1.2
La crónica: un género fronterizo (baldío). De los modernistas a Perlongher y de
Perlongher a Lemebel
“Bajo
las matas / En los pajonales / Sobre los puentes / En los canales / Hay
cadáveres. (…) Precisamente ahí, y en esa dicha / de la que deshilacha, y / en
ese soslayo de la que no conviene que se diga, y / en el desdén de la que no se
diga que no piensa, acaso / en la que no se dice que no se sepa… / Hay
cadáveres. (…) En ese golpe bajo, en la bajez / de esa mofleta, en el disfraz /
ambiguo de ese buitre, la zeta de / esas azaleas, encendidas, en esa obscuridad
/ Hay cadáveres. (…) En la provincia donde no se dice la verdad (en la ciudad)
/ En los locales donde no se cuenta una mentira / -Esto no sale de acá- Hay
cadáveres“ (Perlongher, 2012:79-80-84).
Cadáveres enterrados a plena luz del día en las crónicas de los
escritores modernistas hasta este texto de Perlongher. Cadáveres reescritos por
las noches en el melodrama cotidiano de alguna que otra calle abandonada, en
alguna que otra esquina desolada, en algún parque oscuro, atrás de los árboles
para que no los vean, detrás de los postes, esperando ser leídos, en algún que
otro relato.
Si Rossana Reguillo lo dice refiriéndose al melodrama, pero el
sombrero de ala ancha que esconde la navaja callada de un “escritor cuchillo”
bien se acomoda a la crónica. Si en Latinoamérica la crónica como forma
expandida de relato ha servido entre otras cosas para contar al mundo, para
visitarlo, para sacarlo de la mudez en la que vive, para ponerlo en forma, para
relocalizarlo, para darle un sentido al sin sentido (Reguillo, 2011).
Quizás porque los saberes populares, a menudo, se mueven más
rápido para detectar las contradicciones de la modernidad (y la desilusión del
no poder y el desengaño y los sueños que reprimimos soñar) y construyeron en la
crónica latinoamericana, como ya dijimos, una solución de continuidad entre la
realidad y la ficción, como una manera de anclar en el relato una memoria y una
matriz cultural que se resiste, o simplemente, no se deja contar de otra manera
(Reguillo, 2011). Como práctica híbrida, que como sostiene García Canclini
(2001) reconvierte
lo popular/folklórico en una práctica moderna, donde componentes y formas de
expresión olvidados y despreciados por la modernidad, como la narración oral,
se re-insertan, se dimensionan y se potencian de modo que favorecen el
surgimiento de un género (o forma) re-novado(a), con toda su caracterización
estructural, pragmática y sociocultural; es decir, con toda una dinámica de
supervivencia que garantiza la existencia de lo popular en medio de condiciones
económicas y culturales más modernas.
Y la crónica se convirtió (de a poco) en el reflejo de una época
y de una sensibilidad que cada tanto se propone volver como deseo irrefrenable,
al tiempo que gran parte de los sectores marginales latinoamericanos fueron
inventados por la crónica al nombrarlos, al contarlos, al sacarlos del silencio
con sus dichos. Y esta forma particular de relato logró abolir la frontera
entre lo real y lo representado para que grandes sectores de la población que
interpretaron y fueron interpretados por esta nueva forma de
narrativa-evolutiva-síntesis se convirtiera más que en un género en una matriz
cultural (Reguillo, 2011).
Se trata, entonces, de un lenguaje que se constituyó en una
época en América latina, pero que cada tanto, como ya dijimos, decide volver
aún con más fuerza en sincronía con aquel pasado, que sirvió para contar, acaso
de otra manera, los grandes procesos migratorios del campo a las ciudades, la
urbanización de los modos de vida, el desarraigo y la nostalgia, las
transformaciones en el amor desde el 1800 hasta la actualidad y las diferentes
maneras en que las sociedades latinoamericanas hicieron, como pudieron, frente
al despegue de una modernidad que no fue capaz de incorporar la diferencia, la
cultura profunda, que encontró en la crónica la posibilidad de expresión que la
modernidad le negaba. Por eso la crónica sobrevive aún (y a pesar por su peso)
de maneras complejas y contradictorias. Sin embargo, al gestarse las
transformaciones en las formas de sensibilidad, en buena medida operadas por
los crecientes procesos de globalización, se ha producido una evolución en los
múltiples modos de contar al mundo (Reguillo, 2011). Y en el ciclo de urgencias
en que parece haberse convertido la escena social, la crónica fue ocupando los
lugares que dejaron otros, de rebote, casi por obligación, por qué alguien
tenía que hacerse cargo, por qué alguien tiene que decirlo.
Antecedentes de la crónica (y su despertar)
Como señalan Juan Cantavella (2004), entre otros, es preciso
señalar que cuando el género despertó, la crónica ya estaba allí, y no era
precisamente periodística. “La crónica no nace con el periodismo, sino que este
aprovecha una tradición literaria e histórica de largo y espléndido desarrollo
para adaptarla a las páginas de prensa” (2004:395).
Cientos de años antes de “migrar” a la prensa, a fines del siglo
XIX, adaptándose al nuevo formato que esta le imponía, el mundo conoció los
relatos de los “Cronistas de Indias”, que iban desde las cartas de relación de
Cristóbal Colón y Américo Vespucio a las crónicas de la “conquista” de América
de Hernán Cortés, Fray Bartolomé de las Casas o Bernal Díaz del Castillo, entre
otros. De ahí, que se piense a la crónica como un género eminentemente
latinoamericano. En estos relatos sobre la conformación del imaginario del
“Nuevo Mundo” podemos situar a la crónica como un artefacto literario utilizado
por una persona con competencia literaria para relatar a un determinado público
lo que sucedió en un lugar específico en el que este autor ha estado o de un
hecho en el que ha tomado parte.
Para Esquivada, las Crónicas de Indias se trataban de “una
relación de hechos en las que cabrían la historia y la mirada del autor muchas
veces estimulado por imaginaciones” (2007:114), y en las cuales convivía un
afán literario con el deseo de obtención de reconocimientos, títulos y
propiedades. En la época colonial, la crónica se dedicaba a relatar grandes
hazañas, desarrollando principalmente las características épicas y poniendo
énfasis en la presencia del narrador en los sucesos relatados.
Si bien la crónica había tenido un desarrollo previo,
especialmente entre los siglos IX y XIV, período durante el cual funcionó como
instrumento de propaganda, como bien afirma Gil González: “Tener cronista y que
la crónica defienda con vehemencia una causa [la de la “clase alta”], de
familia noble o doctrina eclesiástica era un hecho común en toda la Europa
Medieval” (2004:3), (que si bien los autores descartan este hecho
como antecedente principal, no es descabellado pensar que esta práctica
continuó de algún modo en su formato
periodístico en los relatos de muchos cronistas modernistas y posteriores al
modernismo).
Otros antecedentes de la crónica para Susana Rotker siguiendo a
Julio Ramos (2003) son los cuadros de costumbres y las crónicas periodísticas
francesas de mediados del siglo XIX. Los primeros tenían como función “ordenar
el espacio de representación nacional” (2005:106). Los cuadros costumbristas,
con toda su dosis “congelante” de la realidad y su mimesis aparentemente
regionalista describen reiterando costumbres como rituales cívicos. Era Ricardo
Palma uno de sus principales exponentes, quien creía que había que reeducar al
pueblo con su propia historia y aunque ubique lo raigal en la Colonia se dedicó
en gran medida a representar al Otro (y
por eso nos interesa como antecedente), y el otro es un perro, es un
pícaro, es el extranjero que termina suicidándose. Las segundas, es decir, las
crónicas periodísticas francesas o chroniqueur
eran “el lugar de las variedades, de los hechos curiosos y sin la
relevancia suficiente como para aparecer en las secciones “serias” del
periódico (2005:106).
Los precursores de la crónica en América latina (y su
invención)
Los precursores de la crónica en América Latina para Susana
Rotker (2005) son: Manuel González Nájera (en El Nacional de México, 1880) y
José Martí (en La Opinión Nacional de Caracas, 1881-1882 y La Nación de Buenos
Aires 1882-1895, pero también éste último en La Opinión Pública de Montevideo,
La República de Tegucigalpa, El Partido Liberal de México y Las Américas de
Nueva York), quienes no se conformaron con la escritura como mero
entretenimiento sino que le imprimieron al espacio de la crónica un vuelco literario.
Martí más ligado al nuevo periodismo: utiliza recursos narrativos para llamar
la atención y hacer vivida la noticia. Crónicas sobre los barrios bajos (que hayan sido de Nueva York cuando fue
corresponsal para el diario La Nación, esperamos que no sea contradictorio para
buscar continuidades entre él, Perlongher y Lemebel). “Qué mejor enseñanza
que estar donde las cosas suceden”, decía.
Pero es a partir del “descubrimiento” de América y los relatos
que dan cuenta del mismo que la crónica alcanza su forma más acabada. Ya en
esta etapa inicial se observan dos características propias del género: la
presencia del sujeto-autor, en calidad de testigo o partícipe de los hechos que
narra y
el relato de acontecimientos que se dan por ciertos (pero cuya verificación no
está sujeta a ningún tipo de prueba documental, sino a una verdad de tipo
contractual entre autor y lector) y que son narrados a partir de la utilización
de todo tipo de recursos literarios. Como
sucede en las cartas de relación de Hernán Cortés que para Gil González es:
Testigo
privilegiado de los hechos, que, con independencia de los fines ideológicos que
defienda, se encarga de estructurar los sucesos según dictamina su creatividad,
siempre y cuando obedezca a una serie de características impuesta por la
historiografía. Además, sobre él recae la crucial labor de seleccionar los
hechos, interpretarlos, acomodarlos a sus receptores... en definitiva, labores
propias, no sólo del historiador sino también, en buena medida, del ámbito del
periodismo (2004:4).
Con
lo que la “Crónica de Indias” conforma un tipo especial de relato, al mismo
tiempo protohistórico y protoperiodístico, que para Michel De Certau (2006),
como ya vimos en la Introducción,
estaría vinculado a una voluntad de dominación sobre el otro, –la del europeo-,
incidiendo el acto de apropiar y territorializar una presencia inédita en tales
parajes, haciendo suyo el espacio a través del acto de nombrar al “otro”, de
contar al “otro”, de la manera de cómo contarlo, y esa mirada inaugural del y
al “otro”, en el oteo a una realidad que deslumbra, nace la crónica en América
Latina como “visión del mundo”, como imagen erótica y guerrera, produciendo un
género intermedio que ficcionalizaba lo histórico, integrando narrativa con
biografía, descripción científica y ensayo con poética y sensibilidad con
memoria (Maracara Martínez, 2001).
La fundación de los imaginarios nacionales (y la
profesionalización de los escritores)
Para Julio Ramos (2003), como ya dijimos, la crónica (también) habría
aportado de alguna manera a la fundación de los imaginarios nacionales en
América latina, cuando al capturar en su formato oral todas esas voces y
relatos de “los otros” –indios, gauchos, negros- (con Perlongher y Lemebel se
van a sumar otros tantos “otros”: prostitutas, “locas”, putos, pobres,
travestis, enfermos de sida, marginales, desaparecidos, asesinados,
abandonados, que seducían y amenazaban, los escritores hispanoamericanos
pudieron incluirlos en libros que muchas veces funcionaron como “depósito” de
cuentos y anécdotas, como paisajes antes que crónicas.
Y siguiendo a Ramos (2003) en el análisis de la modernidad en
América latina y sus desencuentros, sostiene que la emergencia de grandes
periódicos en varias ciudades del continente en las últimas décadas del siglo
XIX abrió la puerta a la intervención de escritores en vías de
profesionalización más por necesidad laboral que por necesidad literaria (ya
que como vimos con anterioridad –casi todos- trabajaban para diarios),
formalizando a través del género-crónica el interés de lectores ávidos de
novedades sobre la modernidad norteamericana o la moda en París o las nuevas
configuraciones urbanas producidas por la inmigración y las tensiones sociales.
La modernización de la América de habla hispana, con su desarrollo desigual,
sus frágiles formas estatales y sus cambiantes fisonomías socioculturales, tuvo
su expresión en la escritura de los modernistas: José Martí, Rubén Darío, Manuel Gutiérrez Nájera, Amado
Nervo, José Asunción Silva, Leopoldo Lugones, Enrique González Martínez, Manuel
Díaz Rodríguez, Ricardo Jaime Freyre, José Enrique Rodó, entre otros-,
conocidos primero como poetas, algunos como cuentistas, y ahora como cronistas.
Porque lo que hoy decimos que es crónica ayer no lo era. Porque lo que ayer
decíamos que era crónica hoy decimos que no lo es, publicaron sus crónicas en
los nuevos periódicos (La Nación, El
Imparcial, El Partido Liberal, La Opinión Nacional, etc.), y muchos
quedaron atrapados en ese medio por falta de mejores lugares para publicar su
obra, porque en Latinoamérica el mercado del libro recién se establece durante
el siglo XX y en ese interín muchas funciones de la crónica fueron colonizadas
por el modelo del periódico norteamericano. Por qué según Ariela Schnirmajer:
La
prensa moderna, se vincula al pragmatismo norteamericano, que impone la noticia
objetiva, en oposición al chroniqueur de las letras francesas [que
Rotker, como ya vimos, menciona como una de los antecedentes de la crónica
aunque no sea el más importante]. A la figura del chroniqueur y a su
marca de estilo se opone el reporter,
que es quien trae la noticia rápida, a la hora de cierre (Schnirmajer, 2010).
Porque el espacio de la crónica, como nos recuerda Schnirmajer
(2010) se había desarrollado antes de pasar al periódico, mediante su
circulación a través de libros –pero fueron los menos-. Los modernistas, que a
menudo se leían entre sí, publicaron sus crónicas en libros e incluso algunas
de ellas fueron incluidas en antologías de cuentos, aunque los textos no fueron
publicados como crónicas. En todos esos casos tenemos operaciones de autor
sobre un mercado periodístico que, a fines del siglo XIX y principios del XX,
necesitaba narraciones acerca de los veloces cambios del espacio urbano. Los
autores modernistas, para diferenciarse del lenguaje objetivista de la información,
acentuaron la subjetividad de su mirada, trabajaron como artesanos el estilo,
sobrescribieron, se aproximaron al barroco, se alejaron de la noticia rápida, a
la hora de cierre: una tarea de reportero, no de cronista. El reporter,
aquel que Caparrós (2007) llamó el informador sería precisamente lo contrario
del cronista (incluso del corresponsal), una figura más vinculada a los moldes
literarios, como el escritor decimonónico que colaboró con la construcción de
los imaginarios nacionales [que bien rescataba Ramos, 2003], esa figura que,
una vez que ha abandonado su “rol de difusor del predicado estatal, encuentra
en la crónica su propio espacio discursivo” (Schnirmajer, 2010).
Posibles
continuidades entre los modernistas y Perlongher
Pero como en toda mudanza se pierden cosas y en otra cosa que no
sea la búsqueda de continuidades de los modernistas a Perlongher y tomando como
referencia a Rotker (2005) y ampliando, copiamos y “decimos”. Que Darío
(modernista) definió el acto poético como el campo propio del discurso
literario, continuaría con Perlongher. Que el modernismo es entendido como un
gran movimiento de entusiasmo y libertad hacia la belleza, continuaría con
Perlongher. Que la recuperación de
las crónicas modernistas para el cuerpo literario hispanoamericano tiene que
ver, entonces, con la revisión de los estudios de la literatura tomándola como
parte de la multiplicidad de la práctica cultural, continuaría con Perlongher.
Que ser moderno significaba, un medio ambiente novedoso, centros urbanos que
cambiaban la conformación de la sociedad y la distribución de las tradicionales
clases sociales, continuaría con
Perlongher. Que el modernismo no es otra cosa que el conjunto de formas
literarias que traducen las diferentes maneras de la incorporación de América
Latina a la modernidad, que imperaba la percepción del cambio, la
transformación y la mutabilidad constante del espacio, continuaría en Perlongher.
Si para Rotker (2005) los testimonios de un desajuste (en la
sociedad, en la gente, en sus necesidades, en sus posibilidades) abundan y
constituyen moneda corriente en la poesía modernista, y esos desajustes se
replican en la crónica y también en el ensayo, como “cabeza contra la pared”
modernista y esa idea de decepción hacia la vida humana y hacia el modernismo y
sus promesas aparece en variadas obras modernistas: desde Las almas huérfanas de Manuel González Nájera a Nihilismo de Julián del Casal, desde Lo fatal de Rubén Darío a Ismaelillo o Versos libres de José Martí, con la diferencia que éste respecto de
los anteriores formuló además un espacio de resolución (no se quedo en la
queja) para el antagonismo decepción/futuro, y esa resolución fue el espacio de
la lucha.
Modernidad como malestar, como enfrentamiento, en Gutiérrez
Girardot, que dice apoyándose en Martín Heidegger, que José Martí fue un
“revolucionario”. Y este espíritu “revolucionario” y educador,
(“racionalizador”, “civilizador” que estaba en la mayoría de los modernistas
donde Martí sostenía que la prensa periódica tenía “altísimas misiones” tales
como explicar, fortalecer y aconsejar, y no “informar ligera y frívolamente
sobre los hechos que acontecen”, continuaría con devenires en Perlongher en un
espacio antimoralizante como opuesto
a cierta “moral” educadora, una especie de civilización y de “moral” a la
inversa. Porque con la secularización que impone la época, aparece la metáfora
de la muerte o la ausencia de Dios, por lo que los escritores debieron buscar
un sentido a sus vidas, trabajar el lenguaje, influenciados por el romanticismo
europeo (aunque en ellos haya sido como resistencia), por la poesía de Valéry,
de Mallarmé, de Baudelaire, por la necesidad de trascendencia ante el
desencanto. Y la poesía antes que la crónica adquirió la flexibilidad de crear,
y ese espíritu creativo con que los modernistas adornaron sus crónicas continuó
en la poesía y en los ensayos de Perlongher, en su escritura y en su línea
argumentativa, describiendo una sensación, a la sensación misma. La escritura como
tensión y punto de encuentro entre los antagonismos: espíritu/materia,
literatura/periodismo, prosa/poesía, lo importado/lo propio, el yo/y lo
colectivo, arte/sistema de producción, naturaleza/artificio, hombre/animal,
conformidad/denuncia (Rotker, 2005), continuidad entre los modernistas /
Martí-Perlongher, después Perlongher- Lemebel.
La crónica (también como ensayo) se constituye en un espacio de
condensación por excelencia, condensación (modernista) porque en ella se
encuentran todas las mezclas, siendo ella la mixtura misma convertida en unidad
singular y autónoma. Porque el ámbito de los modernistas es el de las grandes
ciudades, y esa es la función social de la crónica modernista: Martí: Caracas, Nueva York –ahí tal vez la
contradicción civilizadora-, continuaría Perlongher, San Pablo, y más tarde
Lemebel, Santiago. A través del crecimiento de las grandes ciudades
latinoamericanas, la concentración económica y demográfica que rompió si se
quiere el equilibrio tradicional. Lo rentable y lo poético para bien y para mal
lo suponían divorciado y por eso fue que se refugiaron en lo estético, en la
percepción de la belleza, en la contemplación del texto, desde Darío pasando
por Martí, Perlongher y Lemebel persiguieron una forma.
Si los modernistas no hubieran escrito sus crónicas en los
periódicos de la época se habrían limitado a producir escritos para una elite
(como los escritores-cronistas de la Europa Medieval, como ya vimos, como
instrumento de propaganda, aunque algunos lo hicieron), porque no existía aún
un público (o un mercado) para sus textos. Los modernistas, entonces, se
dirigieron hacia el internacionalismo como “legado divino” (como reemplazo de
la secularización, que diera un sentido a sus vidas) con el propósito de
integrar el discurso cultural “universal” (“evangelizador”
y “colonialista”, primero; “imperialista”, luego; y “globalizante” y
“neoliberal” después) de occidente y la nueva realidad urbana de América
latina, apuntando hacia un futuro donde estos “países rudimentarios” pudieran
tener una cultura más moderna, y casi sin querer algunos y por consecuencia de
la observación otros, reflejaron el dolor de las transformaciones, un anhelo
frustrado por crear espacios de condensación donde todo parecía fragmentado y
había que encontrar otras formas de contar lo incontable. En la escritura de
muchos de ellos se descubren auténticas confesiones como las de Julián del
Casal que aparece al principio del ensayo:
Yo
no amo más a los seres desgraciados. Las gentes felices, es decir, los satisfechos
de la vida, me enervan, me entristecen, me causan asco moral. Los abomino con
toda mi alma. No comprendo cómo se puede vivir tranquilo teniendo tantas
desgracias alrededor (1963:90).
Así, para comprender la “función ideologizante” (Rama, 1974) que
por supuesto la hay en la escritura, es preferible referirse al concepto de
Jacques Lacan, retomado por Susana Rotker para el análisis citando a Jamenson:
“La ideología es el medio por el cual el sujeto intenta cerrar la brecha entre
lo vivido privado y lo objetivamente colectivo” (1981:246). El mismo Jameson
agrega que cada texto puede leerse como escritura de un subtexto ideológico o
histórico previo y como un diálogo de antagonismos sociales. ¿Pero qué les
impuso a una parte de ellos la faena periodística regular? Si no fueron capaces
de ver que dicha faena les deparaba estructuras de mensaje literario e
instrumentos de especialización distintos (como la crónica), pero por
especialización de la escritura o por profesionalización (entendiendo por profesionalización a la
retribución económica adecuada), o por lo que sea, lo hicieron y el aporte
modernista fue central para la prosa moderna y para la redefinición cultural de
hispanoamericana (Rotker, 2005), y lo continuaron tantos, y entre ellos:
Perlongher y después Lemebel.
No es un detalle que los modernistas vieran ligado al cambio
social la pretensión de renovar lingüística y sintácticamente el castellano,
José Martí hizo explícito en su poética su antiacademicismo, continuaría en
Perlongher, también en Lemebel; y Rotker nos recuerda que el propio Rubén Darío
fue quien afirmó en Dilucidaciones
(El canto errante) que el “clisé verbal” “encierra el clisé mental, y juntos
perpetuan la anquilosis, la inmovilidad” (2005:86), continuaría en Perlongher.
El periodismo -casi a
pesar de ellos mismos-, por las exigencias del medio lo sacaron del
torremarfilismo con la obligación de referir y pensar el acontecer cotidiano, a
través de la crónica, en la frontera entre lo cotidiano y lo irreal,
aportándole su imaginación incitada, con la dosis de poesía, de humor (ironía,
burla) y de filosofía (estudios culturales) que era necesaria (Rotker, 2005), continuaría
en Perlongher.
Si como material periodístico las crónicas debían presentar un
alto grado de referencialidad y actualidad (la noticia) como material literario
han logrado sobrevivir en la historia una vez que los hechos narrados y su
cercanía perdieron toda significación inmediata, para revelar el valor textual
en toda su autonomía, como “raras joyas de duración intensa” (Perlongher, 2013:27), continuaría en
Perlongher.
Para Roland Barthes (2007) la verdadera literatura tiene que ir
acompañada de un índice de originalidad, de lo opuesto al clisé, como nueva
forma de decir. Pero lo que importa no son las quejas modernistas, sino la
realidad del nuevo modo de decir de sus crónicas, la concreta posición que
ocuparon en su época. No se ha de decir lo raro, sino el instante raro, la
emoción noble y graciosa. El nuevo modo de decir ya no era solo un problema de
estilo. La crónica aportaría no sólo una práctica de escritura a los
modernistas, sino una conciencia concreta de su instrumento y nuevas formas de
percepción. Porque sin querer queriendo terminó cambiando incluso la concepción
de que temas podrían ser poetizables y cronicables y cuáles no: el hecho
concreto, lo prosaico, la vida diaria, el instante, todo es capaz de
convertirse en poesía (o crónica), pasado a través “del alma” del poeta (o
cronista). Pero lo milagroso es que estas criaturas verbales, hechas para vivir
una noche o una mañana, estén todavía vivas y como acabadas de salir de sus
labios (Rotker, 2005). Como “Reinas de otro cielo”
(Blanco / Gelpí, 2004), que su tinta indeleble no se borre en su frescura
inmarchitable. Así la humilde “crónica” se convirtió en sus manos en un
extraordinario vehículo artístico. Aunque Martí no fue el único escritor que
convirtió la crónica en algo más que en un urgente trozo de periodismo, continuaría
en Perlongher y Lemebel; pero fue, sin duda, uno de los mejores artífices, si
lo que importan son los usos.
La crónica
modernista, influencias, siguen las continuidades (y subieron la voz Martí y
Lemebel)
Y siguiendo los planteos de Susana Rotker (2005) podemos decir,
entonces, que la crónica modernista se distancia en parte de la “externidad” de
las descripciones, defendiendo el yo del sujeto literario y el derecho a la
subjetividad. La crónica como género entre lo factual y lo estético, como si lo
estético y lo literario solo pudieran eludir a lo emocional e imaginario. Lo
que sí era y es un requisito de la crónica es su alta referencialidad –aunque
esté expresada por un sujeto literario por un lado- y por la temporalidad
(actualidad) por otro, como si fueran siempre metonímicas al acontecimiento.
¿Pero qué es lo que hace que estos textos informativos, noticiosos, se
conviertan en “obras de arte”. Y la respuesta a esta pregunta está en la
voluntad de escritura. La definición del género crónica como lugar de encuentro
del discurso literario y el periodístico, es tan central como los aportes a la
renovación de la prosa hispanoamericana que hicieron los modernistas desde la
prensa escrita.
Vista así, la hibridez de la crónica no es peyorativa, sino la
expresión más ajustada a una concepción poética. Como bien lo ha enunciado
Medvedev / Bajtín (1978): “el género es la expresión total y no solo un aspecto
más, porque condiciona el acabamiento temático (relato policial, ensayo
científico, sección de chismes), el cronotopo o complejo espacio/temporal, los
ejes semánticos (como muerte y sexo), la orientación externa (condicionamientos
de percepción y realización del género) e interna (zonas de lo real que solo
interesan al género)”.
Que la crónica modernista era un género en sí para los lectores
de la época, distinto del periodismo puro, podría fácilmente demostrarse
leyendo las marcas textuales que en la teoría de la recepción Jauss ha llamado
“horizonte de la expectativa del lector” y Rotker, “pacto de lectura”
(2005:225). Porque lo que nos interesa es sintetizar la crónica como un lugar
de encuentro de dos discursos, teniendo en cuenta la más contemporánea frase de
Richard Ohman: “el género no es políticamente neutral” (1980:243) y por lo
tanto, la elección de la crónica como escritura está lejos del torremarfilismo
y del aislamiento, y sienta posición al respecto. Y no es (casualmente) José
Martí el que encuentra un modo de describirse como cronista, aunque al hacerlo
sus palabras se hayan referido a Emerson: “Toda su prosa es verso. Y su verso
es prosa, son como ecos. El veía detrás de sí al Espíritu creador que a través
de él hablaba a la naturaleza. El se veía como pupila transparente que lo veía
todo, lo reflejaba todo, y sólo era pupila. “Parece lo que escribe trozos de
luz quebrada que daban en él” (Martí, 1991:69), continúa en Lemebel.
El Prólogo de José Martí al “Poema del Niágara” por Juan Antonio
Pérez Bonalde: apunta a definir un sistema de representación propio que exprese
la modernidad del hombre americano (latinoamericano,
en Perlongher y Lemebel): un sistema capaz de aprehender con autenticidad
el presente. No se trata ya del intento de conformar un ser nacional (aunque sea regional, local, barrial, de
género, en Perlongher y Lemebel) a través de la literatura, sino de dar
cuenta de la crisis y la esperanza finisecular, de redescubrir en el lenguaje y
la experiencia cotidiana la nueva relación entre los hombres, la naturaleza y
el interior de cada cual. Por lo que sigue y se justifica “el diario es el
signo de los tiempos modernos: a una época de tal movilidad, le corresponde una
escritura semejante” (Rotker, 2005:142). “Las pequeñas obras fúlgidas” de José
Martí, por lo pronto, fueron poemas y a la vez fueron crónicas (fueron sin el
¿qué?), en la práctica, el nuevo modo
de escribir en prosa en Hispanoamérica, un modo por fin independiente -en asunto y forma- de los moldes heredados
de España y Europa en general (Rotker, 2005).
En los textos periodísticos modernistas se encuentran características
de otras literaturas; por cierto, en un sincronismo tan peculiar que revela un
lenguaje y una sensibilidad distintos. Hay en el estilo de Martí, huellas de la
poesía francesa e inglesa, de la filosofía alemana y norteamericana, del
conceptismo renacentista, de la pintura y la escultura del Occidente
finisecular, de los diarios de Nueva York y de la retórica clásica; hay de
Whitman, de Gracián o de Emerson y no es, en verdad, más que el mismo
(Portuondo, 1982).
Hay
en el estilo de Perlongher, pisadas de
la literatura barroca / neobarroca / neobarrosa rioplatense, de la sociología,
de la antropología y de la “justicia social”, del anarquismo, de la liberación
homosexual, de la prostitución masculina en San Pablo (y Buenos Aires) y del
sida, del tango, de la cuestión de la identidad, del deseo deleuzano, de la
religión de Santo Daimé, de la
marginalidad, de las drogas como ritual, de los diarios y las revistas
argentinas y de la metonimia, hay de Foucault, de Lezama Lima, de Góngora, de
Osvaldo Lamborghini, de Martínez de Estrada, de Artaud, de Deleuze y Guattari,
de Kafka y no es, en verdad, más que el mismo. Los
modernistas buscaron la verdad en la analogía entre su interior, la vida social
y la naturaleza. La ficcionalización de las crónicas modernistas partió de esta
noción de la verdad y no solo de la vocación por diferenciar la literatura del
periodismo. Los procedimientos como la poetización de lo real forman parte de
la “literalidad” y de la condición de “devenir poesía” de las crónicas
modernistas.
La nueva poética del devenir produjo también un género literario
nuevo, entendiendo por género un método de conceptualización de la realidad, de
composición y orientación externa e interna, que en este caso oscila entre el
discurso literario y el periodístico conformando un espacio propio. Estos
textos son, en tanto periodismo, un discurso representativo dependiente de la
dimensión temporal –como la historia, las biografías-, y extraen de su cualidad
literaria recursos como la ficcionalización, la analogía y el simbolismo. Estos
recursos crean un espacio distinto del referencial: sus proposiciones –como en
la poesía lírica- no son lógicas ni temporales, sino de semejanza o
desemejanza. La mezcla entre la representación referencial y la creación de un
orden que solo existe en el espacio del texto mismo es notable en las crónicas
martinianas (Rotker, 2005:173).
Las crónicas de indudable valor referencial, tienen a la vez un
efecto centrípeto y centrífugo, sus signos lingüísticos operan como
denominación y contexto (significación) están al servicio del texto y a la vez
pierden transparencia para tener peso específico e independiente, como ocurre
en la poesía. La dualidad, la oscilación entre géneros y esferas, es
característica de esta nueva escritura que no es ni poesía ni periodismo en su
forma convencional, un producto en elaboración y crisis, que en la mayoría de
los casos fue más una transición que un logro del todo acabado o equilibrado.
Pero, en su medio camino entre una cosa y otra, se constituye en un género
literario con derecho propio.
La condición de crónica modernista implica en tanto una postura
ambigua aunque en general crítica hacia el poder institucional y la burguesía,
una forma de renarración casi cotidiana de un orden real, un estilo que mezcla
recursos estilísticos para lograr la expresión de cada idea en imágenes, que
cuida la forma y pesa las palabras (en la repetición) incorporando para ello,
regionalismos, localismos, modismos y simbolismo. Así fue como Emerson llegó a
la síntesis, Martí, al barroco. Perlongher, al neobarroco y Lemebel, recibe esa
herencia.
Martí se vuelca (suavemente) en una prosa fluorescente que a
veces parece sobreabundante, hiperbólica: hay que leerla con detenimiento para
darse cuenta de que nunca infla, de que no hay frases vacuas, de que las
ampliaciones suelen ser una forma de precisar y de que la ruptura de la sintaxis
rompe mecanicidades de lectura y, por ende, de percepción. Además su
barroquismo es natural; no hay en sus líneas lugar para la escritura enjoyada,
porque como decía en Versos libres:
“mis versos son revueltos y encendidos / como mi corazón” (Martí, 2004:93).
Lemebel hace lo propio y acaso fuerza al barroco y avisa en el
prólogo a modo de sinopsis de “Serenta cafiola”
que “podría escribir sin tantos
recovecos, sin tanto remolino inútil”, y sigue “las vocales me cantan en vez de
educar” (2008:11). Pero decide no hacerlo y su estilo se entrevera por lo
entrevesado con metáforas tan visuales que podría (hasta) despreciarlas Martí (por pasarse de barrocas). Aprender a
ver con sus propios ojos era la consigna.
Los modernistas creyentes en el orden y el progreso,
racionalizaron de un modo convincente ofreciéndole al Otro ese proyecto de
progreso, que se volvió “rumbo trunco” (Perlongher, 2013:7) Por eso en las
crónicas de Martí, la gravitación del dato referencial concreto no es esencial.
En la estrategia textual de Martí, también en Lemebel, el referente es apenas
un pretexto. El eje en ambos es el mismo y se constituye desde un “nosotros”
que habla de progreso, pero de un progreso que se volvió trunco. En la segunda parte del Capítulo 2 veremos en
detalle cómo se conforma el “nosotros” en contraposición con un “ellos” que
propone Lemebel a través de sus crónicas. Martí escritor-mediador-al menos para
justificarse (¿A la manera borgeana?), Perlongher escritor-mediador- para
liberarse, pero lo vive con culpa, insatisfecho, en busca de un deseo que huye,
cambiante, inalcanzable. Lemebel escritor-mediador- para reírse del mismo, para
llorar por amor, para mentir que lo quieren, para hacer justicia. Porque por lo
visto no era tan fácil racionalizar a América Latina con los moldes
extranjeros, como veremos cuando analicemos la crónica de Lemebel “El proyecto
nombres (Un mapa sentimental)”.
Martí advirtió que había llegado el momento de que el continente
mestizo, sincrético, acrisolado, empezara a fluir con su propia voz: una voz
cuya identidad se alimentaba naturalmente de la apropiación de las culturas, de
los pasados, y que se legitimaba –como el mestizaje- al pasar esos lenguajes
por el tamiz de la propia experiencia, de la propia historia y de la naturaleza
originaria, aunque sea errando. Y esa realidad fugaz, en constante proceso de
elaboración sólo podía captarse con un lenguaje que tuviera su mismo ritmo, su
misma fugacidad, mutabilidad, inmediatez, y que al mismo tiempo expresara la
potencia de los cambios con una poética igualmente inventiva, en tensión, en
estado de búsqueda, continuamente insatisfecha de sí misma. Ese lenguaje
encontró su nueva épica en la crónica periodística, y la convirtió, como las
viejas sagas, en un campo de batalla y creación literaria sembrado de victorias
y derrotas.
De Perlongher a
Lemebel (intimidades de la lengua)
“Y creí
como una tonta, como una perra lacia me dejé embaucar por alegorías barrocas y
palabreríos que sonaban tan relindos” (en el prólogo de “Serenata cafiola”, Lemebel, 2008:13). Porque no se puede escribir
sobre el cuerpo y el neo barroso por estos lares, derivado adulterado del neo
barroco, y éste del barroco, sin dialogar con Perlongher, aunque Lemebel sea
uno de los grandes continuadores de su obra y deudor moroso de su línea
argumental, de sus complejidades políticas, de su lenguaje completo y complejo
y rico en fisuras, no solo por su escritura entrevesada y por la temática
homosexual de sus escritos (provocativa en un país tan conservador como Chile),
sino por su forma de intervenir en el cuerpo literario.
Para Susana Inés Souilla (2009) tanto Néstor
Perlongher como Pedro Lemebel son “escritores que se resisten a ser ubicados en
taxonomías, pese a que ambos se presentan (o los presentan) bajo el rótulo de
“neobarrocos”. Tienen en común una militancia política, social y homosexual,
pero sobre todo, y sin dejar de tener en cuenta las evidentes diferencias entre
ambos, una singular relación con el lenguaje en sus textos en prosa, que se
desborda de todo discurso previsible, desestabiliza, a partir de un modo
poético en el sentido de la poiesis,
de invención de un decir que, si bien reconoce sus raíces en la crónica –y
cuyas fuentes en la tradición modernista hispanoamericana, [como ya hemos
dejado en claro], son insoslayables y con ésta en la poesía propiamente dicha-
constituye, al mismo tiempo, una particular discursividad.
En esta segunda parte del Capítulo 1 nos
acercaremos a algunos textos de Prosa plebeya
de Perlongher (2013) y de Loco afán.
Crónicas del Sidario, de Lemebel (1996), con algunos aportes de Serenta cafiola, de Lemebel (2008) y de Poemas completos, de Perlongher (2012),
con el propósito de seleccionar algunos escritos de sus obras para
relacionarlos y hacerlos dialogar entre sí.
Pero si en la mudanza es donde se pierden las
cosas, entonces, de los modernistas a Perlongher en el traslado se perdió parte
del modernismo y con él aquella ilusión de progreso, de logros, de imaginario
nacional importado-extranjero, de pretensión de pensamiento único que cada
tanto vuelve con el neoliberalismo y la globalización, pero nos quedó al menos
la intención de belleza, su estética, como “pájaros que flotan en el aire del
deseo” (Perlongher, 2013) y los nidos con sus crías para cuidar la polifonía y
el no tener porque haber estado ahí, en el lugar de los hechos para contarlo
(Rotker, 2005) ni contarlo necesariamente como fue o pasó, la
desterritorialización de la lengua,
la articulación de lo individual en lo inmediato político, el dispositivo colectivo
de la enunciación, el devenir, el punto de vista, el
estilo, “la construcción del in situ”, la primera persona y el barroco.
Buscaremos, eso sí, qué puentes hay que pasar
para conectar los autores, cuál es el mapa del rizoma –libro-raíz-(Deleuze / Guattari,
1977) y cómo comienza a modificarse el territorio con el aporte que Lemebel le
hace al género.
¿Cómo entrar en la obra de Lemebel sin pasar por
Perlongher? ¿Y cómo entrar en las estrategias de la crónica si no es
mezclándolas en sus fronteras corridas, revolviendo géneros en algún baldío?
El
“barroco-neobarroco-neobarroso” (y el tema de la desterritorialización de la
lengua, del estilo, el no tener porqué haber estado ahí para narrar un hecho ni
contarlo tal cual fue, algo del devenir, a lo que sumamos la escritura “queer”
y empieza la polifonía
“Invasión
de pliegues, orlas iridiscentes o drapeados magníficos, el neobarroco cunde en
las letras latinoamericanas; la “lepra creadora” lezamesca mina o corroe -minoritaria más eficazmente- los estilos
oficiales del bien decir”, escribía Perlongher (2013:199), en su artículo sobre
el neobarroco “Caribe Transplatino”. El neobarroco o “nuevo barroco”, que para
Severo Sarduy (1982) no puede ser sino latinoamericano, es un movimiento
“furioso e impugnador” que se diferencia de aquel barroco fundador del siglo
XVII porque no apunta a ningún concepto de índole didáctica, no pretende
enseñar cuán vano es todo lo que brilla, sino “desarrollar ante la mirada, cómo
se despliega y se repliega sobre sí mismo el cuerpo asimilado a una superficie
pura, sin espesor, la apariencia de la figura humana y su irrisión” (1982:79).
El manierismo sería un arte maniático de una demencia incontenible que en su
simulación es análoga al travestismo por la desmesura de los afeites que no
imita a la mujer sino que va más allá de ella, que enarbola lo femenino por
sobre la división hombre-mujer, femenino que analizaremos en la primera y segunda parte del Capítulo 2,
al que Perlongher, primero, y Lemebel después, le dan manierismo a la escritura
en su “devenir mujer”, sobrepasa el límite, más allá del camuflaje y de la
parodia en una actitud de torsión que no cesa. Porque el neobarroco es “materia
fonética en expansión accidentada (…) Una expansión irregular cuyo principio se
ha perdido y cuya ley es informulable” (Moure, 2005:132).
Moure se basa en Sarduy para aludir a los rasgos
neobarrocos de Perlongher cuya marca es la desterritorialización como deseo
desplazado en el tiempo que lo levanta en vez de hundirlo, como proceso y no
como forma, que no tiene centro y justamente esa huída que produce se realiza
en el mismo lugar (Deleuze / Guattari, 1977), y el devenir como captura, como
posesión, como plusvalía, nunca una reproducción o una imitación, se deviene en
algo gracias a la voz, al sonido, a un estilo (Deleuze / Guattari, 1975).
¿Pero de dónde procede esta disposición
excéntrica del barroco europeo y también, hispanoamericano? Se trata de esa
desterritorialización fabulosa. Lezama Lima decía que no precisaba salir de su
casa para “revivir la corte de Luis XV” o el mismo Martí que no necesitaba
haber estado en Charleston para contar el terremoto y le bastó sobrescribir
sobre recortes de diarios. Porque,
como ya dijimos, no hace falta estar en el lugar de los hechos para narrar lo
que pasó, ni siquiera hay que contarlos tal cual fueron, pero sin perder la
capacidad referencial.
Poética de la desterritorialización que se
efectúa por decuplicación metafórica que como en Góngora se remetaforiza, para
que el barroco siempre choque y corra el límite preconcebido y sujetante. Al desujetar, desubjetiva. No es un texto
del yo, sino del mí, o mejor dicho
del “a mí” como veremos hacia el final del ensayo.
Paseo esquizo del señor barroco, nomadismo en la
fijeza. Son los viajes más espléndidos, cierta disposición al disparate, un
deseo por lo rebuscado, por lo extravagante, un gusto por el enmarañamiento que
suena kitsch o detestable para las
pasarelas de las modas clásicas, no es un error o un desvío sino que parece
algo constitutivo, en filigrana, de cierta intervención textual que afecta
texturas latinoamericanas; texturas porque el barroco teje, más que un texto
significante, un entretejido de alusiones y contradicciones rizomáticas, que
transforman la lengua en texturas, “sábana bordada que reposa en la
materialidad de su peso”.
Porque digamos que con Perlongher el barroco se
“monta” sobre los estilos anteriores por una especie de “inflación de
significantes”: un dispositivo de proliferación. Se trata –escribe Sarduy- de
“obtener el significante de un sentido dado pero no reemplazándolo por otro,
sino por una cadena de significantes que progresa metonímicamente y que termina
circunscribiendo el significante ausente, trazando una órbita alrededor de
él…Saturación, en fin, del lenguaje “comunicativo”. El lenguaje “abandona” o
relega su función de comunicación para desplegarse como pura superficie, espesa
e irisada, que “brilla en sí”: “literatura del lenguaje” que traiciona la
función puramente instrumental, utilitaria de la lengua para regodearse en los
meandros de los juegos de sones y sonidos, “función poética” plena, erótica,
elíptica. Es el mismo Sarduy, quien lanza en circulación, en un artículo de
1982, el término neobarroco: como disipación, superabundancia del exceso,
“nódulo geológico, construcción móvil y fangosa, de barro…”.
Hablemos, entonces, de neobarroco y neobarroso.
¿Por qué neobarroso?
Estas torsiones de jade en el jadeo sonarían
rebuscadas y fútiles (brillo, hueco que tan solo empaña la intranscendencia
superficial) en los salones de letras rioplatenses desconfiadas de todo. Así, a
diferencia del barroco del Siglo de Oro –que describe audaces piruetas sobre
una base clásica- el barroco contemporáneo carece de un suelo literario
homogéneo donde montar el entretejido de sus minas. Por lo qué, en su expresión
rioplatense, la poética neobarroca enfrenta una tradición literaria hostil,
anclada en la pretensión de un realismo de profundidad que suele acabar
chapoteando en las aguas lodosas del río. De ahí el apelativo paródico de
neobarroso para denominar esta nueva emergencia barroca[1].
La línea “barroco-neobarroco-barroso” que
establece Perlongher forma, para Moure, un rizoma en el cual el neobarroco es
una línea móvil sin principio ni final, que comparte con el barroco la
tendencia al pliegue como en Mallarmé según Deleuze, a cierto manierismo que
deriva en fuga como expresión de una mirada crítica que deconstruye lo dado. Y
esto es posible, porque el barroco para González Echavarría (1976) es un arte
furiosamente, escandalosamente dirá Perlongher derivado del propio
Occidente, anti-occidental, listo a
aliarse, a entrar en mixturas “bastardas” con culturas no occidentales, sin
embargo cierto flujo barroco quedaría en el interior de las lenguas dejándole
un sabor esquizo, salado, en la lengua de Lemebel. Porque para Souilla:
El “neobarroso” de
Perlongher, se constituiría así, en este rizoma, en un gesto que se resiste a
los gritos a las definiciones taxativas. Frente a las connotaciones
esplendentes de lo barroco, lo neobarroso apuntaría a aquello que se deshace
más de lo que brilla, o que se deshace en su mismo brillar, a lo blando, a lo
informe que puede, de un modo proteico, ser diferente y lo mismo, sin fraguar,
y también, por qué no, lo tradicionalmente concebido como lo rastrero y lo
popular (2009:2) -continúa el
significante: plebeyo, bastardo-.
Tanto en la
poesía como en la prosa perlongherianas conviven, como ya vimos, el
brillo y el barro, Góngora y el tango o el dicho callejero. Y en Lemebel, los
visones y los armiños (en referencia a la crónica “La noche de los visones” de Loco afán, 1996) conviven con las
lentejuelas, con pinturas y coqueterías baratas, con los tacos torcidos de las
locas que patinan en el barro o en un ataúd que chorrea las hinchazones del
cadáver de una loca muerta de sida, que intentaba emular a Madonna (en
referencia a la crónica “La muerte de Madonna” de Loco afán, 1996).
Tanto la poesía y la prosa de Perlongher, como
las crónicas de Lemebel, exhiben plegamientos del lenguaje –en el sentido
deleuziano- pero no a la manera de un adorno ocioso sino como la respiración de
las fuerzas del sentido:
El poeta-cronista
habla en la mezcla, los cruces, pliegues y desdoblamientos de las tablas, tanto
las que vienen sonando desde hace tiempo como las que siguen sonando cerca,
tanto las que han sido clasificadas como “cultas”, como las consideradas
“populares” (plebeyas). En las crónicas [o ensayos] de Perlongher, este
barroquismo –que el autor ha llamado “neobarroso”- es muy insistente en el uso
de las citas que incluyen en forma envolvente otras citas de diferente
procedencia, en un juego que no les deja lugar a los bordes sentimentales ni
nostálgicos y que se mantiene siempre en un tono de claves (de lectura) más
cerebrales. Cada una de sus crónicas es un texto que argumenta, pero no
oponiendo una idea a otra en un juego binario o dialéctico, sino jugando con
los matices más inesperados en crescendos de intensidades que delatan una
obsesión. Los movimientos en capas de cebolla, espiralados o helicoidales obran
en Lemebel más en el plano de los contenidos que a modo de iridiscencias de la
superficie. Si en Perlongher tenemos un concepto que es trabajado a través de
movimientos lingüísticos barroquizantes (Souilla, 2009:4).
Así, Lemebel describe las reverberaciones de lo
prohibido en lo permitido exactamente en momento en que los absolutos se
desintegran:
La ciudad, si no
existe, la inventa el bambolear homosexuado que en el flirteo del amor erecto
amapola su vicio. El plano de la city
puede ser su página, su bitácora ardiente que en el callejear acezante se hace
texto, testimonio documental, apunte iletrado que el tráfago consume (1996:87).
Pero igual de metonímica y envuelta en adjetivos,
Lemebel va haciendo viajar una modesta anécdota desde lo fortuito y casual, a
sus connotaciones políticas y sociales para derivar en lo personal y también en
lo melancólico, en un movimiento helicoidal que va de los brillos exteriores y
a veces risueños, a lo más profundo, nostálgico en donde muy frecuentemente
asoma el eco biográfico-personal que no trasciende los brillos iniciales, sino
que los resemantiza de un modo complejo, llevándolos al sitio o sitial de
símbolos, como lo explica Souilla:
Los visones de su
crónica de “La noche de los visones” de Loco
afán (1996) no son -como habrían sido en el barroco- una vanidosa
superficie, un sueño que sólo albergaba desencanto sino el gesto de devenir
mujer, puesto que siempre se trata de evocaciones. Un mismo evento es recordado
con la lente del sarcasmo, la burla feroz o la burla tierna, yendo desde la
risa y el tratamiento aparentemente pintoresco y kitsch a lo afectivo e íntimo, en un juego sutil que va
involucrando al lector a través de una persuasión seductora. El movimiento
envolvente no consiste, como en Perlongher, en la proliferación de citas que se
pliegan y repliegan unas sobre otras y que van reforzando un argumento inicial
sino en un movimiento que envuelve afectivamente a la voz que narra y al lector
(2009:5), -haciendo a la lengua algo
íntimo y sensual-.
Moure en su intento de aproximación a lo
neobarroco-barroso, y sobre todo en referencia a la poesía de Perlongher, niega
toda identificación con un movimiento de ruptura, de operación típica,
pragmática o metódica, y si bien admite que se trata de una escritura marcada
por una poética anterior, su marca no sería ya el desencanto o el absurdo de la
vida sino lo inasible, la “desustancialización de las certezas: su sentido no
está velado sino perdido” (2005:145). Y como bien lo subraya Souilla (2009), este
rasgo también está presente en varias de las crónicas/ensayos de Perlongher, en
donde predomina el gesto itinerante del rizoma, la mezcla con otras formas
discursivas, la argumentación documentada que se fuga en disparate muchas veces
con el fin de mostrar cuán extraña es la cultura clasificatoria, gesto que le
cuadra tanto al género en tanto parámetro de escritura como al género referido
a la sexualidad. Y sigue:
Un manierismo que
sin ser contemplativo –lo cual implicaría un puesto fijo de observador, un ojo
inamovible y moderno-, sobrevuela sin asir. Si la actitud contemplativa es lejana
a Perlongher, lo es más respecto de Lemebel, quien bucea en recuerdos.
Rizomáticas e itinerantes ambas, las escrituras de Lemebel y Perlongher son no
contemplativas y no modernas de distinto modo. En este sentido ambas escrituras
son queer [2]
no solamente por su mirada sobre la homosexualidad sino por su resistencia a
todo lo que es definición de esencias (2009:5-6).
Adrián Cangi, en cambio, se detiene en la
imprecisión, lo neutro y la aceptación de la impureza como rasgos primordiales
de la escritura de Perlongher: “Perlongher acepta como axioma que el ser puede
expresarse de manera infinita y prueba vitalmente esta afirmación creando para
sí una metamorfosis del pensamiento y la expresión en el tiempo de la
experiencia” (2004:11).
Los temas, su tratamiento
(y el tema del deseo más que de la identidad y del devenir)
“Saliste Sola / Con el fresquito de la Noche /
Cuando te Sorprendieron los Relámpagos / No llevaste un Saquito / Y / Hay
Cadáveres” (Perlongher, 2012:88-89). Y Perlongher los conoce bien, al igual que
Lemebel. Sus ensayos-crónicas,
entonces, escritos bajo el signo de la amenaza se fueron transformando primero
en la Argentina y más tarde en Brasil en el campamento precario de los seres de
pensamiento atípico. No tantos son (o fueron) los temas abarcados por
Perlongher, pero casi todos coinciden con Lemebel: los mecanismos de
representación y (represión) estatales sobre los cuerpos, la violencia sexual y
la prostitución, pero en todos ellos irrumpen la pasión, la opinión intranquilizadora
y el riesgo: la escritura neo barroca y su genealogía y afluentes: la política
del deseo que subordina ante todo la investigación al avatar del encuentro. La
puesta en escena del propio cuerpo en la calle. La calle como lugar de
tránsito, de encuentro.
Cuentan que una vez, en medio de una charla de
militantes de izquierda, alguien quiso ser sarcástico en su comentario respecto
a un chico de apariencia equívoca: “¿pero, ese es un hombre, una mujer o qué? Parece
que Perlongher se le anticipó y respondió por él: “Es qué”. En ese “no sabe
qué” está contenido el relieve amorfo y mutante de esa bestia negra que ha sido
objeto de las periódicas campañas de moralización que los estados (en este caso
argentino, pero puede ser brasilero o chileno) descargan sobre la población
(Perlongher, 2013:9). Parece que Lemebel continuó en esa línea, diciendo algo
parecido en su “Manifiesto (Hablo por mi diferencia)” publicado en Loco afán:
Mi hombría me la
enseñó la noche / (…) Mi hombría no la recibí del partido. Porque me echaron
con risitas. Muchas veces. Mi hombría la aprendí participando. En la dura de
esos años. Y se rieron de mi voz amariconada. Gritando: Y va a caer, y va a
caer” (1996:96).
Justo hoy que salí sola con el fresquito de la
noche. Destino común, desencuentro, incomprensión, ornitorrinco tal vez. Arenga
en un uno, manifiesto en el otro y pedido colectivo en ambos cuando en “El sexo
de las locas” de Prosa plebeya, Perlongher
aclara:
No queremos que nos
persigan, ni que nos prendan, ni que nos discriminen, ni que nos maten, ni que
nos curen, ni que nos analicen, ni que nos expliquen, ni que nos toleren, ni
que nos comprendan, lo que queremos es que nos deseen (2013:42).
Cuando en el final del texto de Lemebel en el
que habla por su diferencia (o mejor dicho, por todas las diferencias) esboza
un deseo: “Hay tantos niños que van a nacer. Con una alita rota. Y yo quiero
que vuelvan compañero. Que su revolución [hablándole a la izquierda marxista].
Les dé un pedazo de cielo rojo. Para que puedan volar” (1996:97). Lo cierto es
que el tema de la identidad es una cuestión de peso a lo largo de la vida y de
la obra de Perlongher (y por lo visto de Lemebel también) que con el tiempo por
la vigencia aún de algunos temas (todavía irresueltos) a sus textos debería
prestárseles mayor atención.
El deseo era para Perlongher “un cruzado (o un
trazado) que vulnera las fronteras de la forma” (2013:10), porque parte de la
premisa que el deseo no asume una figura sólida, homo o heterosexual, sino que
se impulsa como fuerza que hace estallar las clasificaciones. Pero un deseo
entendido no como deseo psicoanalítico (como carencia) sino como deseo
deleuziano (como producción, exceso, desborde, y también el deseo que impone la
sumisión, la propaga, el deseo que juzga y que condena). “Por lo que no se
puede hurgar en zonas erógenas sin sufrir las consecuencias” (2013:11), “no hay
un viaje abstracto en teoría sino una vivencia que afecta al viajero en un
trayecto que es tan literario como personal” (2013:13).
¿Por qué una crónica será leída como un texto
que trata sobre acontecimientos reales tramados con recursos propios de la
ficción sin que esos recursos se deslicen al referente y éste sea leído (luego)
como ficcional? Porque no pensar que también pueden ser un poco ficción. Y en esa
misma lógica, porque no pensar cuan afectado quedó el viajero con el viaje,
(como veremos más adelante en la segunda
parte del Capítulo 2). Proponiendo a la discusión pública temas que en los
primeros años de la década de 1980 eran considerados novedosos: territorios-desterritorios
marginales, nomadismo, subjetividad, deseo. La producción deseante del
neobarroco rioplatense (que en este ensayo lo extendemos a Chile), no solo como
poética sino como pensamiento del sur, ontología desprolija, incómoda, desordenada
que encaja y escalla en esta acumulación blanda, sucia, culta y coloquial, en
esa mixtura bastarda del negro, del indio, del gaucho, del mestizo, del
español, del italiano, del marginal, de la loca, del puto. La obra de
Perlongher fue un largo ensayo sobre el deseo, enérgico mas no violento,
amoroso aunque ese amor en Lebemel fuera mentido (tantas veces imaginado) y en
Perlongher deseado.
Podemos ver ciertos
tratamientos de estos temas, siguiendo el análisis de Souilla (2009) de la
primera crónica de Prosa plebeya, “Nena, llevate un saquito” (2013:33-35)
y de la segunda, “El sexo de las locas” (2013:36-42) de Perlongher y la primera
de Loco afán “La noche de los visones (o la última fiesta de la Unidad Popular)” de Lemebel (1996:11-23) y
veremos que tienen en común la crítica al control del Estado dictatorial sobre
los cuerpos y también la alusión recurrente a lo que los recubre y descubre,
las ropas y ropajes, los trapos y las pieles, el mezquino “saquito” que debe
preservar el “decoro”, cubrir y disimular el deseo, moralizar, uniformar la
diferencia, que ambos se esforzaron por marcar y hablar por ella como ya vimos
más arriba, y los visones de Lemebel que ponen en escena la solidaridad entre
las locas, pero también la competencia femenina por el brillo, y la conmovedora
necesidad de sobrevivir anímicamente al sida, arropando, enmascarando,
disimulando y mintiendo, pero al mismo tiempo defendiendo como identidad más
plena, un desesperado glamour sobre
los estragos de una enfermedad que se yergue como metáfora de la dictadura.
Los textos devienen
polifónicos en un incesante torbellino que muestra y al mismo tiempo
deconstruye el modo represor y clasificatorio de la cultura que aflora en el
lenguaje, pero que, sin embargo, no puede evitar que asome el deseo. Todas
estas voces, algunas en su sentido literal, otras tergiversadas o tomadas
irónicamente, son como mojones diversos de una cultura a los cuales tanto
Perlongher como Lemebel le oponen la alternativa deseante, el “devenir mujer”,
el desear como un gesto denegatorio de las clasificaciones y estigmatizaciones.
Y ese “devenir mujer” lo toma de Guattari,
coautor del Anti Edipo (1985), y es
el que abre, como ya vimos en la Introducción,
las otras puertas a todos los demás devenires. Siguiéndolo, podemos pensar las
homo o la heterosexualidad, no como identidades, sino como devenires. Como
mutaciones, como estados que nos atraviesan. Devenir mujer, devenir loca,
devenir travesti, pero también, devenir cronista, devenir Perlongher, devenir
Lemebel. Para que los devenires minoritarios borren las diferencias. Porque
devenir animal no es ser animal. Porque esos devenires moleculares,
minoritarios, “todos los devenires comienzan y pasan por el devenir mujer” ¿Por
qué? Porque las mujeres –únicos depositarios autorizados para devenir cuerpo
sexuado, como una posición minoritaria con relación al paradigma del hombre
mayoritario –machista, blanco, heterosexual, cuerdo, padre de familia,
habitantes de las ciudades, literatura mayor, clase alta, Estado, poder,
dictadura, para que el sida (ni los
edictos) ordenen los cuerpos y las crónicas ya no sean del sidario por su loco
afán, para que desaparezca la homosexualidad y la heterosexualidad y las identidades
y ya no sea necesario tanto barroco.
La primera persona
y el dispositivo colectivo de la enunciación
(y la articulación de lo individual a lo inmediato político y el punto
de vista y la “construcción del insitu” y para concluir)
El
empleo de la primera persona del plural que en Perlongher alude a un colectivo
en el que él se incluye tiene un contenido más concreto y biográfico en las
crónicas de Lemebel en “El último beso de Loba Lamar (crespones de seda en mi
despedida, por favor” también de Loco afán:
A la Lobita
nunca la vimos triste, pero igual una nube turbia le entró en el mate. Por eso
guardó el examen y respiró hondo hasta consumir el aire viciado de la pieza. Se
tragó de un suspiro todo el mal olor hasta alterar la gravedad de la noticia.
(…) Para nosotras, las que compartíamos la pieza, la Loba tenía pacto con
Satanás. ¿Cómo va a durar tanto? La Lobita, después del examen, nunca quiso que
la lleváramos al doctor. Son parientes de los sepultureros, decía (1996:47-48).
Si
las bases textuales de Perlongher son más argumentativas, las de Lemebel son
descriptivas y narrativas. En “La noche de los visones (o la última fiesta de
la Unidad Popular)” el autor chileno evoca los últimos momentos del socialismo
chileno a partir de las muertes por sida de tres locas en un crescendo que va
de la mezquindad de la loca rica a la generosidad de la loca proletaria. La
historia arranca con la ruptura de dos colizas
que anticipan la fractura social que Chile va a atravesar con la llegada de
la dictadura de Pinochet. A lo largo del texto la circularidad neobarroca se da
no solo a partir de la mención del visón al principio y al final sino sobre
todo con la repetición anafórica “No es buena la foto”, que aparece tres veces
con ecos de “la última cena” y la fusión de contrarios que pintan claroscuros:
celebración de la vida/muerte, goce/dolor, generosidad/mezquindad, apariencia
de glamour/destrucción del cuerpo por
el sida que presagia la calavera sobre la mesa de la última fiesta, fraguada en
esa foto imperfecta que activa el recuerdo. De esta foto “sepiada” y borrosa
saltan evocaciones personales de vidas privadas, reyertas femeninas entre
locas, pequeñas miserias y gestos de grandeza: “Teníamos que turnarnos para
cuidarla, para lavarle el poto como a una guaga”, que finalmente no son otra
cosa que el tránsito de las utopías sociales al neoliberalismo actual,
dictadura mediante.
Otro
rasgo que se observa y observa Souilla (2009) en las crónicas tanto de
Perlongher en “Nena, llevate el saquito” como de Lemebel en “El último beso de
Loba Lamar”, es el diferente nivel de concreción que alcanzan las imágenes que
sirven de puntos de partida y de puntos de vista donde el cronista elabora
descripciones que desbordan la función referencial y lo que Barthes (1972)
llama el “efecto de realidad”, de construcción de miradas, de puntos de mira
que establecen en este caso las crónicas, y entonces:
El saquito de
Perlongher es, de entrada, fuertemente simbólico e instala inmediatamente el
juego irónico y conceptual con que van a ser tratados los edictos policiales y
el verso del tango y reenvía al sujeto a su posición con respecto a los hechos
que narra. En cambio Lemebel parte de un recuerdo planteado como algo vivo y
personal, nombrando a las locas por apodos (la Pilola, la Palma y la Chumilou)
que saltan del recuerdo a partir de una foto vieja y plantean una asimetría
cuyo eje se va desplazando: si en el principio Lemebel habla de las locas (como
enunciación colectiva), como personas concretas, cercanas y conocidas por él,
haciendo sentir al lector que está espiando un recuerdo ajeno, al final, luego
de participarle, como si le mostrara una foto, las miserias humanas, las
luchas, las alegrías, la enfermedad, los egoísmos y las generosidades, en un
contexto de pasaje a la dictadura que marcó un antes y un después que no puede
ser ajeno al lector, éste es acercado, invitado a mirar la foto y a compartir
experiencias de límite, seducido y casi envuelto en una historia de vida
(Souilla, 2009:9).
En
la “construcción de un in situ” en
virtud de la cual no alcanza con la presuposición de que el autor presenció los
acontecimientos que narra, sino que esta presencia forma parte dando cuenta que
la experiencia vivida es una forma también de conocimiento que captura la voz
del otro y la propia en sus modulaciones, inflexiones y sensibilidades.
Dispositivo colectivo de la enunciación, primero en Perlongher y Lemebel; primera persona, después en Lemebel:
posición del sujeto en el discurso, fuerte impronta de la narración de una experiencia
por la que el autor-narrador ha atravesado, la articulación de lo individual en
lo inmediato político (en Perlongher y Lemebel) sobre un material testimonial.
Y
como concluye Souilla (2009), semejantes en su militancia homosexual que
enarbola el deseo travesti como gesto político contra la uniformidad del orden
dictatorial y sus ecos en la moral pacata del habitus burgués, Perlongher y Lemebel tienen modos muy distintos de
expresarla en sus crónicas. Perlongher enfoca las derrotas y aplastamientos que
sufre el deseo a manos de los edictos policiales, la medicalización, las
legislaciones, la precariedad del sistema sanitario, las razias y los discursos
sociales que se mueven en un arco que va del progresista consejo de un sexo
seguro y lavado a la represión, y asocian la enfermedad con la culpa. Lemebel,
en cambio, en sus “historias funerarias”, como las llama Carlos Monsiváis
(2004) se demora en los gestos de resistencia de las locas, su lucha por la
vitalidad, su aferrarse a la identidad coliza: “La Lobita nunca se dejó
estropear por el demacre de la plaga, entre más amarillenta, más colorete,
entre más ojera, más tornasol de ojos. Nunca se dejó estar, ni siquiera los
últimos meses”: esta frase de “El último beso de Loba Lamar” de Loco afán (1996), sintetiza la mirada de
Lemebel sobre las “locas”: una mirada afectiva, que recalca y homenajea la
vitalidad.
Si,
en términos de De Certeau (1996), Perlongher, se interesa por desmontar -a
partir de una suerte de puesta en absurdo- las estrategias oficiales que, con
el pretexto del sida o la moral, están diseñadas para mantener el cuerpo
domesticado, Lemebel se demora en las tácticas, en aquellos gestos de las locas
que luchan contra el sida y contra los pacos, incluso a partir de la mentira:
esconder los genitales, disimular las lesiones que deja la peste con ese
maquillaje que también subraya la identidad travesti, refugiarse en el placer
para no sentir las bombas, todos gestos muchas veces precarios pero auténticos
más allá de su mentir, que el autor narra y describe con un tono que no por
melancólico y tierno, deja de ser combativo y político para elevar la vida
cotidiana de él y de los que cree suyos al rango de un paisaje menos desolado
en algún campo de batalla.
Para
concluir, en este sentido, las crónicas de Lemebel desmantelan el espacio de
desecho que ocupaban los sujetos homosexuales en las narrativas nacionales y a
partir del travestismo de su discurso se regodea en la satisfacción de
instintos que hasta ese momento habían sido calificados de ilegítimos. En
sintonía con las crónicas-ensayo de Néstor Perlongher, la calle se transforma
en un lugar de errancia sexual y de esta manera la “ciudad anal” [3]
(Guerra Cunningham, 2000) deconstruye las lógicas de la exclusión y pone al
descubierto un territorio otro, el de la pobreza de los suburbios, donde la “pobla”
chilena en el caso de Lemebel muestra su rostro en nombre propio.
[1] Barroco:
perla irregular, nódulo de barro que irrumpe, en el corazón del “Paradiso”
lezamesco, un carnaval pagano, casi orgiástico, de cuerpos que se entrelazan,
mezcla rara y divertida de travesti de la calle (Perlongher, 2013), carnaval
polifónico, donde se escuchan voces de otra realidad, diría Bajtín (1987).
[2] Queer: como expresa Annmarie Jacose
(1996) en Queer Theory. An introduction, todo lo que es queer está vinculado con lo ambiguo, lo
relacional y sobre todo un espacio para la expresión del “no” (anti-, contra-).
[3] “Ciudad anal”: que para Guerra
Cunningham es la ciudad que vive en los márgenes y en los límites de la “ciudad
neoliberal”.
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