2.2 Melodrama y canciones: De la
subjetivación a la confesión (o de “ellos” a “nosotros” y de “nosotros” a “mí”)
Lemebel desde la alianza que establece con el mundo de lo
femenino y desde la hiperbolización que encarna en la figura de “la loca” (lengua
de las locas como idioma extranjero, como argot dentro de la lengua de
dominación, como literatura menor, Deleuze / Guattari, 1975, concepto que ya
vimos en la primera parte del Capítulo 1)
se enfrenta constantemente a la masculinidad hegemónica, es decir, la
configuración de una práctica genérica que encarna la respuesta corrientemente
aceptada al problema de la legitimidad del patriarcado, la que garantiza (o se
toma para garantizar) la posición dominante de los hombres y la subordinación
de las mujeres y, es en ese sentido que forma alianza con las mujeres, grupo al
qué, por supuesto, no le quedo otra que situarse en un lugar desigual frente a
esa hegemonía.
Dentro de esta filiación, Tocornal Orostegui (2007) destaca el
lugar que Lemebel le otorga a la figura materna en Loco afán, Crónicas del sidario, libro que Lemebel dedica a su
madre y a la madre de su madre cuando las nombra de este modo: “A Olga Lemebel, mi abuela materna, madre
soltera y ternura errante”. “A Violeta Lemebel, la mujer que me dio la voz”
(Lemebel, 1996:7).
La madre así, es representada por Lemebel como una figura
potente, personifica a la mujer proletaria, trabajadora y que muchas veces es
cómplice del “secreto” del hijo/a, que es también la madre soltera, otro grupo
marginado socialmente. La figura del padre, en cambio, está ausente o bien no
acepta la homosexualidad del hijo. En “Manifiesto (Hablo por mi diferencia)”,
quizás uno de los textos más personales de Loco
afán, aparecen ambas figuras, aludidas en precisamente estos términos: “Es
un padre que te odia. Porque al hijo se le dobla la patita. Es tener una madre
de manos tajeadas por el cloro. Envejecidas de limpieza. Acunándote de enfermo.
Por malas costumbres. Por mala suerte…” (Lemebel, 1996:93).
Coincidente con esta filiación Lemebel incorpora
transversalmente dentro de su obra a la canción popular y al melodrama, en
estrecha relación con el mundo femenino. Loco
afán por su parte tiene una subdivisión en cinco partes, cada una de ellas
precedida por un verso de un tango, un bolero o una balada romántica:
“Demasiado herida”, “Llovía y nevaba fuera y dentro de mí”, “El mismo, el mismo
loco afán”, “Besos brujos”, “Yo me enamoré del aire, del aire yo me enamoré”,
es decir, extractos, fragmentos de canciones populares.
Melodrama, como ya dijimos, entendido para Jesús Martín Barbero
(1992) como matriz narrativa y escenográfica, como expresión de la vigencia de
“otras” matrices narrativas, como anacronía expresiva y como lugar de
activación de matrices culturales populares. Pero lo que pone en juego el
melodrama, y de ahí su importancia, es precisamente el drama del reconocimiento
(Brooks, 1974). Del hijo por el padre o de la madre por el hijo, o quién sea,
porque lo que mueve la trama que traza el melodrama no es otra cosa que el
desconocimiento de una identidad reemplazada con devenires y una lucha
permanente contra los maleficios, las apariencias, contra todo lo que oculta y
disfraza: una lucha por hacerse reconocer.
Y como bien se pregunta Barbero (1992): ¿No estará ahí la
conexión del melodrama con la historia de (América Latina)? Y en consecuencia:
¿No estará ahí la conexión del melodrama con la figura de “las locas”, con el
género crónica, o con el género en general? Porque en todo caso el
desconocimiento del “contrato social” en el melodrama habla y habla en voz alta
del peso que para aquellos que en él se reconocen tiene esa otra sociabilidad
primordial del parentesco, de las solidaridades vecinales y del vínculo de amistad,
como la establecida entre las propias “locas” en la crónica de Loco afán “El último beso de Loba Lamar
(Crespones de seda en mi despedida…por favor)” (Lemebel, 1996:46-54). Pero esa
sociabilidad nos remite precisamente a la anacronía que viven las culturas
populares. Aquellas en que el tiempo familiar es “ese tiempo a partir del cual
la persona se piensa social, una persona que es ante todo un pariente [un par,
un prójimo]. De ahí que el tiempo familiar se reencuentre en el tiempo de la
colectividad” (Zonabend, 2001:308).
De manera que así, el
tiempo familiar es el que media entre el tiempo de la historia y el tiempo de
la vida y hace posible entonces la comunicación. Porque en palabras de Hoggart, “los
acontecimientos no son percibidos más que cuando afectan el grupo familiar”
(1957:70). Una desgracia como la muerte de una amiga de sida es, entonces
percibida como “el tiempo en qué murió la Lobita” y la calle “como el lugar del
travestismo prostibular en el que mataron a aquel o a aquella o tal se enfermó”.
De ese modo, familia, vecindaje, amistad, o un colectivo genérico que las
agrupa como “las locas”, y las nombra en plural, pues éste último es hoy en los
barrios populares de las grandes ciudades, dada la migración brutal, el
desarraigo y la precariedad económica, una especie de “familia extensa”, y
representan en el mundo popular aún con todas sus contradicciones, conflictos,
devenires, parodias e ironía, modos de sociabilidad más verdadera (Barbero,
1992).
Frente a esa concepción y esa vivencia, las transformaciones
operadas por el neoliberalismo, la dictadura y el sida en los cuerpos de las
personas, en el ámbito del trabajo y del ocio, en la mercantilización del
tiempo de la calle y de la casa y hasta de las relaciones más primarias,
parecerían haber abolido aquella sociabilidad. Cuando en realidad, lo que
hicieron no es otra cosa que tornarla anacrónica. Pero como ya dijimos, esa
anacronía se vuelve por demás preciosa, porque es ella la que en “última instancia”
le da sentido al melodrama, hoy, en América latina –desde la permanencia de la canción
romántica al surgimiento de la crónica, la que le permite mediar entre el
tiempo de la vida (esto es de una sociabilidad negada, económicamente
desvalorizada y políticamente desconocida, pero culturalmente viva), y el
tiempo del relato que la afirma en la crónica (en la oralidad y en la memoria)
que hace posible que las clases populares se reconozcan en ella. Y desde la
crónica, melodramatizando todo, vengarse a su manera, secretamente, de la
abstracción impuesta por la mercantilización a la vida, del adoctrinamiento de
los cuerpos y del deseo, de la exclusión política y de la desposesión cultural
(Barbero, 1992).
Por lo qué, si el melodrama abrió paso a nuevas formas
culturales y puso en escena otros modos particulares de interpretar el mundo al
codificar valores, aspiraciones, creencias y sentimientos, la crónica trajo
consigo una forma de registro en la que puede contarse una historia paralela
que pone a menudo en crisis el discurso “legítimo” (Reguillo, 2010).
Para Carlos Monsivais (2005), el melodrama es “el molde sobre el
que se imprime la conciencia de América Latina”, pues “extrae de allí una parte
considerable de su educación sentimental y su entrenamiento gestual y verbal en
materia de infortunios de la vida”, y como ya dijimos, la figura de “la loca”
ocupa con ironía ese molde.
Desde esta perspectiva, el melodrama forma parte de la manera en
que Latinoamérica se ha representado a sí misma y, al mismo tiempo, encarna la
actitud con que ha enfrentado su devenir. Con el melodrama, Lemebel musicaliza
las realidades que él presenta, estableciendo sutilmente otra alianza
coherente, pues éste le pertenece a las clases populares: les da voz a los sin
voz. El melodrama deja ver una especie de conciencia colectiva de realidad
dañada, sufrida y casi inherente a América Latina. Para J. Agustín Pastén esta
presencia se explica en los siguientes términos:
Existe
una clara intención de parte de Lemebel de inscribir una nueva sensibilidad en
el imaginario local, una sensibilidad no oficial, por así decir. Este deseo de
acercarse a la historia no desde la política sino desde la canción popular (…).
Al mismo tiempo, constituye una forma de transmitir las preocupaciones y los
dolores de gran parte del pueblo cuyo sentir queda cifrado justamente en este
tipo de expresión cultural que la mayoría tanto de la clase media como alta
desprecian (…) [Lemebel] se identifica especialmente con el sentimiento
femenino de ese pueblo, con las mujeres –o bien los hombres de sensibilidad
femenina- que vibran con canciones populares de corte amoroso-sentimental que
escuchan a su vez en emisoras radiales predominantemente populares (Pastén,
2007:103-142).
Tal como hermana a grupos marginales en términos de su desamparo
dentro del sistema vigente, Lemebel establece a la vez, profundos contrastes, lo
que se traduce muchas veces en la observación participante de la distancia que
existe entre las realidades de la periferia y las del centro de la ciudad. Como
así también, exhibe el grado de desprotección que emerge desde la periferia,
desde los márgenes del orden neoliberal, en contraposición con las garantías
con que cuentan las hegemonías, evidenciando desde diferentes aristas, la
lógica del sistema predominante, cuya maquinaria no hace más que reproducir
infinitamente esas desigualdades. Lemebel revela de esta manera una vez más los
mecanismos de poder que recaen sobre los sujetos.
De la subjetivación
a la subversión (pero también el acto de vida, la anécdota y el boca en boca y
después recién entra la ficción)
“¿Qué habré escrito sin sangrar, ni pintado sin haberlo visto
antes con mis ojos?” (Martí, 2004:93-94), se preguntaba Martí, en sintonía con
el planteo del inicio de su libro Versos
libres refiriéndose a sus versos como “Tajos son estos de [sus] propias entrañas
–[sus] guerreros- . Ninguno [le] ha salido recalentado, artificioso,
recompuesto, de la mente, sino como lágrimas que salen de los ojos y la sangre
sale a borbotones de la herida” (Martí, 2004:93-94).
Heridas que zurcieron en sus crónicas barrosamente primero
Perlongher y después Lemebel. Pero fue Martí quien propuso el escape a una
interioridad aún no corrompida por la voracidad materialista ni por la
reproducción de cánones artísticos prestigiosos, y ambos autores lo siguieron
en aquel honesto propósito y en su devenir. Porque para tratar de conocer a los
hombres, diría Martí, el escritor interroga dos veces en un mismo acto:
primero, lo inmediato y al hacerlo, interroga a la vez su subjetividad. Porque
el yo y la experiencia personal sustituyen de algún modo a la ciencia, y sólo
lo subjetivo y vivido aparece, así, como seguro. Al fin de cuentas, repite
Martí: ¿Y por dónde vamos a empezar a estudiar, sino por nosotros mismos? “Hay
que meterse la mano en las entrañas, y mirar la sangre al sol, si no, (si no)
no se adelanta”, dice. (Martí, 1963:372-373). Porque lo que hace el yo es
organizar y asociar esas imágenes concretas de un modo que reflejen las leyes
de la naturaleza, donde lo contradictorio y antagónico no es tal, ya que tiene
su propia armonía, elevando historias cotidianas y noticias periodísticas a una
dimensión ontológica. “Se tiene el oído puesto a todo; los pensamientos, no
bien germinan, ya están cargados de flores y frutos, y saltando en el papel, y
entrándose…” (Martí, 1963:227).
Porque lo que hicieron los modernistas fue buscar la verdad en
la analogía entre su interior, la vida social y la naturaleza. Por tanto, la
ficcionalización de las crónicas modernistas partió de esa noción de la
verdad y no por una vocación real de
diferenciar la literatura del periodismo (Rotker, 2005). La crónica modernista
se somete primero a la prueba de la propia experiencia, que como ya vimos,
continuó en los textos de Perlongher y en Lemebel. Las crónicas cuentan con la
estilización del sujeto literario a diferencia del periodismo: su estrategia
narrativa como ya sabemos no es la de la objetividad. Suelen ser textos
fuertemente autorreferenciales, incluyendo a menudo las propias reflexiones del
autor (Rotker, 2005).
Veamos al respecto, como cuenta Lemebel su modo de armar una
crónica, cuando al ser entrevistado por Andrea Jeftanovic (1998) y ante la
pregunta: “Cuéntame acerca de tu proyecto de escribir la historia homosexual de
Chile”, lo explica en estos términos:
Este
proyecto se llama “Crónicas del pecado” y está financiado por la Fundación
Guggeheim. No es una reconstrucción de la historia homosexual chilena, más bien
son apuntes, son trazos donde la homosexualidad se ha cruzado con la historia
nacional. Todo ese material está recopilado de sentencias judiciales, que es el
único lugar donde quedó estampado el hecho. Entonces, desde ahí extraigo los
datos, llámese nombres, fechas, la anécdota pura. Yo reconstruyo la escena,
hago la crónica con esos elementos. Este proyecto partiría desde la Conquista en
un encuentro que tuvieron los conquistadores con un indígena ataviado por
plumas, serpientes y especiales vestimentas y que era un chamán homosexual. A
los conquistadores le llamó la atención está representación de lo varonil, y
quedó registrado como raro. Esta rareza emplumada pasó a ser adjetivada como
feminoide. Este encuentro está en el libro de Levi Strauss, Tristes Trópicos (1988). A mí me basta
con saber la anécdota para reconstruir el personaje y después entra la ficción,
que me permite tomar distancia de los hechos y que es una herramienta necesaria
por la imposibilidad de haber sido testigo (Jeftanovic, 1998).
Y sigue Rotker refiriéndose a Martí (como si hablara de
Lemebel):
En
su escritura está el aliento de su pasión por lo sublime, además de marcas de
la tradición oral y retórica del siglo XIX. En cuanto a la oralidad, debe
tomarse en cuenta que los diarios –como muchos poemas populares- eran leídos en
alta voz a los analfabetos (Rotker, 2005:176).
Y las crónicas lemebelianas fueron leídas en nombre propio,
primero en la radio, y actualmente de manera performer a paladares más difíciles y finos en auditorios a lo largo
del mundo. Porque al igual que Martí, su estilo enriquece el sistema textual
con su mixtura de periodismo, literatura y oratoria (Rotker, 2005). Porque todo
depende al fin del lugar desde donde se escribe. En el caso de Lemebel, escribe
desde una territorialidad movediza, trásfuga. De alguna manera lo que hacen sus
textos es piratear contenidos que tienen una raigambre más popular para
hacerlos transitar en otros medios donde el libro es un producto sofisticado.
Así por ejemplo sus crónicas antes de ser publicadas en libros, como ya
dijimos, fueron difundidas en revistas o en diarios. Era lo que antes hacía en Página Abierta que era un medio con una
llegada bastante masiva. Lo mismo hizo en la radio o con Las Yeguas, como ejercicio previo para llegar a la escritura. Para
hacer de esa exposición vocal y corporal un registro abierto a lo escritural.
Lo que ahora hace, tiene más que ver con lo auditivo que con lo visual y está
en estrecha relación con la oralidad, con el susurro escritural que es más sugerente
y femenino. Lemebel de alguna forma “panfletea”
contenidos a través de esa oralidad para que no tengan solo esa difusión
tan sectaria, tan propia de la llamada crítica cultural o de los ámbitos
académicos. Hay una intención consciente de hacer transitar sus textos por
otros lugares donde el pensamiento no sea solo del gusto de paladares difíciles
y finos como el público de sus perfomances
(Jeftanovic, 1998).
Esta precisión en el manejo de la oralidad lo lleva a efectos
que no son comunes en la escritura, que crean en el relato una impresión de
vida tal que los personajes –incluido el narrador- se experimentan como actos
de vida. Y esos actos de vida tienen un bagaje más perceptivo que académico, a
través de contenidos que son prácticas propias de las minorías como la desterritorialización,
el estar siempre en el deambular peligroso. Ese discurso está justamente en la
práctica y se corporiza en esos tránsitos afiliados en la urbe, en la
sobrevivencia.
Porque como explica Lemebel en otra parte de la entrevista de
Jeftanovic (1998), el ya tenía cierta convivencia con esa estrategia
discursiva, por eso fue fácil trasladarla
a su escritura. Más aún en una sociedad como la chilena tan homofóbica,
tan hipócrita donde existe una forma de mirar transversalizada. De mirar la
política con cierta sospecha sobre los discursos oficiales, del poder desde una
situación homosexualizada y proletarizada que lo ponían en un lugar “otro” para
conseguir esas estrategias de dominación. Porque los relatos que se construyen
también tienen que ver con la oralidad, con lo que te cuentan, con desarrollar
una atención, con nombres que te llegan más de oídas que por lecturas, de boca
en boca, a lo “copuchento”[1],
dice. Porque lo que él tenía (y tiene) son ecos pulsionales encerrados en esas
voces, y debían salir de manera crónica, también subversivamente.
La crónica como subversiva (pero
también la crónica como urbana, como dispositivo mediador y como resistencia)
Para
América Salinas (2010), el primer acercamiento teórico correcto a la escritura
de Lemebel está dado, precisamente, por la elección de la crónica como género
narrativo. La utilización de este género configura un espacio literario marcado
por una situación discursiva de denuncia y de protesta que permite al narrador
dar cuenta de sí mismo, de su quehacer público y, finalmente, de esa
colectividad en la que está inserto, y el escenario principal para ese trabajo
es la urbe.
Una
de las principales características que hacen de la crónica urbana de fines del
siglo XX y de comienzos del siglo XXI un género autónomo es el hecho de que
funciona, a partir de las diversas transformaciones sociales como un
dispositivo mediador entre esos cambios culturales que como sociedades nos
afectan y el modo en que éstos son interpretados. Pero también nos permite
evaluar las potencialidades de un discurso cuando éste es capaz de absorber los
discursos sociales disponibles para organizarlos en trama polifónica que no
solo oculta sino que exhibe la condición compleja de lo narrado (Falbo, 2007).
No
es casualidad, entonces, que proviniendo de los cruces con el periodismo, la
crónica urbana, tanto en sus inicios como en la actualidad, haya seleccionado
entre sus temas los grandes hechos nacionales e internacionales, los problemas
políticos, diversos aspectos de la vida cotidiana, de la ciudad, etc., todas
experiencias que forman parte de una vida ciudadana crítica. Además, en los
contextos actuales, la crónica, al configurarse como un espacio de juego con la
fragmentariedad y la heterogeneidad, posibilita la subversión de diversas
formas de institucionalidad a partir de la inclusión de ciertas estrategias
narrativas y metáforas de la vida urbana que, en el fondo, la constituyen como
un género literario (Salinas, 2010).
Según
Falbo, esta búsqueda de desinstitucionalización es una de las razones por la
cual los escritores han incluido en las crónicas múltiples discursos,
subjetividades y registros sociales que enriquecen la escritura:
La cultura
popular, el folletín, el melodrama, el lenguaje publicitario, la canción
popular, el rock, la novela negra, fueron códigos que trabajó la literatura
desde una perspectiva estética y que fueron aprovechados por la crónica (…).
Tal es la condición de una escritura alerta que se nutre y absorbe los nuevos
discursos que emergen en el intercambio social del que ella misma participa
(2007:14).
En
este sentido, la escritura de la crónica implica, en su formalización como
género, la unión de lo específicamente literario, ya no sólo con lo
periodístico, sino que con el conjunto de discursos sociales que circundan al
contexto de enunciación, en tanto Lemebel actúa como un crítico, evaluador y
revelador de las prácticas sociales, tanto hegemónicas como marginales.
Cabe
agregar que el género crónica no solo posee larga trayectoria en Latinoamérica,
como vimos en este ensayo, de Martí a Lemebel pasando por Perlongher, sino
también en Chile. Una de las críticas que trabaja este tema es Gilda Waldman
(2008), quien sitúa los orígenes de la tradición cronística chilena en autores
como José Joaquín Vallejos, Jenaro Prieto y Joaquín Edwards Bello. Además,
señala que, coincidentemente con su desarrollo regional, la crónica en Chile
también ha venido experimentando un gran auge desde finales del siglo XX y
comienzos del siglo XXI, siendo uno de sus principales exponentes el cronista
urbano Pedro Lemebel.
En
la narrativa de Lemebel, es posible observar aquellos aspectos que se
manifiestan a lo largo del desarrollo del género de la crónica, tales como la
heterogeneidad, la fragmentariedad, la voluntad desinstitucionalizadora, la
posibilidad de denuncia, la subversión de los discursos hegemónicos y la
inclusión de variados aspectos de la cultura y la cotidianidad urbana. Dichas
características, propias de la actividad cronística, son puestas en evidencia
por él mismo en una entrevista realizada en el año 2004:
[La crónica] es
un género híbrido, es un género bastardo, puede ser un género incómodo en la
cátedra literaria, ¿no? Por eso me interesó a mí, trabajar la construcción
cronística como material crítico. Porque además también la crónica puede ser
mucho más abierta en términos de contaminación, de contaminación de material,
puede ser más antigua también. Se puede trabajar, como en mi caso, no sé, con
la biografía, con cierta poética, la narrativa, con lo periodístico, con la
canción popular. Es como tener un arsenal de materiales para hilvanar” (López,
2007:491).
Esta
concepción del género implica un doble acto de resistencia en las crónicas
lemebelianas; uno, frente a la institucionalidad literaria; el otro, un acto de
resistencia social. La crónica de Lemebel surge, entonces, como el lugar desde
donde es posible realizar un acto de denuncia frente a los hechos históricos
que al cronista y a la sociedad chilena le ha tocado vivir, y que, en el caso
de Chile, supone “exponer algunas situaciones filudas de la dictadura, el saldo
de la transición democrática” (Blanco / Gelpi, 2004:151).
Ambos
tipos de resistencia devienen en una forma de escritura altamente problemática
y heterogénea, la cual está impregnada de una multiplicidad de registros,
saberes y memorias que permiten hacer frente a una sociedad marcada por el
blanqueamiento, el olvido y el consenso impuesto en el período
post-dictatorial:
Tal vez fue la
crónica el gesto escritural que adopté porque no tenía la hipocresía ficcional
de la literatura que se estaba haciendo en ese momento. Esa inventiva narrativa
funcionaba en algunos casos como borrón y cuenta nueva. (…) Un país
descabezado, sin memoria, expuesto para la contemplación del rating económico
(…) Tal vez, el intemporal cuento se hizo urgencia crónica en los artículos
sobre homosexualidad y acontecer político que comencé a publicar en diarios y
revistas. (…) Esa es la razón por la que mis escritos pasan siempre por medios masivos
antes de transformarse en libros. Es una costumbre heredada de la dictadura
(Blanco / Gelpi, 2004:151-153).
En
términos discursivos, la supuesta estabilidad social que otorga la conjunción
de blanqueamiento, olvido y consenso, va a provocar en la literatura chilena
post-dictatorial el recurso al silencio, puesto que, como señala Tomás Moulián,
“el bloqueo de la memoria es una situación repetida en sociedades que vivieron
experiencias límites. En ellas esta negación respecto al pasado genera la pérdida
del discurso, la dificultad del habla (…). Trauma para unos, victoria para
otros” (2002:31). No obstante, esto no ocurre con el trabajo de Lemebel, ya que
con una especie de habla deslenguada, el cronista evidencia la necesidad
política de no olvidar ciertos pasajes de la historia dictatorial de Chile.
Con
este fin, Lebemel denuncia, protesta y alega con sus palabras. En sus crónicas,
el silencio frente a las atrocidades del régimen militar no existe y su
escritura resiste a la homogenización y al blanqueamiento, insistiendo en las
huellas de ese pasado e instalándose desde el lugar de la diferencia repitiendo
aquello de qué: “Podría escribir sin lengua, como un conductor de CNN, sin
acento y sin sal. Pero tengo la lengua salada y las vocales me cantan en vez de
educar” (Lemebel, 2007:11).
Así,
para Salinas, su escritura no implica una resignación frente a una derrota sino
que, por el contrario, propone nuevas formas de apropiación de la historia,
configurando nuevas formas de vivir la experiencia urbana.
Esta
apropiación pasa por la construcción de espacios alternativos a los espacios
oficializados de la ciudad, que permiten entenderla desde su condición
heterogénea. Sin embargo, esta resignificación urbana no sólo se da desde su
materialidad espacial, sino que también involucra la escenificación de nuevos
sujetos [muchos de ellos marginales], que despliegan su propia subjetividad
como un acto de subversión frente a las diversas formas de institucionalidad y
oficialidad (2010:12).
De “ellos” a
“nosotros” y de “nosotros” a “mí” (pero
también la teoría del significante y la falta que se compensa con devenires)
Dentro de la extraña mezcla de imágenes y oralidad que
constituye la prosa fragmentaria, sensorial, sensual, sensitiva, sonora de
Pedro Lemebel, tamizadas con un yo estelizante que se vuelve mí por la
enunciación, y por un matiz que habría que llamar, como ya dijimos, moral sin
m, pero (m)oral al fin, aunque sea como resistencia, su imagen tiende a romper
el equilibrio de lo conocido, buscando armonías en lo que parece adverso, raro,
bizarro, otro. Sobrenombrando lo que se quiere nombrar, encontrando metáforas
donde no las hay, donde cuesta, poniendo adjetivos donde incluso sobran, para
barroquizar la vida, con el ambicioso propósito de suplir la falta, aunque éste
no se logre del todo. Para travestir de a poco al sustantivo dolor, al
sustantivo sida, al sustantivo muerte, al sustantivo memoria, al sustantivo
recuerdo; pero también a los sustantivos rechazo y deseo como si fueran el
mismo, y al sustantivo a secas, en un gesto adjetivo que en Lemebel se volvió
crónico.
“Hagamos la historia de
nosotros mismos, mirándonos en el alma; y la de los demás viendo en sus hechos.
Siempre quedará, sobre todo trastorno, la musa subjetiva (…) y la histórica”
(Martí, 1963:226). Fue la senda marcada por Martí, que abrió paso a otro
espacio de condensación: el de un yo textual que no es romántico ni anónimo,
como bien lo observó Fina García Marruz, sino un yo colectivo, un yo político,
un yo subversivo en una escritura crónica que reclama derechos.
Porque en definitiva, si pensamos a la crónica como un género
atravesado por las marcas de la posición del sujeto en el discurso y con una
fuerte impronta de la narración de una experiencia por la que el
autor-narrador-personaje fue atravesando, es lógico que sea el “mí” y no el
“yo” la primera persona en la escritura de la crónica.
Pero para explicar esto diferenciemos antes los conceptos de mí
(moi) y de yo (je) como
lo hace Lacan (1938) en su texto La familia donde advierte que la lengua francesa permite referirse
al yo de dos maneras: el yo (moi) al
que designa como yo de la enunciación y al yo (je) al que designa como yo del enunciado. Lo que dice y quién lo dice, o desde donde lo
dice. El yo (je) se trata de un yo ilusorio,
un señuelo, una impostura. Este yo (je)
es el que aparece cuando el sujeto dice: “Yo me llamo: Pedro Lemebel, o “Yo soy:
cronista, escritor, performer”, o “Yo
digo: las locas reclaman su derecho a la diferencia”. Es el yo del enunciado. Mientras
que en castellano o en alemán (“Ich” en el idioma de Freud) solo tenemos una
sola palabra para designar al yo, la lengua francesa le permite a Lacan
referirse en su teoría también al Yo (moi)
al que designa como el yo de la enunciación. “Este moi supone la intervención del registro simbólico e implica
esencialmente aquello que el sujeto desconoce de sí con cierta intencionalidad”
(Lacan, 1938:3). Si el sujeto pudiera o quisiera formularlo diría: “Yo soy
llamado: maricón”, o “Yo soy dicho: escritor autobiográfico “, “Yo soy pensado:
endémico, disruptivo, subversivo, freak”
Es decir desde otro lugar distinto al que dice decirse o llamarse, pero en
Lemebel parece menos contradictorio. Podría decir gozosamente, por ejemplo: “Yo
soy una loca”, siempre y cuando la crónica diga: “Vos sos una loca”, pero para
travestir el texto y que otro lo reconozca como tal, hay que recurrir a una
operatoria y esa operatoria consiste en llenarlo de adjetivos.
Todo este planteo se encuentra fuertemente ligado a aquello que
Lacan enuncia cuando explica el estadio del espejo en cuanto a la relación
entre lo que él llama el yo formal y el yo sustantivo (y otra vez surge esta
diferenciación entre je y moi), a lo que sólo recordaremos algunos
elementos fundamentales a los efectos de este ensayo.
Digamos que ese saber de sí, al saber de lo otro rompe con la
clásica fórmula griega “conócete a ti mismo” y plantea otro del tipo “conoce al
otro para conocerte”. En el estadio del espejo lo que se opera en la relación
del niño con la imagen es conocer en la dimensión del otro aquello que es de
sí. Es decir, que conociendo su imagen en el espejo, conociendo eso que se
presenta como otro, va definiendo lo que él siente como yo, en un “a mí me paso
esto con tal o cual cosa”. Por eso la relación entre el yo sustantivo, en tanto
aquello a lo que aspira, y el yo formal, como aquello que se constituye a
partir de aquello a lo que se aspira en la expresión: “yo quiero ser cronista”,
se da del siguiente modo: el “yo” que dice querer ser es yo formal (je),
mientras que “cronista” es aquello a lo que aspira el yo, es decir, yo
sustantivo (moi). El conocimiento
entendido así como paranoico: conozco y me conozco al conocer. Pues esta
síntesis dialéctica muestra que aquello que se sitúa como moi, como instancia particular de un discurso, como objeto deseado,
estará siempre como inalcanzable, en una línea de ficción irreductible que
tocará el devenir del sujeto, cualquiera que sea el éxito de las síntesis
dialécticas por medio de las cuales tiene que resolver en cuanto yo (je) su discordancia respecto a su
propia realidad (Lacan, 1989).
Lacan parte de una idea básica que aparece en los primeros
escritos y seminarios, y es que lo que hay es una condición de desarraigo, y si
lo llevamos a Lemebel o al colectivo “locas” y siguiendo a Deleuze en el
análisis y las claves de este ensayo, de desterritorialización, y por lo tanto,
la única posibilidad que aparece de realización es por vía de un recurso a otro
que tendría que ver con alguna definición del lenguaje, con nombrar, o
sobrenombrar, o de la relación que entablamos con el significante o con la
cultura en un sentido plural. Esta teoría del significante, con este sujeto
desdoblado: sujeto del enunciado / sujeto de la enunciación, se instaura o se
instituye en un lugar donde en esa estructura falta algo, y ese algo se
compensa con devenires. Es decir, el sujeto se instaura en un lugar donde hay
una falta, y él pasa a ser un significante más dentro de esa estructura, y ahí
es donde vienen cierto tipos de alianzas (con lo femenino, con el melodrama,
con los excluidos, con los marginales) que homologan al sujeto con el
significante, incluso una definición de qué es un significante: “es lo que
representa un sujeto para a otro significante”, y el sujeto mismo es un
significante más dentro de ese conjunto significante, una especie de
intersubjetividad. Pero para esto debió haberse producido un pacto tácito entre
sujetos que convierta al otro en “nosotros” y en la misma operación
significante defina un “ellos” como lo extranjero, pasando por un “mí” que los
incluya. Porque hay una parte de sí que es reconocible y la otra, la que falta,
la completa ilusoriamente la crónica.
Porque todas las crónicas de Lemebel están estructuradas a
partir de un “ellos” y un “nosotros”, de una “otredad” que es la clase
burguesa, dominante, machista y blanca, frente a una clase obrera, oprimida y
mestiza, cuando no indígena y gay,
con la que Lemebel se identifica plenamente (Barradas, 2009).
Pero para definir ese “ellos” la técnica que aplica Lemebel se
basa en la polarización de temas y para eso reconoce un resentimiento latente
que tiene que ver con cierto blanqueo que ha habido en Chile. Donde hay
términos vedados como proletariado, burguesía, nadie es pobre en Chile y menos
homosexual. Ante esa tendencia a homogeneizarlo todo, frente al blanqueo de los
temas confrontacionales, él rescata esa confrontación, la indignidad de
asumirse como pobre y maricón.
Frente a todo eso, la crónica le vino como anillo al dedo para
reflotar esa confrontación social política desde el género. Porque en las
crónicas de Lemebel, como ya dijimos, “la loca” no es real, es más bien una
metáfora sobre la homosexualidad y la femeneidad, como el sida y la dictadura
son una metáfora sobre la muerte, y la crónica una metáfora sobre relatos
posibles de experiencias de vida.
Porque como explica Lemebel en la entrevista a Jeftanovic (1998),
ante la pregunta: ¿Cuál es la homosexualidad que más le interesa como proyecto
contracultural?, responde diciendo:
“La
loca” y el gay apolíneo son
categorías distintas pero no contrapuestas, en todo gay hay una loca que se desviste frente al espejo, privadamente.
Pero también en ese fetichismo de la femme
exagerada también hay un enganche con la madre, un lugar emotivo. Pero más allá
de eso, y es lo que me interesa a mí, me interesa lo homosexual como una
construcción cultural, como una otra forma de pensarse. Una otra forma de imaginar
al mundo, no sólo desde la teoría homosexual sino que desde todos los lugares
agredidos y dejados de lado por esta maquinaria neoliberal y globalizante. Yo
sigo apostando por estos lugares mínimos, a pérdida. Me interesan las
homosexualidades como una construcción cultural, como una forma de permitirse
la duda, la pregunta quebrar el falogocentrismo que uno tiene instalado en la
cabeza. Es como la construcción cultural de un otro, tal vez en ese otro están
incluidos otros colores, otras posibilidades insospechadas de las minorías. En
este sentido, creo que la cuestión homosexual, esta criatura perversa que puso
en escena la ciencia, tiene un lugar ganado. Hay una legalización pero desde el
punto de vista del poder. Por ejemplo, en Chile cambió la ley que condenaba la
sodomía, el artículo 35, pero más allá de eso hay una homofobia ambiental en la
subjetividad colectiva de los chilenos. Entonces el camino legal y el de
mentalidad van por carriles distintos, tiene que pasar por la inserción de la
cuestión homosexual en lo social, no como privilegio, ni como algo
políticamente correcto sino que como un devenir más en este abanico múltiple y
poliformo de la sexualidad en evolución y constante cambio (Jeftanovic, 1998).
Tal vez, la homosexualidad pudiera ser una parada en esta
evolución y ser una sexualidad por venir, por hacerse, al igual que la crónica.
El otro lado de la
narración (pero también la crónica como
intersubjetiva y como espejo de los otros y para concluir)
¿Cómo narrar, por ejemplo, la muerte que se disfraza de metáfora oficial
para justificar las dictaduras y el sida y la exclusión de tantos por la lógica
neoliberal, la globalización, la hegemonía machista y el patriarcado? ¿Cómo
narrar a los que sobran, a los que le falta cuando falta? ¿Cómo? Se preguntaría
y contestaría a la vez Lemebel, si no es travistiendo el dolor, la memoria, el
desamparo, la exclusión, el sufrimiento
o la falta de reconocimiento, como género móvil que pasa por los sujetos
y por el texto, que muta; y el sujeto entonces puede ser un poco “loca”, otro
poco víctima de sida o de la dictadura, un poco desamorado, marginal, raro, o
quién escribe, y el texto puede ser un poco ensayo, otro poco poesía,
autobiografía, confesión, novela corta, cuento; anécdota que se convierte
crónica en la mezcla rescatada de un baldío por el mí de la primera persona.
Porque pasa, porque llega y se va, iluminando el recuerdo de lo que se contó.
Para Reguillo (2010) la crónica lo que hace es aspirar a entender ese
movimiento, el flujo permanente como característica de época. Pero la época
cambia y la crónica de Lemebel se ajusta a esos cambios y rescata así
personajes del olvido: personas, bienes y discursos, que no sólo reconfiguran
el horizonte espacial de nuestras sociedades, sino que señalan, ante todo la
migración constante del sentido. Sentido en fuga que escapa de los lugares
tradicionales, itinerante, fugitivo (Reguillo, 2010).
Si como dice Michel Serres “ver supone un observador inmóvil y visitar
exige que percibamos mientras nos movemos”, la crónica de Lemebel acepta su
destino nomádico y renuncia a la certeza del lugar propio y en su itinerario
encuentra los campos de exclusión y dominio de su conquista que en los
cronistas viene desde la memoria de aquello que se observa porque “en las
memorias se viaja” (Perlongher, 2013:139). Desplazarse es romper el monopolio
de los regímenes de autoridad discursiva, de sus valores, de sus símbolos. Como
dijimos al principio del ensayo: “el cuerpo que yerra “conoce” con/en su
desplazamiento” (Perlongher, 2013: 178).
La crónica de Lemebel se re-coloca frente a lo extranjero, frente a la
dictadura militar, frente a la hegemonía machista, frente al neoliberalismo que
excluye más de los que incluye como discurso comprensivo, al oponérsele, otra
racionalidad, en tanto ella puede hacerse cargo de la inestabilidad de las
disciplinas, de los géneros, de las fronteras que delimitan el discurso. La crónica
en su “sentir allí” recupera el habla de los otros, de los muchos diversos, de
jugar con las ganas de experiencia, con la necesidad de un mundo trascendente
que esté por encima de lo experimentado y que sea, paradójicamente,
experimentable a través del relato. La crónica no debilita “lo real”, lo
fortalece, lo recrea, ya que su “apertura” posibilita la yuxtaposición de
versiones y de anécdotas que acercan a territorio propio, es decir, (re)
localizan el relato (Reguillo, 2010).
Relocalizar el relato en la crónica de Lemebel significa participar de
algún modo de lo narrado pasando la experiencia por un mí adjetivo. Porque sus
territorios no son tampoco solamente los del periodismo o los de la literatura,
puesto que avanza en legitimidad también en el discurso producido desde las
ciencias sociales. La crónica de Lemebel es un texto que se implica en lo que
narra, en lo que explica, que comprende. Lemebel rescata del silencio:
testimonios, anécdotas, historias, experiencias propias impuestas a grupos sociales
en lo que a veces se incluye, como es el caso de “las locas”, otras veces hace
alianza como con las mujeres, las víctimas del sida o los desaparecidos,
logrando comprender o no, pero no juzga, y como “los silenciosos” tal cual los
llama Peter Burke (1996), terminan siempre siendo representados y nombrados,
como ya vimos, por una voz autorizada y legítima, que en el caso particular de
Lemebel pueda coincidir temporariamente en “lo escribo, habiendo sentido lo
mismo, no solo porque lo viví en el acto crónico, sino porque lo viví mucho
antes también”, sabiendo incluso que no alcanza, aunque el esfuerzo por
establecer un estatuto distinto de la narración desde la crónica y desde los
grupos periféricos y marginales sea cada vez mayor. Porque como advierte Perlongher
en su “El deseo de pie” de Prosa Plebeya: “Esta posición de marginalidad que el
autor irá a ocupar no se mide, así, por coordenadas socio-económicas, sino por
coordenadas libidinales, con referencia a las reglas que ordenan y clasifican
las pasiones” (2013:137).
Como dice, Reguillo (2010), la crónica, sin resolver la cuestión del
acceso a un lugar legítimo de enunciación fisura el monopolio de la voz única
para romper el silencio de personas, situaciones, espacios, normalmente
condenados a la oscuridad del silencio. La crónica de Lemebel, así, al
“recuperar” la voz y las historias de los personajes “cronicables”: el
travesti, la loca, la mujer, el desaparecido, la amiga de la víctima de sida,
la propia víctima, la esposa del victimario (con frecuencia el propio
victimario), el que mira para otro lado, el que no quiere mirar, el que no
puede, el que le cuesta, el asesino que no se percata de serlo, dejan de ser
exigencia externa para colocarse en primera persona.
Así la crónica no se contenta con la enunciación de los hechos sino que
busca la narración de historias con la descripción que solo adquiere densidad
desde el interior desde el cual es narrada. Pero quizás en la crónica de
Lemebel, más que su confrontación a un discurso lineal y dominante, lo
verdaderamente irruptivo es la voluntad de operar otras formas de escucha, que
como dice Reguillo:
Al colocarse
frente a un discurso vertical, el de un periodismo de fuentes “autorizadas”, la
crónica que relata desde otra geografía (territorio) los mismos
acontecimientos, genera la posibilidad de otra lectura y por consiguiente,
inaugura nuevos puntos de vista: nuevos, en tanto ciertas perspectivas (…)
invisibilizadas de la escena pública.
La crudeza de
la crónica, que a veces parece regodearse en los detalles sórdidos, en el grito
desgarrador que se escapa de un pecho enardecido o, en el cursi, por
inexplicable, gesto ante la muerte, quizá radica en su búsqueda inalcanzable
por negar la precariedad de la vida. Narrar la muerte para afirmar la vida,
contar el sometimiento de los cuerpos ante la macana implacable, para afirmar
la dignidad, decir la necia voluntad de sobrevivir en medio del caos y del
derrumbe, para afirmar la risa. Tal vez, como dice Derrida (1998) a propósito
de la muerte de Barthes “como si se pudiera hablar del otro aún vivo en un
esfuerzo inútil en convertir la propia palabra, meramente confesional [2], en algo más
que una reminiscencia mutilada, en testimonio”, la crónica se levanta para
ofrecer el desasosiego latinoamericano (2010:63-64).
En un “Mí” que incluya la voz de América en la piel en pos de alguna
libertad de género.
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