemebel relata la historia de Berenice, una historia que se inicia en el campo,
en torno a las viñas y al duro trabajo a pleno sol. Antes de llamarse Berenice,
“él era un chiquillo raro, feíto, pero con un cuerpo de ninfa que sauseaba
entre los cañaverales” (1996:174). Desde niño debió soportar las burlas de los
hombres que se reían de él y su modo delicado, pero al llegar la pubertad su
“vaivén colibrí” se hizo ya muy evidente. Entonces, cuando cumplió dieciocho
años, cansado de tantas burlas, decide irse con un grupo de mujeres a la corta
de uva. Se despidió de su tía y su abuelo, contándoles de sus futuras
aspiraciones de irse a Santiago. Trabajando con aquellas mujeres se sintió
mucho más cómodo y acogido. Poco a poco fue confundiéndose entre las más jóvenes
“con sus ademanes coquetos, el marucho riéndose a toda perla contenta,
tirándose agua, aliviando el duro oficio con sus mariguancias de loca,
diciéndoles a las señoras que no se encorvaran tanto” (Lemebel, 1996:176). Una
tarde de febrero, trabajando a treinta y pico de grados de calor, una chica
joven cayó al suelo sin despertar nunca más. Todas las compañeras,
impresionadas por el incidente, comenzaron a correr de un lado a otro
averiguando quién era la niña, al mismo tiempo que arremetían contra los
patrones “esos explotadores de mierda tenían que hacerse cargo de este crimen”
(Lemebel, 1996:176). El chico fue dejado junto a la muerta, pues no le
permitieron ir a reclamar con las demás mujeres. “Tú no, le dijeron al coliza, tú no eres mujer” (Lemebel,
1996:176). Sentado junto a la muerta, el chico comenzó a observar detenidamente
el cuerpo: “parece una virgen, se dijo, cerrándole los ojos. Pero para ser
virgen tiene que tener un nombre, algún papel de identificación” (Lemebel,
1996:176). Empezó entonces a registrarle los bolsillos hasta dar con el ajado
carné de identidad, momento en que se le ocurre tomar el nombre de la joven
muerta y rebautizarse como Berenice. Con su nueva identidad, desaparece del
lugar con rumbo a Santiago. La vida en la capital era dura así es que tuvo que
sobrevivir los primeros meses trabajando en la calle, a pesar de que ella “nunca
quiso terminar su vida como las otras maracas de nacimiento” (Lemebel,
1996:177). Por esta misma razón, apenas pudo dejó la calle y se empleó como
niñera en la casa de una familia. Paulatinamente comenzó a encariñarse con el
bebé de la casa y empezó a establecer un profundo lazo con él, al punto que un
día, éste la llamó mamá, cosa que drásticamente cambió el rumbo de las cosas:
“Ese nombre una vez más le desordenó el mate ya desordenado por tanta mudanza
de sexo. Ese mamá le fragilizó al máximo su corazoncito de tenca y no lo pensó
dos veces, arrancando con la guagua como si se robara una muñeca de una tienda
de lujo” (Lemebel, 1996:178). De allí, en adelante, Berenice “saltó a la fama
de loca raptora”, pues comenzaron a aparecer en las portadas de los diarios y
en la radio las nuevas pesquisas de la policía que decían que Berenice era
hombre. Berenice quiso escapar de todo eso y se fue al sur con el niño a
cuestas, “doblemente travestido de mamá”. En el sur, Berenice se gastó el poco
dinero que le quedaba consintiéndolo al niño. Hasta que lo pilló la noche y los
echó a dormir acurrucados en una plaza, donde minutos más tarde los encontraría
la policía. “Pero casi ni se inmutó, como si despertara a un final de fiesta
conocido. Congelada para la foto del diario, entregó al baby como si devolviera un juguete prestado” (Lemebel, 1996:180).
Berenice
es una loca que nace en un mundo predominantemente masculino, el campo, terreno
representativo del patriarcado, cuyas relaciones de poder quedan en evidencia
en esta crónica. Por un lado, el poder que emerge de la figura del patrón,
incluso en su ausencia y el abuso de ese poder a través de la explotación que ejerce
sobre los trabajadores (…) Todo ese orden recae sobre el niño, más tarde
rebautizado Berenice (Tocornal Orostegui, 2007:21-23).
Si bien la crónica
escenifica al mundo homosexual travesti, caracterizado por “la loca”, se
reproduce a la sociedad en su conjunto, pero bajo el prisma de “la loca”, se
carga de ironía, siendo aún más evidentes los odios de clases. En este sentido,
la mirada cruda de “la loca”, espejea la dinámica social en toda su realidad,
sin censuras ni apariencias. Lemebel logra reproducir a través del “micromundo”
de “la loca”, el “macromundo” de la sociedad en su conjunto, a la que califica
de triste, patriarcal, masculina, que excluye a la mayoría bajo su lógica
neoliberal, violenta, coercitiva, insensible, heredera de toda dictadura:
militar, sexual, de género; donde cambiarse el nombre, aunque sea en forma
adjetiva, sobreescribe para Lemebel el género para reconocerlo acaso en la más
actual de sus auto-percepeciones: “la loca”.
“La loca” (y la
adjetivación de lo femenino)
“La loca” pertenece, siguiendo al propio Lemebel en las crónicas
que analizamos de Loco afán, a una
homosexualidad triplemente segregada: el travesti que se cambio el nombre (de a
miles, como María Camaleón para refugiarse en el anonimato de tantos y escapar de
su forma sumisa o reproducirla en el apodo; o de a uno, como la Madonna, y
ofrecer resistencia mientras pueda o reproducir la sumisión en la copia de la
cantante norteamericana); el travesti que se prostituye y qué, en los avatares
de la vida, ha caído además como víctima del sida, razón por la cual una vez
más es marginada; y que como víctima del sida una vez muerta tiene que soportar
un proyecto yanqui para que familiares, parejas o amigos, testimonien a modo de
cartas artesanales, la memoria sobre su ropa fallecida; o el travesti que ha
rozado la maternidad en la ilusión del robo de un bebé que la llamó mamá y la
travistió doblemente como mujer y madre hasta que el aparato
policíaco-jurídico-estatal le cayó encima y lógicamente, aceptó la condena. Lemebel
defiende con “la loca” a modelos de homosexualidad propios, en contraposición
con la asimilación de modelos ajenos. Lo mismo hace con el género crónica en
oposición a otros géneros como la noticia, la novela o el ensayo de
investigación. Porque “la loca” en sí, no es real, es más bien una metáfora
sobre la homosexualidad y sobre lo femenino. Por eso, con Francisco Casas se
hicieron llamar Yeguas, dice Lemebel
en una entrevista a Andrea Jeftanovic (1998), “como un gesto de enorme cariño a
esa femeneidad castigada”, pero justamente es a esa femeneidad a la que llevan al
extremo. Lo mismo que la crónica que lleva al extremo la subjetivación al punto
de parecer un texto autobiográfico e incluso confesional; y en los dos casos lo
que hace es reflotar esa confrontación social política sobre todo desde el
género.
En función de esclarecer esta dimensión política de “la loca”,
podemos recurrir a los planteos de Judith Butller (1997) que ha grandes rasgos
lo que propone es que tanto el sexo como el género no son conceptos naturales,
sino que, por el contrario, son construcciones culturales y sociales. Según
María Luisa Femenías, Butler va a seguir la idea de que:
No
hay dos elementos que puedan distinguirse: el sexo como lo biológico y el
género como lo construido. Lo único que hay son cuerpos que ya están
construidos culturalmente. Es decir, no hay posibilidad de un sexo natural,
porque cualquier acercamiento teórico, conceptual, cotidiano o trivial al sexo
se hace a través de la cultura y de su lengua. Al describirlo, al pensarlo, al
conceptualizarlo, ya lo hacemos desde unos parámetros culturales determinados
(Femenías, 2009:2).
Butler propone entender las categorías sexo-genéricas a partir
del concepto de acto performativo travesti,
en la medida que dichas categorías se configuran como actos discursivos que se
realizan por intermedio del cuerpo. Estos actos se repiten y ritualizan a
través de tiempo como un constante “estar haciéndose”, lo que no sólo permite
consolidar los códigos culturales, sino que al mismo tiempo, genera la
posibilidad de la ruptura, desestabilizando las normas que rigen los cuerpos:
“en las diferentes maneras posibles de repetición, en la ruptura o la
repetición subversiva de este estilo, se hallarán posibilidades de transformar
el género” (Butler, 1997:297).
Porque a través de “la loca”, Lemebel emprende una lucha contra
los poderes que recaen sobre el sistema sexo-género, resistiéndose a
imposiciones homonormativas promotoras de identidades fijas.
Con
“la loca” logra escabullir esos mecanismos de poder, abrir (nuevos devenires) y
mostrar realidades más heterogéneas y complejas. Lo anterior se relaciona con
lo expresado por Diamela Ellit, citada por Gloria Medina-Sancho: “En los
márgenes de la sociedad es donde se produce la desestabilización de las
estructuras de poder y al mismo tiempo la apertura de nuevos discursos”
(Medina-Sancho, 2006).
Lemebel logra desequilibrar esas zonas tan protegidamente
estables, atacándolas desde un flanco que ha quedado desprotegido, logrando así
hacer tambalear sus estructuras de base tan aparentemente sólidas.
“La
loca” de Lemebel desestabiliza la cuidada armonía de la masculinidad hegemónica
al sacar a la luz pública a un modelo de identidad homosexual, convenientemente
oculto en la periferia de las ciudades, logrando con ello revelar la
heterogeneidad del propio mundo homosexual y, en consecuencia de las identidades
de género (Tocomal Orostegui, 2007:26).
Pero entre todas las alianzas que Lemebel desarrolla a lo largo
de sus crónicas, es sin dudas, la que establece con el mundo femenino, la que
con mayor regularidad aparece en sus crónicas. Cuando a Lemebel se le preguntó
el por qué de esta filiación en la entrevista concedida a Jeftanovic, respondió
citando a Gilles Deleuze:
Deleuze
sostiene que todo devenir minoritario pasa por un devenir mujer, evidentemente
pasa por ahí, [se vuelve complice] en esa matriz. Precisamente por la relación
con el poder, toda minoría gay, sexual, étnica pasa por el devenir mujer. Y más
allá de eso, esto puede sonar como eslogan, y es que todo lo que yo he
aprendido lo he aprendido de ese lugar –la mujer- en términos de confrontación
a lo dominante, a lo fálico. Y de alguna manera eso ha sido mi vida, una
oblicuidad a lo dominante. Esto que me parecía tan maravilloso, estos discursos
transgresores de decir todo cara de palo, ya habían sido practicados por
mujeres (Jeftanovic, 1998).
Y es a ese andar femenino de “las locas” al que Lemebel
sobrenombra en sus crónicas como travestis, como madonnas, como muertas de sida, como madres en nombre propio que no
son otra cosa en él más que él, que bajo las condiciones represivas de una dictadura,
quedaban tan o más desprotegidas que otras minorías, excluyéndoles cualquier
posibilidad de inclusión en la sociedad como tales.
Cabe recordar que una vez instalada la dictadura, las locas debieron
transitar por otros sitios más ocultos.
En este sentido, Lemebel, hace crónicas testimonios que fueron excluidos en la
construcción de la historia oficial, como si sus experiencias de vida no
tuvieran nada que decir acerca de esos años y del género.
[1] Chilenis: una lanza chilenis es un
honrado tipo que le llama la atención a una persona, la cual por agradecimiento
le regala una cosa de gran valor. Son excelentes atletas debido a que corren
como una bala y tienen un grupo definido por si aparece un policía o una víctima
de gran calibre.
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