12da. La crónica es un género fronterizo: una
escritura a la intemperie de los “otros”.
La crónica, como ya vimos
en los Trazados teóricos, es un
género fronterizo: una escritura a la intemperie de los “otros. Y es muy
probable que así sea, y es Rossana Reguillo (2011) la que oportunamente se hace
esta pregunta: ¿Cómo mantener las fronteras de un relato que (por algún motivo)
le tocó (o prefirió tal vez, si es que
estas cosas se eligen) vivir a la intemperie de los “otros”?
Una crónica como relato
fronterizo, a la intemperie, que se expresa “en femenino como la relación
ordenada de los hechos”; y en masculino, “como lo crónico, como enfermedad
larga y habitual”, que se vuelve a instaurar en estos días (donde “no sale el sol si no tu rostro”, como
dice la canción) “como forma de relato, para contar aquello que no se deja
encerrar en los marcos asépticos de un género” (2011:61). De ningún género,
(por precioso y puro que éste sea), porque no lo conforma, porque no lo abarca,
(porque no lo sostiene, porque no lo contiene, y acaso, ¿quién quería eso?), porque no aprieta con sus pliegues, o
en los que en su gruesa forma,
patinosa, se le escapa. Y entonces reformula la pregunta: ¿O será, más bien que
es el propio acontecimiento el que instaura sus propias reglas y sus propias
formas de dejarse contar?” Y la crónica, “de alma antigua, errante, [viajada,
vivida, trajinada], irrumpe una vez más en el concierto armónico de los relatos
gobernables y asimilables a unos límites precisos” (2011:61) -como prosa bastarda que no debió nacer y que
tuvo que cambiarse el nombre y adjetivarse para auto-percibirse y que la
percibieran-.
Su ritmo sincopado transgrede la métrica de una linealidad
desimplicada; la crónica está ahí, rasgando el velo de lo real lejano, en el
cuarto, en una calle abandonada, [en alguna esquina, en un parque, atrás de un
árbol, detrás de poste, escondida, esperando] en la voz que narra el
desconsuelo, es incómoda, como incómodo testigo de aquello que no debería
verse, por doloroso o por ridículo, que a veces es lo mismo. Pero la crónica ve
(escucha, observa, siente), se
sorprende a sí misma en el acto de comprender (2011 61).
A la intemperie de otros
géneros y buscando “a otros” que se dejen contar, para cobijarlos, para
cubrirlos con mantas: muerta de frío en invierno, para refrescarlos con agua,
porque fue el calor en el verano, esperando que el cronista/autor/narrador le
arranque el velo de un tirón aunque le duela y la lastime y sale sus heridas, o
simplemente lo corra y lo devele despacio, lento, cada vez más lento, (“alto, cada vez más alto”, como dice la
canción), hasta su devenir. Y se envuelva abrazada en un masculino/femenino
donde el género no está dado per se,
sino que se auto-percibe como tal a cielo (y corazón) abiertos a medida que
transcurre el relato y te lo cuenta a los ojos y al oído.
“Son quince, son veinte, son treinta”
DE ADOLESCENTE INGENUA ya hacía la calle olfateando algún
paquetón a punto de reventar el jeans
del aguinaldo obrero. En eso iba, trotona y locuela con mi almita en fuga, mi
almita ahogada, mi almita proletona, divisando a lo lejos el vapor de un joven
desaguando la parranda nochera. En eso iba, sin darme cuenta que un auto oscuro
con las luces apagadas me seguía despacito. Y en brusco acelerar, la violencia
de un agarrón me echa arriba, al asiento trasero, de bruces sobre las rodillas
de varios muchachotes. En el asiento delantero del vehículo iban otros riendo y
cantando: “Son quince, son veinte, son treinta” Te vamos a dar duro. ¿No andás
buscando eso? Tómate un trago, maricón, me obligaban a beber, chorreándome la
cara de pisco que corría por mi cuello ardiendo. “Son quince, son veinte, son
treinta”, súbele el volumen, pónela más fuerte, por si este maraco se pone a
gritar cuando le reventemos la botella en el culito. Casi ni respiraba, muerto
de terror con los ojos fijos, sintiendo esas garras estrujándome la piel de
naranja, la piel de gallina erizada, en el pavor de encontrarme con la pandilla
de La naranja mecánica en su noche de
rumba. “Son quince, son veinte, son treinta”, los escuchaba cumbiar, y yo no
sabía si eran cinco, siete o quince apretujados en el furgón. No podía saberlo,
no me atrevía a levantar la cara enterrada en la entrepierna del que cantaba “son
quince, son veinte, son treinta”. Parámelo, pos, hueco, ni siquiera se me pone
duro, me retaba, hundiendo mi cabeza en su bulto. Te vamos a romper el orto con
esta botella.
en “Serenata
cafiola” de Pedro Lemebel.
Rájale la cara si eres tan hombre. El tipo seguía con la botella
rota en alto. El chico lo provocó una vez más, y después, riéndose, subió el
volumen de la radio y miró para afuera. No te atreviste, te la ganó el maricón.
Hácelo vos, pos, conchetumadre. Y a quién le sacái la madre, hijo de puta. A
vos, que te hacís el valiente con este pobre gallo. Parece que le gusta el
maricón, bromeaban los otros. Para el auto; bájate, pos, huevón. Las ruedas
rechinaron con el frenazo. En la pelea discutían tan fieros que en un minuto
casi se olvidaron de mí. Y todo fue por este maricón. Échalo de aquí y sigamos
tomando. Ya, te fuiste, desaparece, me dijeron, empujándome abajo. Y sin
esperar que me lo repitieran, salté a la calle y eché a correr, viendo
desaparecer la negra carroza por la carretera. Sólo ahí logré sacar el aire.
Ufff de la que me salvé. Y caminando, caminé sonámbulo como levantándome de un
sueño pesado (2008:42-45).
Las amapolas
también tienen espinas
EL TEMA rezuma
muchas lecturas y causas que siguen girando fatídicas en torno al deambular de
las locas por ciertos lugares. Sitios baldíos que la urbe va desmantelando para
instalar nuevas construcciones en los rescoldos del crimen. Teatros lúgubres
donde la violencia contra homosexuales excede la simple riña, la venganza o el
robo. Carnicerías del resentimiento social que se cobran en el pellejo más
débil, el más expuesto. El corazón gitano de las locas que buscan una gota de
placer en las espinas de un rosal prohibido.
en “La
esquina es mi corazón” de Pedro Lemebel
(2001:168-169).
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