13va.
La crónica
es un género baldío.
La crónica, como ya vimos en los Trazados teóricos,
es un género baldío en términos de contaminación de material, como variante
derivada de la idea de género fronterizo, ambos a la intemperie. Con el
propósito de darle una vuelta más a un territorio donde todavía falta mucho por
construir, una vuelta que ofrece elementos nuevos en la comprensión del espacio
y los conflictos culturales en que se mueven, además de una revalorización de
sus modos propios de percibir y de narrar su experiencia. En un entramado de
géneros extraídos de sus fronteras corridas, donde cada texto remite su sentido
al cruce de los géneros y los tiempos travestido para la ocasión.
Porque en cuanto género pertenece a una familia de
textos que se replican y reenvían unos a
otros desde diferentes lugares permitiendo al lector hacer el tránsito de la
anécdota a la noticia “sin perderse”.
Siguiendo a Jesús Martín Barbero (2009), como
dijimos, la noción de género que trabajamos tiene entonces poco que ver con la
vieja noción literaria del género como “propiedad” de un texto. En el sentido
en que un género no es algo que le pase al texto sino algo que pasa por el
texto. Algunos investigadores italianos entienden al género como una estrategia
de comunicabilidad y es como marcas de esa comunicabilidad que un género se
hace presente y analizable en el texto (Casetti, Lumbrelli, Wolf, 1980).
La consideración de los géneros como hecho puramente
“literario” –no cultural- impide comprender su verdadera función en el proceso
y su pertinencia metodológica: clave para el análisis de textos como la
crónica.
En cuanto a estrategias de interacción, esto es
“modos en que se hacen reconocibles y organizan la competencia comunicativa los
destinadores y destinatarios” (Wolf, 1983), el estudio de los géneros no puede
llevarse a cabo sin replantearse la concepción misma que se ha tenido de la
comunicación. Pues su funcionamiento nos coloca ante el hecho de que la
competencia textual, narrativa, no se halla solo presente, no es condición
únicamente de la emisión sino también de la recepción. Cualquier lector sabe
cuando un texto ha sido interrumpido, conoce las formas posibles de
completarlo, es capaz de resumirlo, de ponerle un título, de comparar, de
clasificar esos relatos, de diferenciar
lo literario de lo periodístico, lo ficcional del referente. Procesos de
apropiación de la crónica en su diversidad, esto es en la pluralidad de
condiciones sociales y de matrices y competencias culturales, de hábitos de
clase, modos de comunicar y gramáticas narrativas, y el excedente de ese
recorrido, los desperdicios marginales son retomados por la crónica en un
género sin límites propios, excepto los que le da la noticia, la novela o el
ensayo de investigación.
En primer lugar, la crónica, como género, de otros
géneros literarios, de aquello que hace referencia al mundo de la gente. Se
podría afirmar que el género es justamente la unidad mínima de contenido de la
comunicación y que cada vez es menor la demanda del público a nivel de género. Y
en segundo lugar, ello implica que la referencia de la crónica al mundo y a la
vida de la gente no se produce a través de indicadores inmediatos de realidad
trasplantada o trasplantable (para hacer cultura sobre el prefijo trans), pues
no es la representación de los datos concretos y particulares lo que produce en
la ficción el sentido de realidad sino una cierta generalidad que mira para
ambos lados y le da consistencia tantos a los datos particulares de lo real
como al mundo ficticio (Barbero, 2009).
La leva
AL MIRAR la leva de perros babosos encaramándose una y otra vez
sobre la perra cansada, la quiltra flaca y acezante, que ya no puede más, que
se acurruca en un rincón para que la deje tranquila la jauría de hocicos y patas
que la montan sin respiro. Al captar esta escena, me acuerdo vagamente de
aquella chica fresca que pasaba cada tarde con su cimbreado caminar. Era la más
bella flor del barrio pobretón, que la veía pasar con su minifalda a lunares
fucsia y calipso […] Ella era la única que se aventuraba con los escotes
atrevidos y las espaldas piluchas y esos vestidos cortísimos, como de muñeca,
que le alargaban sus piernas del tobillo con zuecos hasta el mini calzón.
En aquellas tardes de calor, las viejas sentadas en la puerta se
escandalizaban con su paseo, con su ingenua provocación a la patota de la
esquina, siempre donde mismo, siempre hilando sus babas de machos burlescos. La
patota del club deportivo, siempre dispuesta al chiflido, al mijita rica, al
rosario de piropos grosero que la hacían sonrojar, tropezar o apurar el paso,
temerosa de esa calentura violenta que se protegía en el grupo. Por eso la
chica de la moda no los miraba.
en “De
perlas y cicatrices” de Pedro Lemebel.
Y
curiosamente no se veía un alma cuando llegó a la esquina. Cuando extrañada
esperó que la barra malandra le gritara algo, pero no escuchó ningún ruido. Y
caminó como siempre bordeando el tierral de la cancha, cuando no alcanzó a
gritar y unos brazos como tentáculos la agarraron desde la sombras. Y ahí mismo
el golpe en la cabeza, ahí mismo el peso de varios cuerpos revoleándola en el
suelo, rajándole la blusa, desnudándola entre todos, querían despedazarla con
manoseos y agarrones desesperados. Ahí mismo se turnaban para amordazarla y sujetarle
los brazos, abriéndole las piernas, montándola epilépticos en el apuro del
capote poblacional. Ahí mismo los tirones de pelo, los arañazos de las piedras
en su espalda, en su vientre toda esa leche sucia inundándola a mansalva. Y en
un momento gritó, pidió auxilio mordiendo las manos que le tapaban la boca. Pero
eran tantos, y era tanta la violencia sobre su cuerpo tiritando. Eran tantas
fauces que la mordían, la chupaban, como hienas de fiesta la noche sin luna fue
compinche de su vejación en el eriazo. Y ella sabe que aulló pidiendo auxilio,
está segura de que los vecinos escucharon mirando detrás de las cortinas,
cobardes, cómplices, silenciosos. Ella sabe que toda la cuadra apagó las luces
para no comprometerse. Más bien, para ser anónimos espectadores de un juicio
colectivo. Y ella supo también, cuando el último violador se marchó subiéndose
el cierre, que tenía que levantarse como pudiera, y juntar los pedazos de ropa
y taparse la carne desnuda, violácea de moretones. La chica de la moda supo que
tenía que llegar arrastrándose hasta su casa y entrar sin hacer ruido para no
decir nada. Supo que debía lavarse en el baño, esconder los trapos humillados
de su moda preferida, y fingir que dormía despierta crispada por la pesadilla. La
chica de la moda estaba segura de que nadie serviría de testigo si denunciaba a
los culpables. Sabía que toda la cuadra iba a decir que no habían escuchado
nada. Y que si a la creída de la pobla le habían dado capote los chiquillos del
club, bien merecido se lo tenía, porque pasaba todas las tardes provocándolos
con sus pedazos de falda. Que quería, si insolentaba a los hombres con su
coqueteo de maraca putiflor (2010:51-53).
El Zanjón de la
Aguada
Y TAL VEZ
alguien nos dijo que existía el Zanjón y para no quedarnos a la intemperie,
llegamos a esas playas inmundas donde los niños corrían junto a los perros
persiguiendo guarenes […] Pareciera que en la evocación de aquel ayer, la
tiritona mañana infantil hubiera tatuado con hielo seco la piel de mis
recuerdos. Aún así, bajo ese paraguas del alma proleta, me envolvió el arrullo
tibio de la templanza materna. En ese revoltijo de olores podridos y humos de
aserrín, “aprendí de todo lo bueno y supe todo lo malo”, conocí la nobleza de
la mano humilde y pinté mi primera crónica con los colores del barro que
arremolinaba la leche turbia de aquel Zanjón.
en “Zanjón
de la Aguada” de Pedro Lemebel
(2003:14-15).
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