10ma. La crónica
es política.
La crónica es política. Y
si damos por cierto (también) esto y seguimos, como hicimos, las huellas de un
texto en otro, encontraremos citas de Ramos en Rotker, hipertextualidad de
Deleuze en Ramos, en Perlongher y en Baigorria, intertexualidad de Perlongher
en Lemebel y planteos de Kafka en Deleuze / Guattari (1975) en una polifonía
que esperamos se haya evidenciado a lo largo del ensayo, la segunda
característica que estos autores le asignan a las literaturas menores, es que
en ellas todo (o casi todo) es político:
A diferencia de las “grandes” literaturas donde el problema de
tipo individual tiende a unirse con otros problemas no menos individuales,
dejando el medio social como una especie de ambiente o de trasfondo; de tal
manera que ninguno de estos problemas se convierta en indispensable, ni
absolutamente necesario, sino que todos se unen “en bloque” dentro de un
espacio más amplio. La literatura menor, en cambio, es completamente diferente:
su espacio reducido juega en una baldosa y hace que cada problema individual se
convierta en político. (Deleuze / Guattari, 1975:29).
Pero este carácter
híbrido, flexible, contaminado, (sucio) y abierto a la polinización
transgenérica, rizomático de la crónica, no necesariamente haría que esta fuese
per se una forma heroica, resistente y políticamente contra hegemónica
(Baigorria, 2010), aunque puede que a veces lo sea.
Porque la crónica para
Martín Caparrós (2007) se para en los márgenes, (y hace equilibrio en la cima y
observa para ver qué pasa), en las fronteras: para mirar, para escuchar -los
más cerca posible- (por curiosidad, de metida nomás, para sentir lo que ellos
sienten, “para sentir lo mismo, aunque
distinto, pero así”), para correr los límites, para recorrerlos, de lo que
es “información pura” de lo que no lo es, para cambiar, para “descentrar el
foco periodístico” y el modo en que suele dirigirse en dirección al poder, a
los ricos y famosos, a los poderosos (Caparrós, 2007). Y sigue:
La crónica [como puede] se rebela contra eso cuando intenta
mostrar, en sus historias, las vidas de todos, de cualquiera: lo que les pasa a
los que también podrían ser sus lectores. La crónica es una forma de pararse
frente a la información y su política del mundo: una manera de decir [de
pensar] que el mundo también puede ser otro. La crónica es política (Caparrós,
2007:10-11)
Pero como dice Rodrigo
Fresán (1991) esto excluye que la crónica no pueda abordar un personaje
vinculado al poder o la celebridad, pero sí (con la sospecha al menos) que lo
hará con un enfoque completamente distinto al del periodismo convencional (porque lo que importa es el modo, no tanto
lo que dice, sino cómo lo dice).
Y fue también, Amar
Sánchez (2008), la que rescató entre otros el atributo político del género, ya
que mientras el periodismo y el discurso histórico se pretenden “objetivos”,
distanciados, “como reflejo de la realidad “ que se limita a “contar lo que pasa”
(aunque la intención a veces se le vaya
de las manos) y para eso a menudo recurra a operaciones como por ejemplo el
ocultamiento del sujeto de la enunciación a través de un registro impersonal
que omite el uso de la primera persona con el propósito de borrar toda marca de
la posición del sujeto.
Pero ya desde la no
ficción el género abandona todo intento de neutralidad y acepta a cara
descubierta la “parcialidad” de los sujetos y en consecuencia denuncia la
ilusión de verdad y objetividad de otros discursos. Señala, además, con
vehemencia que no hay una verdad de los acontecimientos, sino que este es
siempre el resultado de las posiciones de los sujetos, es decir, marca
(intencionalmente) la distancia que hay entre los sucesos y la verdad de una versión
(Rotker, 2005).
Porque como dice Roland
Barthes (1973): “Si la escritura es verdaderamente neutra… entonces la
literatura está vencida”. Y lo hace como ya dijimos para descentrar el foco
periodístico (en coincidencia con Caparrós que por supuesto leyó a Barthes) en
dirección al poder. Porque para Baigorria:
En la reivindicación de la crónica como género aparece, una y
otra vez, el problema de la representación, del “mostrar lo que pasa”. La
crónica no tanto como espejo, reflejo, sino como vitrina, superficie de
exhibición de lo raro, de lo exótico, aunque también de aquello que en lo más
nimio y trivial pasa desapercibido y sin embargo se volvería excepcional por la
mirada del cronista y su uso propio del lenguaje (cuanto más instrumental,
menos estilo o voz propia; cuanto más estetización, menos apego a “la verdad de
los hechos”). Una vez más se plantea la disyuntiva: y uno podría fácilmente
abonar la idea de que ser parte o testigo de los acontecimientos da un acceso
privilegiado a los mismos. O, dicho de otra manera, que el que “estuvo allí”
tiene mejores condiciones cognitivas respecto a los hechos que quienes sólo
cuentan con lo que dicen otros. Hyden White (2003) y Arthur Danto (1951), entre
los filósofos de la historia, trataron de disolver lo que llamaron el
“prejuicio empirista” de que estar ahí es garantía o privilegio epistémico de
la verdad de los hechos” (Baigorria, 2010).
Pero según Verónica Tozzi,
investigadora en filosofía de la historia y traductora de White en diálogo con
Baigorria:
El interés de todo relator es poder relacionar un acontecimiento
o grupo de acontecimientos narrados en un contexto mayor. Para eso, debe poner
en su relato (necesariamente) muchas cosas más que las que fueron
contemporáneas del acontecimiento. Para el relator, si quiere hacer un buen
relato, el haber estado allí no le sería suficiente. Construir un
relato implica contar los acontecimientos de una manera que no ocurrieron
(el subrayado es de Baigorria, 2010). Para construirlo, el cronista utilizará
ciertos recursos y convenciones narrativas, lo cual se opone a los que plantean
que meramente el estar o registrar es algo que pueda tener una función
cognitiva superior. Nuestro lenguaje es temporalmente denso, y cualquier
descripción que haga va a remitir a elementos que están antes o después del
acontecimiento a abordar” (Tozzi, 2010).
Y sigue Baigorria, es
decir:
El cronista nunca se encontrará ante una referencialidad en
estado puro. El cronista no irá primero a los acontecimientos y luego a las
representaciones de los acontecimientos. Tampoco accederá a los acontecimientos
exactamente tal cual suceden; siempre accederá a las representaciones, a las
descripciones. Incluso cuando es testigo presencial, o protagonista hasta
cierto punto, tendrá un punto de vista sobre el acontecimiento que excluye
otros [y otros] porque sería imposible ver algo en sí desde todos los ángulos
posibles que lo suponen. Su mirada no es necesariamente privilegiada [ni
mejor]: el cronista aborda el acontecimiento desde una mirada cruzada por sus
lecturas, prejuicios, recuerdos, comparaciones (Baigorria, 2010) -y arriesgos-.
Carta a Liz Taylor
ASÍ, querida Liz, sin saber si esta carta irá a ser leída por el
calipso de tus ojos. Y más aún, conociendo tu apretada agenda, me permito
sumarme a la gran cantidad de sidosos que te escriben para solicitarte algo.
Tal vez un rizo de tu pelo, un autógrafo, una blonda de tu enagua. No sé,
cualquier cosa que permita morir sabiendo que tú recibiste el mensaje. El caso
es que yo no quiero morir, ni recibir un autógrafo impreso, ni siquiera una
foto tuya con Montgomery Cliff en El
árbol de la vida. Nada de eso, solamente una esmeralda de tu corona de
Cleopatra, que usaste en el film, que según supe eran verdaderas. Tan
auténticas, que una sola podría alargarme la vida por unos años más, a puro
AZT.
No quiero presionarte con lágrimas de maricocódrilo moribundo,
tampoco despojarte de algo tan querido. Quizás, liberarte de esas gemas que
cargan la maldición faraónica y a la larga traen mala suerte, incitan a los
ladrones a saquear tu casa.
en “Loco
afán” de Pedro Lemebel.
Yo creo Liz que es pura pica, nada más que envidia. Además los
colas tenemos corazón de estrella y alma de platino, por eso la cercanía. Por
eso la confianza que tengo contigo para pedirte este favor. Si es que tú
quieres, si no te importa mucho. Te estaré eternamente agrade-sida. Acuérdate,
una esmeralda chiquitita, de pocos kilates, que no se note mucho cuando la
saquen de la corona. Total, tú tienes esas turquesas para mirar que opacan
cualquier resplandor. Yo soy de Chile, mándamela a la dirección del remitente
(1996: 60-61).
El regreso de la
finada
“¡AY, querida
prima!, peleaste brava por el retorno a la democracia, y la democracia nunca te
devolvió la mano […] Ni siquiera cuando apareciste en el noticiario de la TV
sangrando frente a los tribunales, herida por los pinochetistas. Nunca hubo
reconocimiento para la escena callejera que en los ochenta animaba la
protesta.”
en “Adiós
mariquita linda” de Pedro Lemebel
(2005:198).
Y así concluyen las (10 primeras hipótesis sobre la crónica, pero hay más, acaso, menos “salvajes”; pero con más “arriesgos”). Porque para Baigorria (2010) son diversas las representaciones en disputa sobre un género que parece resistirse a ser encasillado como tal. (“Se dice de mí… Se dice que soy fea, que camino…”, como dice la canción) diría la crónica. Si pudiese hablar -y “entre nos” (desde Mansilla y mucho antes) la crónica habla-. ¿Para qué?, si como vimos tantos hablaron por ella, y seguiremos hablando aunque no quiera. Y cuando habla, la noticia o la novela o incluso el ensayo de investigación, le gritan: ¡Callate, che!, ¡callate!, y si le hiciera caso no tendríamos nada para decir. Pero, por suerte, no se calla.
Si para eso entre otras
cosas es este ensayo, como si fuese algo más que una abstracción, una forma
discursiva, un espacio de cruce y de experimentación en la inestable (lábil,
indeleble, flexible, inclasificable) frontera que hay entre el periodismo y la
literatura.
Odio las fronteras
SIN SER LINDA eres simpática, canturrié en el bus, que ya dejaba atrás esta ciudad
asfixiada el tufo castrense. El ronronear del motor me fue cerrando los ojos y
quedé raja durmiendo mientras el vehículo se perdía por los acantilados rumbo
al límite argentino. Un grito me sobresaltó y abrí los ojos de pronto cuando
llegamos a la aduana fronteriza. Abajo, bájese con todo el equipaje, me gritaba
un poli de civil, mirándome con sus anfibios globos azules. Todos los hippies le tenían miedo a ese viejo cana
que olía la macoña como galgo en veda. Pero yo estaba tranqui como pelo de
estatua. Total, no llevaba nada. Más bien, con ese personaje en la aduana era
suicida traficar algo, creí pensar mientras el abuelo me olfateaba, registrándome
hasta las solapas. ¿Y esto? ¿Qué es esto?, preguntó, sujetando con sus uñas la
insignificante corta olvidada en mi bolsillo. Allí reconozco el excedente de
pito que había fumado antes de viajar. Malditamente, al cruzar fronteras,
aunque uno se revisa mil veces, siempre quedan semillas, papelillos y residuos
que nos delatan.
en
“Serenata
cafiola” de Pedro Lemebel
(2008:222).
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