viernes, 16 de octubre de 2015

Toda la voz de América en mi piel. La crónica: un género baldío para un cronista adjetivo Pedro Lemebel. Anexo (o lo que las crónicas nos dejaron hacer) 15 arriesgos sobre la crónica: Sin cadáveres ni alambres que demarquen al género (o el agua barrosa del Mar de Ansenuza) 11va. La crónica es colectiva


11va. La crónica es colectiva.

La crónica es colectiva. Y siguiendo a Deleuze / Guattari (1975) y toda la cadena significante de Kafka a este ensayo, acordamos entonces que en la crónica, como literatura menor, todo adquiere un valor colectivo. Y esto es precisamente porque en una literatura menor no abunda el talento (¿O justamente es ahí donde radica?), por eso no se dan las condiciones para una enunciación individualizada, que sería la enunciación de tal o cual “maestro”, y que por lo tanto podría estar separada de la enunciación colectiva. Y así esta situación de escasez de talento resulta de hecho benéfica; y permite la creación de algo diferente a una literatura de maestros: lo que el escritor dice totalmente solo se vuelve una acción colectiva (dejando de lado la pose de maestra, civilizadora, educadora, moralizante del modernismo), y lo que dice o hace es necesariamente político, incluso si los otros no están de acuerdo.
El campo político ha contaminado cualquier enunciado. Pero aún más, precisamente porque la conciencia colectiva o nacional (y sumamos: regional, local, de género, de minoría, y agrego al “indio”, al “gaucho”, al “negro”, a las “prostitutas”, a las “locas”, a los “putos”, a los “pobres”, a los “travestis”, a los “solos”, a los “abandonados” , a los “cadáveres”) se encuentra “a menudo inactiva en la vida pública y siempre en dispersión”´(1975:30). Y siguen:

Sucede que la literatura es la encargada de este papel y de esta función de enunciación colectiva e incluso revolucionaria: si es la literatura la que produce una solidaridad activa, a pesar del escepticismo; y si el escritor está al margen o separado de su frágil comunidad, esta misma situación la coloca aún más en la posibilidad de expresar otra comunidad potencial, de forjar los medios de otra conciencia y de otra sensibilidad, como el perro kafkiano de las “investigaciones”, que recurre, en su soledad –o en la compañía del recuerdo-, a otra ciencia (1975:30).

De esta manera, la máquina literaria releva a una futura máquina revolucionaria, no por razones ideológicas, sino porque solo ella está determinada para llenar las condiciones de una enunciación colectiva, condiciones de las que carece el medio ambiente en todos los demás aspectos: “la literatura no es tanto un asunto de la historia literaria como un asunto del pueblo (…)” (Kafka, 1911:184).

La Regine de Aluminios El Mono

A SABIENDAS que la plaga es una luciérnaga errante por los arrabales de Santiago, una luminaria peligrosa que reemplaza el entumido de alumbrado de sus callejones. La mortecina penumbra que apenas deja ver la miseria de trapos, cartones y rastrojos de fruta donde patina el taco aguja de la Regine. La loca que da un tropezón medio borracha, medio mareada por el AZT que tanto cuesta conseguir. Y sin embargo llega de contrabando, o se consigue a mitad de precio con movidas brujas. El sagrado AZT, la bencina para prolongar un poco más la farra en vida del cuarto piso. El palacio de la Regine que siempre está en plena función, iluminado al rojo vivo por el neón de Aluminios El Mono. Así fuera un película del cincuenta, donde siempre hay una ventana y un luminoso que relampaguea entrecortando los besos, pintando las caricias con su fluorescente. Más bien, poniéndole precio a cada toqueteo con su propaganda mercantil. Y aunque el conventillo tambalea con los temblores, y las murallas rociadas de meado apechugan con el deterioro, la Regine se vive la resta de su estigma “Como si fuera esta noche la última vez”. Como si en cualquier momento la película del cincuenta fuera a terminar con un adiós de la niña en la ventana. Y sólo quedara el neón de Aluminios El Mono tiritando en la pantalla para contar su historia.

enLoco afán” de Pedro Lemebel.
Mucho después que pasó la dictadura, el teniente y la tropa iban a entender el amor platónico del Sergio y la Regine. Cuando los calambres y sudores fríos de la colitis le dieran el visto positivo de la epidemia. Para entonces Madame Regine ya estaba bajo tierra, plantada como una fruta que recibió todos los homenajes del barrio La Vega el día plateado de su funeral. Esa tarde se despoblaron los puestos y una nevada de pétalos cayó desde el cuarto piso cuando los cargadores bajaron el ataúd. La Regine estaba tan pesada, se hinchó la pobrecita y tuvimos que soldar el cajón para que no goteara, decían las viejas. Pero igual iba goteando lágrimas sucias, que quedaron en la escala y la calle por mucho tiempo. Unas manchas moradas que la gente rodeó de velas como si fueran sombras milagrosas. Del Sergio nunca más se supo, la acompañó hasta el último día, en que la Regine pidió que los dejaran solos una hora. Desde afuera, las locas, pegadas a la puerta, trataban de escuchar pero nada. Ningún suspiro, ni un ruido. Ni siquiera el crujido del catre. Hasta que pasaron meses después del entierro, cuando una loca limpiando encontró el condón seco con los mocos del Sergio, y lo fue a enterrar en la tumba de la Regine (1996:29-36).

La ciudad sin ti

QUIEN PODRÍA haber pensado entonces que me ibas a penar el resto de la vida, como una música tonta, como la más vulgar canción, de esas que escuchan las tías solas o las mujeres cursis. Canciones de folletín que a veces aúllan en algún programa radial. Y era tan raro que te gustara esa melodía romanticona a ti, un muchacho de la Jota, en ese liceo público donde cursábamos la educación media en plena Unidad Popular. Más extraño era que, siendo yo un mariposuelo evidente, fueras el único que me daba pelota en mi rincón del patio, arriesgándote a las burlas. “Pues la ciudad sin ti… está solitaria”, no dejabas de canturrear con esa risa tristona que yo evitaba compartir para no complicarte.  Hace poco, después de tantos años, volví a escuchar esa canción y supe que entonces admiraba tu candor revolucionario, amaba tu alegre compromiso que se enfureció tanto cuando supiste que los fachos iban a destruir el mural de la Ramona Parra en el frontis del liceo. Hay que hacer guardia toda la noche, dijiste, y nadie te hizo caso porque al otro día había una prueba. Qué importa la prueba, me da una hueva, yo me quedo cuidando el mural del pueblo. Y a mí tampoco me importó la prueba cuando escapé de mi casa a medianoche y me fui al liceo, y te encontré acurrucado empuñando un palo, haciendo guardia bajo el mural de pájaros, puños alzados y bocas hambrientas. “Pues la ciudad sin ti…”, reíste sorprendido al verme haciendo un espacio para que me sentara a tu lado […] Entonces no fumaba, ni piteaba, ni tomaba, ni jalaba, sólo amaba con la furia apasionada de los dieciséis años. Pueden venir los fachos. ¿No tienes miedo? Te contesté que no, temblando […] “De noche salgo con alguien a bailar, nos abrazamos, llenos de felicidad… más la ciudad sin ti”. Era extraño que cantaras esa canción y no las de Quilapayún o Victor Jara, que guitarreaban tus compañeros de partido. La cantabas despacito, a media voz, como si temieras que alguien pudiera escucharte.

                                     en Serenata cafiola de Pedro Lemebel

           (2008:37-38).

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