4ta. La crónica es Nuevo Periodismo.
La crónica no es (solo) nuevo periodismo (Baigorria, 2010). La
crónica (se nutre de los aportes) del nuevo periodismo y le suma por
demás al género: “precisión de adjetivos y relato entusiasta”, como bien
advierte y elogia Rodolfo Walsh (1989) y “periodismo narrativo o de autor”, como
promueve la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano que preside Gabriel
García Márquez; y por supuesto, narrativa creativa, diálogos, reportajes en
profundidad, (aunque en Latinoamérica el término llegó a ser utilizado como
sinónimo de entrevistas), montaje de escenas, descripción de los detalles y
novela realista, como destaca Tom Wolfe (1970). Pero el contar ciertos relatos de
época, de costumbres, de hechos políticos, no constituye en sí una crónica, más
bien se trata de investigaciones exhaustivas, narraciones articuladas con
secuencias explicativas y argumentativas, en clave de denuncia, una operación
en la cual la información precisa es el eje central de una prosa que se acerca
a la tradición del reportaje en profundidad de los medios norteamericanos. Y si bien la crónica no es solo
“estar en el lugar de los hechos” o “entrevistar a la fuente” ni el “yo estuve
ahí” ni el eje central que la sostiene es la “información precisa”, incorpora
(para sí) elementos del nuevo periodismo norteamericano (Ford, 1985).
El mismo Aníbal Ford destaca a los diarios ingleses del siglo
XIX como precursores de lo que después se llamó el nuevo periodismo a través
del relato breve (que culminará con las teorías de Poe cien años después), y
comienzan a elaborarse “las técnicas que aplicadas a hechos reales, van a
terminar produciendo, como ya dijimos, un género periodístico de gran
importancia: las “historias de interés humano” (1985:226), que incluían temas
tales como: alegorías de diversos tipos, anécdotas, narraciones fantásticas,
relatos de intriga, de pasión, a veces de corte melodramático, a los que se le
agregan diálogos, cuadros, piezas humorísticas, etc; destinados a conmover
sentimentalmente al lector a través del relato de hechos cotidianos (lo más cercanos posibles). Por lo que
los relatos breves se convirtieron por entonces en una necesidad cultural y una
fuente de ingresos para el escritor habido de estas nuevas temáticas. Y el
nuevo periodismo se volcó, así, a lo espectacular, a lo sensacional: a los
crímenes, a las aventuras, al relato lo más detallado posible de los hechos
reales (y precisamente ahí radica la
marcada voz de autor, el entusiasmo y la elección correcta de adjetivos),
lo cotidiano, los dramas familiares investigados sin ningún tipo de reparo, ni
secretos (Ford, 1985).
Tarántulas en el
pelo
DETRÁS DE LA
IMAGEN de mujer famosa, casi siempre existe un modisto, maquillador o peluquero
que le arma la facha o el garbo para enfrentar las cámaras. Una complicidad que
invierte el travestismo, al travestir a la mujer con la exuberancia coliza
negada socialmente. Cada mujer tiene en su peluquero un amante platónico, un
consejero o pañuelo de gasa, que seca sus lágrimas y levanta su ánimo, en una
suerte de terapia engatusadora que recubre el demacre con la madre cosmética.
Transformándose en una mater de manos
peludas, que revierte su Edipo homosexual en la ternura del masaje al cráneo
femenino. Con máscaras y menjunjes a la placenta, a la mosqueta, a la tortura
de estirados, zangoloteos de celulitis y papadas sueltas. En la vida todo tiene
arreglo mi reina, le repite incansable a todas las mujeres que se entregan a
sus dedos de tijera.
en “La
esquina es mi corazón” de Pedro Lemebel.
Profesiones que
están signadas de antemano, en el lugar que el sistema les otorga para
agruparlos en oficio controlado sin el riesgo de su contaminación.
Aún así, las
manos tarántula de las locas tejen la cara pública de la estructura que las
reprime, traicionando el gesto puritano con el rictus burlesco que parpadea
nostálgico en el caleidoscopio de los espejos (2001:104-110).
Las manitos
arañadas
DE VER A LOS
CHICOS y chicas rumbo a clases. De mirarlos alegres con sus uniformes y
mochilas corriendo al colegio. De verme en el descolorido ayer, como un mocoso
flacucho y afectado caminado al Liceo Industrial de hombres donde me habían
matriculado al salir de la básica, para que tuviera un oficio, de albañil,
mecánico, gásfiter, mueblista o dibujante técnico (si yo dibujaba tan bien).
Porque en la población nadie iba a la universidad, si éramos todos tan re
pobres, y el Liceo Industrial era la única posibilidad de tener un futuro
laboral. Cómo iba a saber mi familia que yo odiaba entrar a esos talleres de
carpintería San José donde me machacaba las manos, o al taller de mecánica,
donde me hacía mierda los dedos con los fierros al rojo vivo en la fragua de
Vulcano. Pero soporté bastante, y quizás habría resistido más, si no hubiera
sido por las clases de biología del señor Freddy Soto, un profesor treintón, de
terno fino, encorbatado y machista que se reía de mí desde que entraba a la
sala del séptimo B ordenándome burlesco que saliera a la pizarra para mofarse
de mis pasitos de fruncido coligue atravesando el salón. Si yo era apenas un
niño de once años del cual se burlaba todo el curso. Si yo, tan jilguero
inocente, no sabía porque reían. Y el señor Freddy Soto no tenía compasión, no
tenía piedad imitando mi amujerado hablar nervioso cuando me gritaba que
hablara como hombre, que me parara como hombre, que ese colegio industrial era
solo para hombres, como mis compañeros, a los que él desafiaba a darse golpes
hasta sangrar para demostrar la virilidad.
en “Háblame
de amores” de Pedro Lemebel
(2013:261-262).
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