11va. La crónica es colectiva.
La crónica es colectiva. Y
siguiendo a Deleuze / Guattari (1975) y toda la cadena significante de Kafka a
este ensayo, acordamos entonces que en la crónica, como literatura menor, todo
adquiere un valor colectivo. Y esto
es precisamente porque en una literatura menor no abunda el talento (¿O justamente es ahí donde radica?), por
eso no se dan las condiciones para una enunciación individualizada, que sería
la enunciación de tal o cual “maestro”, y que por lo tanto podría estar
separada de la enunciación colectiva. Y así esta situación de escasez de
talento resulta de hecho benéfica; y permite la creación de algo diferente a
una literatura de maestros: lo que el escritor dice totalmente solo se vuelve
una acción colectiva (dejando de lado la
pose de maestra, civilizadora, educadora, moralizante del modernismo), y lo
que dice o hace es necesariamente político, incluso si los otros no están de
acuerdo.
El campo político ha
contaminado cualquier enunciado. Pero aún más, precisamente porque la
conciencia colectiva o nacional (y
sumamos: regional, local, de género, de minoría, y agrego al “indio”, al
“gaucho”, al “negro”, a las “prostitutas”, a las “locas”, a los “putos”, a los
“pobres”, a los “travestis”, a los “solos”, a los “abandonados” , a los
“cadáveres”) se encuentra “a menudo inactiva en la vida pública y siempre
en dispersión”´(1975:30). Y siguen:
Sucede que la literatura es la encargada de este papel y de esta
función de enunciación colectiva e incluso revolucionaria: si es la literatura
la que produce una solidaridad activa, a pesar del escepticismo; y si el
escritor está al margen o separado de su frágil comunidad, esta misma situación
la coloca aún más en la posibilidad de expresar otra comunidad potencial, de
forjar los medios de otra conciencia y de otra sensibilidad, como el perro
kafkiano de las “investigaciones”, que recurre, en su soledad –o en la compañía
del recuerdo-, a otra ciencia (1975:30).
De esta manera, la máquina
literaria releva a una futura máquina revolucionaria, no por razones
ideológicas, sino porque solo ella está determinada para llenar las condiciones
de una enunciación colectiva, condiciones de las que carece el medio ambiente
en todos los demás aspectos: “la literatura no es tanto un asunto de la
historia literaria como un asunto del pueblo (…)” (Kafka, 1911:184).
La Regine de Aluminios El Mono
A SABIENDAS que la plaga es una luciérnaga errante por los
arrabales de Santiago, una luminaria peligrosa que reemplaza el entumido de
alumbrado de sus callejones. La mortecina penumbra que apenas deja ver la
miseria de trapos, cartones y rastrojos de fruta donde patina el taco aguja de
la Regine. La loca que da un tropezón medio borracha, medio mareada por el AZT
que tanto cuesta conseguir. Y sin embargo llega de contrabando, o se consigue a
mitad de precio con movidas brujas. El sagrado AZT, la bencina para prolongar
un poco más la farra en vida del cuarto piso. El palacio de la Regine que
siempre está en plena función, iluminado al rojo vivo por el neón de Aluminios
El Mono. Así fuera un película del cincuenta, donde siempre hay una ventana y
un luminoso que relampaguea entrecortando los besos, pintando las caricias con
su fluorescente. Más bien, poniéndole precio a cada toqueteo con su propaganda
mercantil. Y aunque el conventillo tambalea con los temblores, y las murallas
rociadas de meado apechugan con el deterioro, la Regine se vive la resta de su
estigma “Como si fuera esta noche la última vez”. Como si en cualquier momento
la película del cincuenta fuera a terminar con un adiós de la niña en la
ventana. Y sólo quedara el neón de Aluminios El Mono tiritando en la pantalla
para contar su historia.
en “Loco
afán” de Pedro Lemebel.
Mucho
después que pasó la dictadura, el teniente y la tropa iban a entender el amor
platónico del Sergio y la Regine. Cuando los calambres y sudores fríos de la
colitis le dieran el visto positivo de la epidemia. Para entonces Madame Regine
ya estaba bajo tierra, plantada como una fruta que recibió todos los homenajes
del barrio La Vega el día plateado de su funeral. Esa tarde se despoblaron los
puestos y una nevada de pétalos cayó desde el cuarto piso cuando los cargadores
bajaron el ataúd. La Regine estaba tan pesada, se hinchó la pobrecita y tuvimos
que soldar el cajón para que no goteara, decían las viejas. Pero igual iba
goteando lágrimas sucias, que quedaron en la escala y la calle por mucho
tiempo. Unas manchas moradas que la gente rodeó de velas como si fueran sombras
milagrosas. Del Sergio nunca más se supo, la acompañó hasta el último día, en
que la Regine pidió que los dejaran solos una hora. Desde afuera, las locas,
pegadas a la puerta, trataban de escuchar pero nada. Ningún suspiro, ni un
ruido. Ni siquiera el crujido del catre. Hasta que pasaron meses después del
entierro, cuando una loca limpiando encontró el condón seco con los mocos del
Sergio, y lo fue a enterrar en la tumba de la Regine (1996:29-36).
La ciudad sin ti
QUIEN PODRÍA
haber pensado entonces que me ibas a penar el resto de la vida, como una música
tonta, como la más vulgar canción, de esas que escuchan las tías solas o las
mujeres cursis. Canciones de folletín que a veces aúllan en algún programa
radial. Y era tan raro que te gustara esa melodía romanticona a ti, un muchacho
de la Jota, en ese liceo público donde cursábamos la educación media en plena
Unidad Popular. Más extraño era que, siendo yo un mariposuelo evidente, fueras
el único que me daba pelota en mi rincón del patio, arriesgándote a las burlas.
“Pues la ciudad sin ti… está solitaria”, no dejabas de canturrear con esa risa
tristona que yo evitaba compartir para no complicarte. Hace poco, después de tantos años, volví a
escuchar esa canción y supe que entonces admiraba tu candor revolucionario,
amaba tu alegre compromiso que se enfureció tanto cuando supiste que los fachos
iban a destruir el mural de la Ramona Parra en el frontis del liceo. Hay que
hacer guardia toda la noche, dijiste, y nadie te hizo caso porque al otro día
había una prueba. Qué importa la prueba, me da una hueva, yo me quedo cuidando
el mural del pueblo. Y a mí tampoco me importó la prueba cuando escapé de mi
casa a medianoche y me fui al liceo, y te encontré acurrucado empuñando un
palo, haciendo guardia bajo el mural de pájaros, puños alzados y bocas
hambrientas. “Pues la ciudad sin ti…”, reíste sorprendido al verme haciendo un
espacio para que me sentara a tu lado […] Entonces no fumaba, ni piteaba, ni
tomaba, ni jalaba, sólo amaba con la furia apasionada de los dieciséis años.
Pueden venir los fachos. ¿No tienes miedo? Te contesté que no, temblando […]
“De noche salgo con alguien a bailar, nos abrazamos, llenos de felicidad… más
la ciudad sin ti”. Era extraño que cantaras esa canción y no las de Quilapayún
o Victor Jara, que guitarreaban tus compañeros de partido. La cantabas
despacito, a media voz, como si temieras que alguien pudiera escucharte.
en “Serenata
cafiola” de Pedro Lemebel
(2008:37-38).
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