14va.
La crónica
es calidad de estilo propio.
La crónica es
calidad de estilo, en busca de un estilo propio, diría: de su propio lenguaje,
de su propia voz, de su propia experiencia, de su mismo ritmo. La crónica se
apoya, como ya dijimos, más en la calidad de estilo y de exposición y en el
peso de la escritura que en el hecho de que el referente fuera real o ficticio.
En ese marco y
siguiendo a Caparrós (2007) en planteos de Idez (2011): podemos mencionar el
estilo, como las inflexiones y modulaciones que cada autor hace sobre el
lenguaje. Podemos entender el estilo desde un doble reenvío: por un lado, hacia
las normas de estilo de la crónica que permite un reconocimiento (más o menos)
genérico “esto es una crónica, por ejemplo”, porque fue publicada como tal y porque
el autor dice que es una crónica; y por otro lado, el trabajo sobre el lenguaje
que habilita el reconocimiento de un autor “es un crónica escrita por…Lemebel por
ejemplo”.
En tanto que la
crónica es un género que permite una gran libertad sobre el uso del lenguaje (y
no solo que permite, sino que solicita y recompensa en términos de capital
simbólico un uso creativo y artístico del lenguaje) porque son esos giros e
inflexiones los que permiten reconocer –si es posible- al género, con lo que se
invertiría el orden del reconocimiento mencionado “porque sé que es una crónica
de Lemebel se que es una crónica por ejemplo”; o también pensar en un
reconocimiento simultáneo.
Como explica Roland
Barthes: “el estilo, al mismo tiempo, remite al autor como persona “real” (como
figura de autor), y sigue: “el estilo no es sino metáfora, es decir ecuación
entre la intención literaria y la estructura carnal del autor… su secreto es un
recuerdo encerrado en el cuerpo del escritor” (2003:20).
Pedro Lemebel,
continuador de la trayectoria barroca de los escritores modernistas
(especialmente de Martí), después de Perlongher, del melodrama, más del bolero
que de la cueca o de la cumbia o el rock, reivindica el cuerpo frente al cuerpo
y el de sí mismo frente a las cosas, ya desde las portadas de sus libros Loco afán y De Perlas y cicatrices, Lemebel
desafía a sus lectores, aún antes que estos comiencen su lectura, con
fotos del mismo en una especie de travestismo creativo, como vimos en la primera parte del Capítulo 1.
Para Roberto Bolaño
(1996) nadie le saca más emociones al español que Lemebel, Lemebel no necesita
escribir poesía para ser el mejor poeta de su generación, porque sabe abrir los
ojos en la oscuridad, en esos territorios en los que nadie se atreve a entrar.
Escritor singular,
dueño de una manera eslabonada, de una prosa que hace gala de un oído literario
excepcional, del don de la metáfora que prodiga sin deshacerse de la cursilería
y sin red de protección, de la metonimia exagerada (donde el último de los
adjetivos termina muchas veces contradiciendo al primero y así, hasta decir en
el sumar de distintas maneras lo mismo y lo contrario a la vez, en una actitud
de torsión al modo que Martí entendía al barroco y Lemebel al travestismo por
la desmesura de su escritura), en solidaridad narrativa con los seres
marginales, (que reconoce como sus semejantes), a los que no exime de burlas ni
de crueldades (para humanizarlos “dice”), de “barroquismo desclosetado” en
palabras de Carlos Monsivais (2001), atravesando las fronteras del vestuario
asignado para su género (como la crónica
y el barroco, por eso se llevan tan bien).
Corpus Christi
TAL VEZ como espectáculo noticioso en la pasada dictadura, el
sucedo Corpus Christi, también llamado Operación Albania por la CNI, fue uno de
los más repugnantes hechos que conmocionaron al país con su doble estándar
noticioso. Por una parte, el periodismo cómplice de El Mercurio y Canal Trece
donde aparecía el reportero estrella junto a los cadáveres aún tibios, dando a
entender que ese era el saldo de enfrentamientos entre la subversión armada y
los aparatos de seguridad que protegían al país del extremismo. Por otro lado,
el relato clandestino, en el chorreo achocolatado de la masacre, la parapléjica
contorsión de los doce cuerpos, sorprendidos a mansalva, quemados de improviso
por el crepitar de las ráfagas ardiendo la piel, en la toma por asalto del
batallón que entró en las casas como una llamarada tumbando la puerta,
quebrando las ventanas, en tropel de perros rabiosos, en jauría de hienas
babeantes, en manada de coyotes ciegos por la orden de matar, descuartizar a
balazos cualquier sombra, cualquier figura de hombre, niño o mujer herida
buscando a tientas la puerta trasera.
en “De
perlas y cicatrices” de Pedro Lemebel.
Quizás, después de aquello, el centenar de hombres chilenos,
miembros de las Fuerzas Armadas y la CNI, un poco cansados volvieron a sus
hogares, saludaron a su mujer y besaron a sus niños, y se sentaron a comer
viendo las noticias. Si pudieron comer relajadamente y fueron capaces de
eructar mirando la fila de bultos crispados desfilando en la pantalla. Si esa
noche durmieron profundamente y sin pastillas, e incluso fornicaron con su
mujer y en el minuto de acabar volvieron a matar eyaculando helado sobre los
cuerpos yertos. Si esa noche de alacranes alguno de ellos engendró un hijo que
ronda los once años. Si el chico va de la mano de ese ex CNI cerca de la calle
Pedro Donoso, Varas Mena o Villa Frei, y no sabe por qué su padre evita pasar
por las esquinas. Si hoy, nuevamente, abierto el caso Operación Albania, alguno
de ellos fue llamado a declarar, y antes de salir siente temor de mirar los
ojos ciervos de ese niño preguntando. Si tiene temor, si por fin siente miedo.
Que sea eso el comienzo del juicio en la
inocencia interrogante como castigo interminable (2010:118-120).
“Para mi
tristeza violeta azul”
EL DÍA DE LOS
MUERTOS en el Metropolitano es un carnaval donde los pobres adornan la pena
hasta la aglomeración del fetiche barroco. Parecieran consolarse al acumular
cachureos navideños en un altar para el deudo. Mariposas hongkonesas y
palomitas taiwanesas relumbran en los patios. Y hasta las lágrimas refulgen
como lucecitas pascueras en las mejillas dolientes. Mi mami Violeta quería
estar aquí, y quedar cerca de una colonia de gitanos. Ella amaba a los gitanos,
sufren tanto pero bailan y cantan en su aporreada expatriación. Y fue casi por
milagro que la tumba de los Nicolich rodearan su sepulcro. Ellos llegan en sus
vehículos con sus toldos y sombrillas tirando las alfombras donde se sientan
las señoras gitanas con sus velos dorados y turquesas. Y ahí están todo el día,
tomando mate, gritando en romaní a los niños zíngaros que juegan entre las
tumbas. A veces los gitanos cantan. A veces un lagrimón espeso recorre la
mejilla rugosa de una matriarca. A veces los gitanos, vecinos de mi mami, cantan, y una joven cimbrea las caderas en el
cañaveral de la tarde. A veces los gitanos cantan, y me alegran el ocaso cuando
me voy del cementerio, dejando en el regazo de mi mami muerta un ramito de
violetas.
en “Serenata
cafiola” de Pedro Lemebel
(2008:237).
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