7ma. La crónica es mirada.
La crónica no es (solo)
una mirada, aunque el calificativo de extrema que le propició Caparrós (2007)
mejora al primer intento de describirla. La crónica es más que nada una escucha extrema. Y sigue en el prólogo a la compilación de Maximiliano Tomás La Argentina crónica (2007): “La crónica
es una mezcla, (un híbrido), en proporciones tornadizas, de mirada y escritura”,
donde la documentación y el trabajo sobre el referente puede cambiar (y cambia) el punto de mira (del autor /
narrador), e incorpora una nueva u otra perspectiva y modifica la mirada por la
artesanía del lenguaje y por lo que se encuentra en el acto mismo de mirar algo
desde distintos ángulos y en diagonal y por el tiempo que le sea suficiente.
Para Sergio Chefjec
(2010), esa mirada es también: “documental, espiritual, empática, repone cierta
fábula que gana presencia en el relato y ese relato que incorpora esa mirada de
alguna manera concierne al yo. Pero ese “yo” como primera persona literaria es
más “mí, que yo”, como vimos en la segunda
parte del Capítulo 2 de este ensayo, en el sentido de un “a mí”, “a mí me
pasó esto con eso que miré”. O debería mejor dejar claro, siguiendo a Caparrós,
lo que podría ser evidente: “que un señor mirando es un señor mirando”
(2009:162-163) y así estoy –así quedé para contarlo- para contarlo desde mi
punto de vista tal como fui atravesado por esa experiencia, en una especie de
“efecto de narración”.
Karin
Eitel
Y
TAL VEZ, esa sensación de estar frente a un rostro electrificado, pudiera ser
el argumento para recordar a Karin Eitel, para ver de nuevo con el mismo
escalofrío, su cara tiritando en la pantalla de Canal 7 en el noticiario
familiar para todo espectador. Su rostro joven, erizado en el vidrio luminoso
del video. Su rostro elegido como escarmiento, absolutamente dopado por las
drogas que le inyectó la CNI para que leyera públicamente la carta de su
arrepentimiento. Un mentiroso papel escrito por ellos, donde Karin renegaba de
su pasado en el Frente Patriótico Manuel Rodríguez. Confusamente ebria por los
barbitúricos, ella iba desmintiendo las flagelaciones y atropellos en las
cárceles secretas de la dictadura. Esos cuarteles del horror en las calles
Londres o Borgoño. Esas casas de techos altos donde el eco de los gritos
reemplazaba la visión tapada por la venda.
en “De
perlas y cicatrices” de Pedro Lemebel.
Quizás, son pocos los que tienen en la memoria esta imagen de la
crueldad de alto rating en el pasado reciente. Somos escasos los que desde ese
día aprendimos a ver la televisión chilena con los ojos cerrados, como si
escucháramos incansables la declaración de Karin arrepintiéndose a latigazos de
su roja militancia, de su copihua y estropeada militancia que temblaba
coagulada en el rouge de su boca, en el garabato de payaso que le pusieron por
boca, en la costra de corazón dibujada en sus labios por el maquillaje del miedo
(2010:114-116).
Lucero de mimbre
en la noche campanal
ASÍ TAMBIÉN
OTROS fulgores recorren la urbe en noche de reyes. Otros pasos bailan por
calles oscuras la danza ramera del oficio prostibular. Un ritmo travesti que se
vive la pascua como laburo permanente. Una loca que se confunde con los faroles
púrpura del pino pascual. Una guirnalda humana de tacos y peluca que esta noche
rumbea las aceras buscando un ángel perdido, que le cambie su perfume barato
por una pluma de oro en el escote. Un travesti que de niño le pusieron Jacinto
y como Jacinta le gritaban los otros niños, se pasó las pascuas esperando la
muñeca que nunca llegó. Pero él nunca quiso una muñeca, más bien él quería ser
la muñeca Jacinta y tener el pelo platinado y largas pestañas de seda para
mirarse en el espejo roto del baño. Contemplarse a escondidas con el vestido de
la mamá y chancletear sus tacoaltos, que le bailaban en sus “piecitos de niño”
raro, de princesa de arrabal que la besó el príncipe y se convirtió en rana,
araña peluda o cucaracha que nunca fue invitada al pesebre. Y tuvo que mirar de
lejos el carnaval dorado del nacimiento.
Por eso las
navidades de Jacinto no tuvieron noches buenas, a lo más patadas o escupos en
el trasero maltrecho y una que otra caricia deslizada al azar, por la fetidez
de algún ebrio solitario. Por eso a Jacinto la pascua no le interesa y evita
las arterias de la ciudad congestionadas por el apuro y los juguetes. En
realidad, los juguetes nunca le llegaron. Las cartas al polo rosa no tuvieron
respuesta y tuvo que gatillar pistolas, golpear tambores y pelotas y esos
soldados y tanque que le imponía el padre para amacharle las trenzas.
en “La
esquina es mi corazón” de Pedro Lemebel
(2001:151-152).
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