6ta. La crónica supone un “haber estado ahí”.
La crónica (no) supone un
“haber estado ahí. El cronista no debe estar necesariamente en el “lugar de los
hechos” lo demuestran Roberto Arlt con “El
paisaje en las nubes” y con sus “Aguafuertes”,
que una editora llamada Rose Corral en una compilación editorial publicó como
crónicas (Mayer, 2009), y fue María Moreno (2002) la que propuso en un
comentario sobre Pedro Lemebel que lo que hace el aguafuerte es instalar “un
suele pasar en lugar de qué pasó”, a lo que Lemebel le da una vuelta de tuerca
más en “un pudo haber pasado”; y por
supuesto, José Martí. Por citar dos ejemplos, que Susana Rotker (2005) y anteriormente
Julio Ramos (2003) reconocen y destacan al cubano como cronista; y este ensayo
a Lemebel, como ya vimos en la Introducción,
por recepción editorial y por auto-percepción de sus escritos; y (“todos
decimos: Sí”, como dice la canción).
El escritor Roberto Arlt,
sin embargo, hizo casi lo mismo que el poeta/cronista José Martí cuando era
corresponsal del diario La Nación en
Nueva York: leía noticias y las convertía en crónicas. Así, Martí pudo escribir
sobre el terremoto de Charleston, la muerte de Jessie James y la ejecución de
los mártires de Chicago sin haber estado allí, como testigo presencial
(Baigorria, 2010), donde como ya dijimos, “a diferencia de la noticia, el valor
de la crónica descansa en gran medida en su escritura por lo que también en
este tipo de textos “todo el resto es literatura” (Benjamín, 1999:117-118).
Por lo demás, siguiendo a
Caparrós (2007) la primera persona de una crónica no tiene (necesariamente) que
ser gramatical, porque es la situación de una mirada y la construcción de una
escena que a lo que aspira no es a otra cosa que a conmover. Por eso la crónica
es el género de no ficción donde la escritura pesa más. Así la crónica
aprovecha la potencia del texto, arma un clima, (un paisaje, una atmósfera),
crea un personaje y piensa una cuestión. Por ende en la crónica no existe esa
exigencia de las pruebas, porque se asocia más al ejercicio de una mirada que a
una investigación propiamente dicha. Pero no es solo el ejercicio de una
mirada, como demuestran aportes como los que le hacen al género Perlongher y en
especial, Lemebel, sino que se trata del ejercicio de una mirada, (como
posición), como ojo, como oído, como tacto, como piel, (como “abrir el pecho y sacar el alma”, como
dice la canción “algo que me alivie un
poco más”).
Claudia
Victoria Poblete Hlaczik
AL
CAER en mis manos el libro Mujeres
chilenas detenidas desaparecidas, publicado el 8 de marzo de 1986, el Día
Internacional de la Mujer; después de recorrer las caras nubladas de obreras,
profesoras, estudiantes, modistas, dueñas de casa, secretarias o empleadas
domésticas que abanican con sus rostros el triste hojeo de estas páginas, me
detengo sin querer en el último caso que documenta esta bitácora. El retrato
párvulo de Claudia Victoria, la niña más joven que cierra aquella ronda de la
muerte.
Al
mirar su foto y leer su edad de ocho meses al momento de la detención, pienso
que es tan pequeña para llamarla detenida desaparecida. Creo que a esa edad
nadie tiene un rostro fijo, nadie posee un rostro recordable, porque en esos
primeros meses, la vida no ha cicatrizado los rasgos que definen la máscara
civil.
en “De
perlas y cicatrices” de Pedro Lemebel.
Ambos
participaban en un grupo de cristianos por la liberación. Ambos fueron
detenidos con la beba y hasta el día de hoy no se conoce su paradero. Después,
las abuelas de la niña dejaron los zapatos en la calle, buscando, preguntando
por ellos en Campo de Marte, el Olimpo y Puente Doce. Y siempre les dijeron lo
mismo: No se sabe. No aparecen. A joder a otro lado viejas. Por ahí algo
supieron de los chicos a través de unos detenidos que los vieron en el Olimpo,
aún con vida. Pero de la nena nadie tenía información, se había esfumado en el
aire de aquella noche de terror. Ni siquiera el cardenal Gracelli, el sucio
monseñor alcahuete de las botas argentinas, supo dar razón en el desaparecimiento
de Claudia Victoria, y despidió a las abuelas con una hipócrita bendición en su
elegante despacho de la Nunciatura. Por eso la abuela chilena de la niña, se
integró a las Abuelas de Plaza de Mayo; solamente ella, porque la abuela
argentina sucumbió en la inútil espera. Se suicidó en Buenos Aires, justo a los
tres años de ocurrido el hecho (2010:105-107).
Anacondas en el
parque
A PESAR DEL
RELÁMPAGO modernista que rasga la intimidad de los parques con su halógeno
delator, que convierte la clorofila del parque en oleaje de plush rasurado por el afeite municipal.
Metros y metros de un Forestal “verde que te quiero” en orden, simulando un
Versalles criollo como escenografía para el ocio democrático. Más bien una
vitrina de parque como paisajismo japonés, donde la maleza se somete a la
peluquería bonsay del corte milico. Donde las cámaras de filmación, que soñara
el alcalde, estrujan la saliva de los besos en la química prejuiciosa del
control urbano. Cámaras de vigilancia para idealizar un bello parque al óleo,
con niños de trenzas rubias al viento de los columpios. Focos y lentes
camuflados en la flor del ojal edilicio, para controlar la demencia senil que
babea los escaños. Ancianos de mirada azulosa con perros poodles recortados por la misma mano que tijeretea los cipreses.
Aún así, con
todo este aparataje de vigilancia, más allá del atardecer bronceado por el smog de la urbe. Cuando cae la sombra
lejos del radio fichado por los faroles. Apenas tocando la vasta mojada de la
espesura, se asoma la punta de un pie que agarrotado hinca las uñas en la
tierra. Un pie que perdió su zapatilla en la horcajada del sexo apurado, por la
paranoia del espacio público. Extremidades enlazadas de piernas en arco y
labios de papel secante que susurran “No tan fuerte, duele, despacito, cuidado
que viene gente”.
en “La
esquina es mi corazón” de Pedro Lemebel
(2001:21-22).
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